Apr 19, 2024 Last Updated 10:50 PM, Apr 18, 2024

Escribe Mariana Morena

La masificación del reclamo por el juicio y castigo a los militares asesinos hizo que Alfonsín tomara la “causa democrática” como un eje de campaña. A cinco días de asumir, en diciembre de 1983, creó la Conadep para investigar las violaciones a los derechos humanos del Proceso.

Se trató de una comisión de “personalidades” sin atribuciones para citar a militares, lo contrario de lo que se reclamaba, que era una comisión independiente compuesta por los organismos de derechos humanos con amplias facultades para investigar y obligar a comparecer a los genocidas. Alfonsín trató también de que los militares “se juzgaran a ellos mismos” en el fuero militar. Recién después del fracaso de ese intento comenzaría el juicio a las juntas, donde Videla y Massera fueron condenados a perpetua, un triunfo importante pero parcial de la lucha popular.

El Punto Final y la Obediencia Debida

Pero no era intención de Alfonsín seguir avanzando más allá del juicio a los altos mandos militares. En 1986, hizo aprobar la Ley de Punto Final, con un plazo de 60 días para presentar nuevas denuncias, pasado el cual las causas prescribían, violando el derecho internacional que encuadra el genocidio como delito de lesa humanidad y por tal motivo imprescriptible. Sin embargo, en 60 días se presentaron miles de denuncias y se citaron más militares que en los tres años previos. La reacción estalló en Semana Santa de 1987, cuando el teniente coronel Rico se atrincheró en Campo de Mayo con un centenar de oficiales y la mayoría del Ejército se negó a reprimir la sublevación. La movilización popular en defensa de la democracia colmó Plaza de Mayo el domingo de Pascua, con anuncio de paro general. Alfonsín terminó cediendo a los “carapintadas” sobre “el debido reconocimiento de los niveles de responsabilidad” en el Proceso. Solo se opusieron las Madres de Plaza de Mayo y el MAS (precursor de Izquierda Socialista), que se retiró de la Plaza antes del famoso saludo desde el balcón, “felices Pascuas, la casa está en orden”. En junio de ese mismo año se aprobó la Ley de Obediencia Debida que, nuevamente contra la jurisprudencia internacional, eximía de culpabilidad por participación en el genocidio del grado de teniente coronel hacia abajo. Genocidas como Astiz, Etchecolatz, el médico Bergés y decenas de otros condenados quedaron en libertad al promulgarse la ley.

Menem y los indultos a los genocidas

Las leyes aberrantes de Alfonsín lograron que solo permanecieran en la cárcel los máximos jefes de la dictadura y los militares “carapintadas”. Sobre la base de una supuesta “reconciliación” todos ellos fueron liberados por Menem con decretos de indulto en 1989 y 1990.

Inmediatamente hubo un inmenso repudio popular, con manifestaciones en todo el país. En la ciudad de Buenos Aires tuvo lugar una de las más grandes que se recuerde, el 9 de septiembre de 1989, con unas 150.000 personas. Menem se vio forzado a retroceder parcialmente y solo firmó un indulto a los carapintadas, a la junta militar de Malvinas y a algunos montoneros, excluyendo a los jefes del Proceso. Recién en diciembre de 1990 indultó también a Videla, Massera, Viola, Camps y Suárez Mason.

La movilización no pudo impedir estos decretos de impunidad, pero abrió una nueva brecha en la Justicia por el delito de robo de bebés, que Menem no se animó a incluir. Se avanzó con nuevos procesos y condenas a los jefes genocidas, aunque volvieron a sortear la cárcel por tener más de 70 años. La movilización social en repudio de los indultos comenzó a minar la popularidad inicial de Menem.

Escribe José Castillo

El ascenso al poder de la dictadura tenía como objetivo parar la enorme movilización obrera y popular que había comenzado con el Cordobazo en 1969. Para cortarla de raíz llevó adelante un auténtico genocidio con 30.000 desaparecidos y miles de presos políticos. Al mismo tiempo, profundizó la entrega del país, dando origen a la aún existente deuda externa. 

El 24 de marzo de 1976 los militares derrocaban al gobierno de Isabel Perón, dando comienzo a la peor dictadura de la historia argentina. Ese mismo día, centenares de delegados y activistas fueron secuestrados en sus propios lugares de trabajo. En las semanas, meses y años siguientes, la dictadura llevó adelante una brutal represión con grupos de tareas, centros clandestinos de detención y desatando un auténtico terror sobre el conjunto del pueblo trabajador.

La dictadura militar no fue un simple “exceso” de cúpulas militares aisladas. Fue parte de un plan sistemático que buscó cortar de raíz el ascenso de las luchas obreras, populares y juveniles que en nuestro país había comenzado con el Cordobazo de 1969.

La complicidad peronista y radical

Los militares tomaron el poder después del fracaso del plan de las patronales y el imperialismo para frenar las luchas y radicalización política que venían creciendo desde fines de los ‘60: traerlo a Perón para que, con su autoridad y prestigio, pusiera “en caja” a la clase trabajadora y la juventud. Pero aun así no pudieron parar la movilización y la ruptura de la inmensa nueva vanguardia luchadora que había surgido en esos años. El propio Perón, y más adelante Isabel, con su nefasto ministro López Rega, comenzaron una feroz represión parapolicial y paramilitar desde 1974 por medio de las bandas conocidas como la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina). Claro que, a pesar del terror desatado, no pudieron evitar enormes movilizaciones e incluso la primera huelga general contra un gobierno peronista, que derrotó el plan de ajuste de junio-julio de 1975 conocido como Rodrigazo e incluso tiró a López Rega. Fue el peronismo también, por medio del presidente provisional Ítalo Lúder (que reemplazó durante dos meses a Isabel) quien promulgó el decreto de “aniquilación de la subversión”, poniendo el país bajo el control operacional de las fuerzas armadas y dando cobertura legal a la represión militar.

Los radicales, por su parte, también aportaron para justificar el accionar represivo. Ricardo Balbín, el líder de la UCR en esos momentos, llamó a terminar con la “guerrilla fabril”, como denominaba a los activistas, comisiones internas y delegados que peleaban contra el gobierno y la burocracia sindical. Fue el propio Balbín el que dijo por cadena nacional, en los días previos al golpe, que “no tenía soluciones”, haciendo un llamado implícito al alzamiento militar.

Un golpe al servicio de los negocios capitalistas

La otra pata de apoyo al golpe fueron los empresarios locales y extranjeros, las grandes patronales, el sistema financiero y, por detrás de ellos, las instituciones como el FMI o el Banco Mundial.

El dictador Videla nombró como ministro de Economía a José Alfredo Martínez de Hoz, miembro de una familia tradicional fundadora de la Sociedad Rural Argentina y él mismo directivo de Acindar, una de las empresas industriales más importantes de entonces. Martínez de Hoz llevaría adelante un feroz plan de ajuste, reduciendo los salarios 40% sólo en el primer año, acompañando esto con una reforma financiera que habilitó por primera vez lo que se llamaría “bicicleta financiera”, a la vez que se llevaba adelante una apertura económica total. En apenas un par de años, miles de empresas cerraron y dejaron a sus trabajadores en la calle. La contracara de esto será que el gobierno militar contraería una enorme deuda externa, a la vez que promovía que sus empresas amigas (nacionales y extranjeras) también lo hicieran. Más adelante, cuando esa fenomenal especulación estalló, “estatizaron” esa deuda privada, endosándosela al conjunto del pueblo trabajador.

Los grandes grupos económicos locales y extranjeros se beneficiaron enormemente con la política de la dictadura, que incluyó la represión de la clase obrera y la prohibición de toda actividad sindical, permitiéndole bajar sueldos, despedir trabajadores e incrementar al infinito los tiempos de trabajo. Para poder llevarlo adelante, las patronales denunciaban a los delegados y activistas a los militares, e incluso hubo empresas donde se habilitaron centros clandestinos de detención en sus propios predios, como fue el caso de Ford.

La dictadura terminó cayendo, masivamente repudiada luego de la derrota de Malvinas. En los años y las décadas siguientes, se alzaró el clamor por el juicio y castigo a los responsables civiles y militares del genocidio y por el desmantelamiento del aparato represivo. A pesar de los intentos de impunidad llevados adelante por todos los gobiernos posteriores a 1983, continuamos en la pelea, como gritamos cada 24 de marzo: “Como a los nazis les va a pasar, a donde vayan los iremos a buscar”.

El de Macri fue uno de los grupos empresariales más beneficiados por la dictadura entre escándalos y corrupción. El grupo Socma (Sociedades Macri), creado en 1976 con Franco Macri a la cabeza y su hijo Mauricio como uno de los principales directivos, pasó de tener siete empresas con una facturación anual que no superaba los 100 millones de dólares, a transformarse en uno de los emporios empresariales más importantes de la Argentina, con 47 empresas.

El gran salto fue resultado de la obtención de grandes contratos de obras públicas para el Banco Hipotecario Nacional a través de una de las empresas del grupo, Sideco, que le reportaron ganancias por 1.700 millones de dólares sólo hasta 1979 (entre otras obras: la represa Yacyretá, el puente Posadas-Encarnación, las centrales termoeléctricas de Río Tercero y Luján de Cuyo). Sin embargo, la mayor conquista fue la creación de Manliba junto con el contrato por diez años para la recolección de basura en la ciudad de Buenos Aires en 1980 que los Macri acordaron con el brigadier Osvaldo Cacciatore, el intendente de la dictadura.

En 1979, el grupo compró el Banco de Italia gracias a la Ley de Entidades Financieras de Martínez de Hoz, en una maniobra oscura que una posterior investigación del fiscal Guillermo Moreno Ocampo calificó de una estafa al Banco Central por 110 millones de dólares. Pero la gran maniobra vendría en 1982 con la compra de 65% de las acciones de Sevel (una fusión de las automotrices Fiat y Peugeot para Argentina) por el irrisorio valor de 30 millones de dólares. El misterio tenía su razón, y es que Macri logró que la deuda de Sevel con acreedores extranjeros por 170 millones de dólares fuera estatizada por el Banco Central dirigido por Domingo Cavallo. Mientras Macri y otros grandes empresarios amasaban fortunas, la dictadura ejecutaba un genocidio y sometía al pueblo y los trabajadores a un plan de hambre y saqueo y a la condena de la deuda externa. Lamentablemente, a partir de 1983, los distintos gobiernos de la democracia no impidieron que los negocios del actual presidente siguieran expandiéndose. M. M

Escribe Juliana García, Hija de desaparecidos

La dictadura en la Argentina fue parte de un plan imperialista para el continente, que durante los años ‘70 y ‘80 promovió regímenes militares en Brasil, Bolivia, Chile, Perú, Paraguay, Uruguay, Guatemala, Nicaragua, El Salvador y otros países latinoamericanos.El denominado Plan Cóndor coordinó acciones de represión que dejaron en conjunto más de cien mil desaparecidos. Para ello dispuso la formación de los altos mandos en la famosa Escuela de las Américas, en Panamá, a cargo de expertos del Pentágono, que incluso enseñaban a torturar. Además, todas las dictaduras latinoamericanas aplicaron planes económicos elaborados por los yanquis, generando la cadena de saqueo que daría lugar a las deudas externas de la región.

Las pruebas de que este genocidio fue comandado por Estados Unidos, con la CIA y el Pentágono, se encuentran en archivos desclasificados del Departamento de Estado norteamericano, pero también en declaraciones públicas, como las del todopoderoso y siniestro secretario de Estado en esa época Henry Kissinger, quien comandó el Plan Cóndor en Latinoamérica además de ser responsable de otras masacres como en Vietnam e Irán.

Finalmente, la intervención política de los yanquis encarnada por Kissinger sufrió una derrota colosal a manos de los pueblos, sus trabajadores y su juventud. Uno por uno, todos los dictadores latinoamericanos fueron derrocados, comenzando por Somoza en Nicaragua en 1975. En algunos casos, los militares se fueron repudiados por la población y enjuiciados, como en la Argentina. En Chile y Uruguay, contrariamente, los militares se replegaron ordenadamente, pactando con partidos tradicionales patronales y oligárquicos.

Escribe Mariana Morena

El 1° de marzo de 1948 Perón dispuso la estatización de los ferrocarriles mediante una “compra” ampliamente beneficiosa para el imperialismo inglés. Sin embargo, fue una de las medidas que permitió que la Argentina dejara de ser una semicolonia inglesa e iniciara una etapa de relativa independencia nacional. La red ferroviaria creció hasta 1957, transformándose en la más extensa de América latina y dando un gran empuje a la industria ferroviaria y al desarrollo de los pueblos

Los ferrocarriles surgieron en 1854 por iniciativa de la provincia de Buenos Aires, cuando otorgó la concesión a un grupo de ciudadanos porteños para construir una línea ferroviaria desde la ciudad de Buenos Aires hacia el oeste. Con el tiempo, se constituyeron en una herramienta clave para unir las enormes distancias del territorio nacional, llegando a las regiones más despobladas del Noroeste, Cuyo, el Chaco y la Patagonia con un servicio eficiente, confortable y con tarifas accesibles.

A partir de 1889, una campaña de desacreditación de los ferrocarriles estatales abrió las puertas para su privatización a manos de firmas inglesas y francesas, lo que se transformó en uno de los principales instrumentos de dominación del imperialismo británico. Fueron notorios los beneficios a sus empresas, a las que se cedió extensos territorios ubicados en los márgenes de las vías (que se destinaron a lucrativos negocios inmobiliarios), mientras se las mantenía exentas del pago de impuestos. Emblemáticas huelgas ferroviarias expresaban repudio frente a semejante entrega y la exigencia de mejoras salariales y en las condiciones de trabajo.
De manera progresiva, el desarrollo de la red ferroviaria fue respondiendo al crecimiento agropecuario del país y la exportación de materias primas al Viejo Continente. En 1941, con 42.000 kilómetros en vías férreas, la Argentina ocupaba el octavo lugar en el mundo, después de Estados Unidos, Rusia, India, Canadá, Alemania, Francia y Australia, pero con una distribución muy desigual: 29.094 kilómetros de vías en manos extranjeras y 12.942 a cargo del Estado. Su trazado a modo de embudo que desembocaba en el puerto de Buenos Aires, y con los ramales de las zonas altamente productivas en poder de las empresas extranjeras, también era fiel reflejo del saqueo imperialista a un país semicolonial.

Una estatización sumamente beneficiosa para los ingleses
Desde la Primera Guerra Mundial comenzó a declinar la hegemonía del comercio internacional de Gran Bretaña, lo que se reflejó en la desinversión en nuestra red ferroviaria. El estancamiento se afianzó con la crisis económica del ’30, que provocó una fuerte reducción de las exportaciones argentinas. Entre 1929 y 1935 las cargas transportadas por ferrocarril disminuyeron 23% y los ingresos 40%; las ganancias decayeron entre cuatro y cinco veces y las acciones ferroviarias hasta 70%. La ampliación de la red vial y la competencia del transporte automotor acentuaron el retroceso del ferrocarril y la prensa británica reclamó que el Estado argentino se hiciera cargo de las pérdidas. En 1940, el ministro de Economía y abogado de las compañías Federico Pinedo (abuelo del actual senador de PRO), presentó un plan de “estatización progresiva”, con rendimiento garantizado por el Estado.
Cuando Perón asumió la presidencia en 1946, comenzaron las negociaciones con los ingleses, que intentaron imponer una empresa mixta antes de que venciera la concesión. El imperialismo yanqui, que avanzaba sobre toda América latina y ambicionaba quedarse con el negocio, frustró ese proyecto, y el gobierno justicialista terminó comprando las empresas francesas e inglesas. El 1º de marzo de 1948 se realizó el acto formal de posesión por parte del Estado de las líneas San Martín, Belgrano, Mitre, Urquiza, Roca, Sarmiento y Patagónico. Una multitud se reunió en Retiro para festejar sin que Perón pudiese estar presente, operado de apendicitis.
La estatización resultó un gran regalo para Gran Bretaña y Francia: Perón les pagó 600 millones de dólares (en libras) a los ingleses y 45 a los franceses (los cálculos de la época afirmaban que valían menos de un tercio de lo que se terminó pagando). Una fortuna por un sistema en grave estado de deterioro, con más de 30 años de antigüedad, en el que se había invertido muy poco en relación con las suculentas ganancias robadas por décadas. Lo que confirma el carácter burgués del gobierno nacionalista de Perón, que les “compró” a los piratas imperialistas lo que era legítimamente nuestro.

Un gran paso en la recuperación de la soberanía
Sin apoyar a Perón, y aun denunciando el negociado, la corriente trotskista de Nahuel Moreno (antecesora de Izquierda Socialista), consideró que la estatización era un gran paso adelante, ya que “de manera parcial y contradictoria, avanzaba en la recuperación de la soberanía del país”1.
Caído el acuerdo comercial colonial Roca-Runciman de la década infame, también los ferrocarriles dejaron de ser una herramienta de dependencia y atraso, que solo producía ganancias para sus dueños imperialistas, para dar gran impulso a la industria ferroviaria y la recuperación de patrimonio nacional. Se reorganizó la red ferroviaria, ampliándose hasta 47.000 kilómetros. El tren llegó a cientos de localidades, impulsando su desarrollo. Aumentó la cantidad de formaciones para carga y transporte de pasajeros con tarifas accesibles. Se fabricó la primera locomotora de vapor mientras la locomotora diésel eléctrica “Justicialista” cubría el recorrido entre Constitución y Mar del Plata en 3 horas y 45 minutos. Se pudo acceder al puerto de Buenos Aires y a otros, como Bahía Blanca. Asimismo, el Estado se apropió de unas 25.000 propiedades inglesas, como empresas eléctricas y de aguas corrientes, empacadoras de frutas, campos petrolíferos y destilerías, tranvías y expresos, hoteles, edificios y terrenos de enorme valor. Junto con otras nacionalizaciones y medidas de planificación económica, los ferrocarriles estatales fueron un factor esencial para elevar las condiciones de vida de millones de trabajadores urbanos y rurales.

1. Nahuel Moreno, Método de interpretación de la historia argentina, Ediciones El Socialista, Buenos Aires, 2012.


La privatización y el desguace de la red ferroviaria

A partir del golpe gorila de 1955, la Argentina se transformó en una semicolonia del imperialismo yanqui. En relación con los ferrocarriles, se sucedieron distintos proyectos y avances de privatización, desmantelamiento y ataques a las conquistas históricas de los ferroviarios en medio de una descomunal corrupción.
Finalmente, en la década del del ’90, otro gobierno peronista, el de Menem, liquidó por completo la conquista de 1948, privatizando la empresa estatal Ferrocarriles Argentinos con complicidad de la Unión Ferroviaria a cargo del burócrata Pedraza. Pese a la heroica lucha de los ferroviarios, se levantaron 24.000 kilómetros de vías y se despidieron 90.000 trabajadores. Desaparecieron los trenes de larga distancia y centenares de pueblos quedaron aislados. Más adelante, los Kirchner mantuvieron las privatizaciones y regalaron jugosos subsidios a las concesionarias, que no invirtieron un peso en los ferrocarriles. Millones de trabajadores pagaban tarifas cada vez más elevadas pero viajaban como ganado, y se sucedían los accidentes evitables. El asesinato de Mariano Ferreyra y la masacre social de Once, con 52 muertos y 700 heridos, desnudaron brutalmente el doble discurso kirchnerista sobre los ferrocarriles, pese a la demagogia de los “trenes de cartón” y los materiales comprados a China, con durmientes incluidos. Hoy el gobierno de Macri sigue con los negocios de Jaime, Schiavi y De Vido, por eso continúa con la obra faraónica del soterramiento del Sarmiento en beneficio de la megacorrupta Odebrecht; el Belgrano Cargas sigue concesionado al servicio del agronegocio, las mineras y las petroleras, y el ministro Dietrich fue autorizado a cerrar ramales y talleres para beneficio del negocio inmobiliario. Al mismo tiempo se compran vagones sin licitación y la gobernadora Vidal decreta el cierre de Ferrobaires desde el próximo 15 de marzo. La política de destrucción del sistema ferroviario se profundiza, pese a lo cual no se detiene la lucha en su defensa.
Los ferroviarios del Sarmiento y la Bordó Nacional, apoyados por gran parte de la población, vienen sosteniendo que el único modo de brindar un servicio seguro, eficiente, accesible y no contaminante, es reestatizando el sistema ferroviario sin indemnizar a las privadas, uniendo el transporte de carga y de pasajeros y poniéndolo a funcionar bajo control, gestión y administración de trabajadores y usuarios, recuperando los talleres, ramales y terrenos ferroviarios.

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