Escribe Guido Poletti
Las masacres de Al Assad en Siria. La guerra en una Libia partida en pedazos. Los kurdos atacados por las tropas turcas en el norte de Siria. Las atrocidades de ISIS. Decenas de miles de hombres, mujeres y niños escapando, tratando de salvar sus vidas. A eso se le suman otras tantas víctimas, ahora del hambre, de la desocupación, de los planes de ajuste. Vienen del norte de África, muchos de ellos cruzando el desierto, sometidos al tráfico humano más degradante. Se lanzan al mar en barcos que muchas veces terminan naufragando en medio del Mediterráneo, convertido ya en un enorme cementerio. De vez en cuando, la prensa internacional nos conmueve con alguna imagen sensacionalista, como la del niño que apareció muerto en las playas de la isla de Lesbos, en Grecia.
Del otro lado del Atlántico las escenas se repiten. También son miles los que cruzaron el río Bravo, el desierto abrasador de Nuevo México, muchos muriendo en el camino, en la búsqueda de alguna supuesta perspectiva de mejora para ellos y sus familias en los Estados Unidos. Huyen también de los planes de ajuste, la miseria, el desempleo y el hambre. Los que escapan y llegan “exitosamente” a destino tienen un futuro de ciudadanos de segunda, carne de cañón para los peores trabajos, en negro, ya que son “ilegales”, viviendo en los peores lugares, sometidos al maltrato, a la persecución policial y al racismo.
Esta realidad no es nueva. Pero sí lo son las vergonzosas políticas que se están implementando en la actualidad, profundizando la persecución de millones, deportándolos o, directamente, sometiéndolos a la muerte en los países de donde partieron o en los caminos de vuelta, en el mar o en el desierto. En los Estados Unidos de Trump, a las amenazas de “construir un muro en toda la frontera mexicana” y a la realidad de las deportaciones, que tampoco cesaron en los gobiernos anteriores (de hecho los expulsados durante la presidencia de Obama todavía son más que en la era Trump), se le suma la vergüenza de separar familias y meter niños en “jaulas”, como escandalosamente lo vimos en las fotos que dieron la vuelta al mundo recientemente.
En Europa la cuestión no es mejor. Hace un par de años vimos las inhumanas caminatas de miles de refugiados por las vías de los trenes, mientras Hungría y los países balcánicos les cerraban las puertas. Ahora tenemos al nuevo gobierno italiano ya negándose directamente a permitir atracar a los barcos con refugiados, dejándolos peligrosamente en medio del mar. Mientras tanto, Alemania, Francia y los países más importantes de la Unión Europea discuten dónde localizar “campos de internamiento de los refugiados” que, hasta por el nombre, peligrosamente nos recuerdan a los campos de concentración de la Segunda Guerra mundial. Al mismo tiempo “endurecen” sus políticas de acceso a los refugiados, presionados por las fuerzas de extrema derecha que han crecido electoralmente en el último período. En Italia ya amenazan con expulsar a la población gitana, con siglos de permanencia en el territorio europeo, recurriendo a la más asquerosa retórica racista.
Tanto los Estados Unidos como la Unión Europea -los mismos que son responsables de las superexplotación y el saqueo de las riquezas de tantos pueblos coloniales, semicoloniales y dependientes, sus transnacionales, los pulpos especuladores que se enriquecen con las descomunales deudas externas, y los que provocan e intervienen en las guerras de todas estas regiones ahora cierran sus fronteras a los millones de desesperados que tratan de huir de estos infiernos que ellos generaron. Este es el capitalismo imperialista actual, que sólo puede ofrecer miseria, superexplotación y muerte a una enorme cantidad de pueblos sometidos. Por eso es más urgente que nunca acabar con este sistema, reemplazándolo por gobiernos de los trabajadores y por el socialismo, terminando de una vez por todas con estas lacras, expresión máxima de la explotación de los seres humanos por otros seres humanos.