Dec 13, 2025 Last Updated 4:39 PM, Dec 12, 2025

Escribe Federico Novo Foti  

La detención de los delegados del soviet de San Petersburgo en 1905 marcó el cierre del primer gran intento de poder obrero en Rusia. Aquel “ensayo general” anticipó las revoluciones triunfantes de 1917.

Era la tarde del 3 de diciembre de 1905 cuando el ruido de las botas y los sables de los destacamentos de cosacos, gendarmes y policías enviados por el zar Nicolás II anunció a los delegados obreros, reunidos en el salón de planta baja, que el edificio de la Sociedad Libre de Economía, sede del soviet (consejo) de San Petersburgo, estaba rodeado. La tensión se apoderó del lugar. Desde un balcón, León Trotsky gritó a los delegados: “¡Camaradas, no presenten resistencia!” y ordenó que inutilizaran sus pistolas antes de entregarlas a la policía.1

La suerte del soviet, organismo obrero democrático surgido al calor de la primera revolución rusa, estaba echada. Soldados y policías irrumpieron en el edificio y ocuparon sus corredores. De entre ellos se adelantó un oficial y comenzó a leer la orden de arresto. Serían detenidos los 262 delegados presentes. Así llegaban a su fin los 52 días del soviet de delegados obreros de San Petersburgo y comenzaba a declinar la primera revolución rusa.

La revolución de 1905 y el surgimiento de los soviets

A comienzos del siglo XX, el atrasado imperio ruso estaba gobernado por la férrea autocracia de los zares. Tenía una población de 150 millones de personas, en su abrumadora mayoría campesinos pobres. Las principales ciudades, la capital San Petersburgo y Moscú, concentraban a 3 millones de habitantes, entre ellos un proletariado industrial con varios centenares de miles de obreros.

La revolución estalló el 9 de enero de 1905, tras el “Domingo Sangriento”. El 3 de enero había comenzado una huelga en la fábrica metalúrgica Putilov de San Petersburgo por el despido de cuatro obreros. A los pocos días había 150 mil trabajadores en huelga. El domingo, una inmensa manifestación de obreros y sus familias, encabezados por el cura Gueorgui Gapón, se dirigió pacíficamente al Palacio de Invierno, residencia de los zares. Llevaban retratos del zar, a quien rogaban “justicia y protección”. Pedían amnistía, libertades públicas, separación de la Iglesia y el Estado, ocho horas de trabajo, aumento salarial, cesión progresiva de la tierra al pueblo y, fundamentalmente, una Asamblea Constituyente elegida por sufragio universal. Pero el zar ordenó reprimir a los manifestantes, dejando centenares de muertos y miles de heridos.

La respuesta fue una oleada de huelgas y levantamientos campesinos que sacudieron al imperio. En junio se amotinaron la Marina y el Ejército, agobiados por el esfuerzo de la guerra ruso-japonesa.2 En octubre, los ferroviarios abandonaron sus puestos de trabajo y desencadenaron una nueva oleada huelguística. Se sumaron metalúrgicos, textiles, médicos e incluso las bailarinas de los ballets imperiales. El campo ardió con sublevaciones en más de un tercio del país. También se sumaron estudiantes y profesores universitarios.

Al calor de la huelga, el 13 de octubre se reunieron en el Instituto Tecnológico de San Petersburgo unos 30 delegados de fábricas que lanzaron un llamado a huelga general y a elegir delegados (uno cada 500 obreros) en todas las fábricas. El 17 de octubre, el soviet eligió su Comité Ejecutivo, entre cuyos miembros destacaba Trotsky, joven dirigente del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (Posdr), quien se convertiría en su portavoz y principal dirigente.3 Así surgía el primer soviet de delegados obreros, un organismo que llegó a representar a más de la mitad de los obreros de San Petersburgo (unos 200 mil) y que impulsó la formación de soviets en ciudades como Moscú y Kiev. El nuevo organismo orientó el último tramo revolucionario. En él actuaban democrática y unitariamente los partidos obreros (el POSDR y los socialrevolucionarios), los delegados sin partido, sindicatos y también profesionales como médicos y abogados. El soviet adquirió una enorme autoridad: sus órdenes e instrucciones eran obedecidas por las masas revolucionarias. Era denominado popularmente “el gobierno proletario”.

Movido por el temor, Nicolás II y su ministro Serguei Witte publicaron el “Manifiesto de Octubre”, que prometía convocar a una Duma nacional, un parlamento muy restringido. Lenin lo definió como “una caricatura de representación popular”. Los enfrentamientos continuaron y el 1° de noviembre el soviet convocó una nueva huelga general. En muchas fábricas, apoyados por el soviet, se impusieron las ocho horas de trabajo. Los pueblos oprimidos se levantaron. Estudiantes polacos quemaban retratos del zar y libros en ruso, exigiendo que la enseñanza dependiera del soviet. También se organizó una liga de los pueblos musulmanes.

Ensayo general de la revolución

Sin embargo, no existió un organismo que coordinara a los 58 soviets constituidos durante la ola de huelgas, y la revolución comenzó a decaer bajo los golpes de la contrarrevolución. Las revueltas agrarias no se generalizaron ni lograron quebrar al ejército, integrado mayoritariamente por soldados campesinos. El gobierno entendió que había llegado el momento de atacar de frente al soviet, deteniendo a Trotsky y a los “diputados obreros”. La insurrección de Moscú, del 9 al 17 de diciembre, fue uno de los últimos desafíos al zarismo.

En los meses siguientes, los 52 dirigentes del soviet detenidos (uno fue fusilado) fueron trasladados de prisión en prisión. El 19 de septiembre de 1906 comenzó el juicio contra ellos. Trotsky vio en el proceso judicial la oportunidad de denunciar al zarismo y en su alegato defendió el derecho de las masas a la insurrección, definiendo al soviet como “el órgano de autogobierno de las masas revolucionarias”.4 El veredicto del tribunal fue la absolución de todos los miembros, excepto quince de ellos, entre los que estaba Trotsky, quienes fueron sentenciados a perder sus derechos civiles y al destierro perpetuo en Siberia.5

La primera revolución rusa fue derrotada. Pero fue un “ensayo general” para los acontecimientos posteriores. Doce años después, tras un período de reacción y en medio de los sufrimientos de la Primera Guerra Mundial, en febrero de 1917 una nueva insurrección, esta vez triunfante, acabó con el zarismo. En octubre triunfó el primer gobierno obrero y campesino de la historia, encabezado por los soviets y el Partido Bolchevique.

1. Isaac Deutscher. Trotsky, el profeta armado. Ediciones Era, México, 1966.
2. El hecho quedó inmortalizado en la película El acorazado Potemkin (1925) de Sergei Eisenstein.
3. Jean-Jacques Marie. Trotsky. Revolucionario sin fronteras. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006.
4. León Trotsky. 1905. CEIP, Buenos Aires, 2006.
5. Sobre su fuga de Siberia ver León Trotsky. La fuga de Siberia en un trineo de renos. Siglo XXI, Buenos Aires, 2022. 

En la revolución de 1905 Trotsky desplegó su condición de gran orador y dirigente de masas. En los días de su detención se esforzó por sacar conclusiones de la experiencia revolucionaria, en tanto existía entre los marxistas rusos del Posdr un importante debate sobre el carácter de la revolución rusa.

El sector reformista (los mencheviques), encabezado por Jorge Plejanov y Yuli Martov, sostenía que la burguesía liberal encabezaría una revolución burguesa, que abriría una etapa histórica de libertades republicanas y desarrollo capitalista. De modo que los trabajadores y campesinos debían colaborar con la burguesía para que accediese al gobierno. En un futuro indefinido, se abriría la etapa de la transformación socialista.

El sector revolucionario (los bolcheviques), encabezado por Lenin, compartía la definición de que la revolución contra el zar sería democrático-burguesa. Pero rechazaba de plano que la burguesía liberal rusa pudiera encabezarla. Para Lenin, las tareas centrales eran la revolución agraria, junto con las libertades políticas, el mejoramiento de las condiciones de vida de los obreros, y extender el fuego revolucionario al resto de Europa. Para lograrlas, proponía una “dictadura democrática de obreros y campesinos”, en la cual no definía qué clase la encabezaría. Sería una etapa o período rápido y convulsivo, de avance hacia la revolución socialista en Rusia y Europa.

Con la experiencia de la revolución de 1905, Trotsky delineó una posición conocida como “la revolución permanente”. Según él, la lucha por la democracia burguesa en Rusia enfrentaba a los obreros y campesinos, tanto a la monarquía zarista como a la burguesía liberal, que se unirían a los terratenientes, la burocracia y los nobles para no perder sus privilegios. Y sacaba una conclusión determinante: la única clase capaz de encabezar la revolución democrático-burguesa y transformar las condiciones de vida en el campo, eran los trabajadores de las ciudades, acaudillando a los campesinos pobres. No habría dos etapas, sino una sola: los obreros, al tomar el poder, introducirían desde un comienzo la lucha por sus demandas contra la patronal, transformando esa revolución democrático-burguesa en socialista, es decir, “permanente”.1 El triunfo de octubre de 1917 confirmó el enfoque de Trotsky, al cual se había sumado Lenin en abril de 1917. Desde entonces, enriquecida por la experiencia de otras revoluciones, la teoría programa de la revolución permanente es una guía invaluable para la acción de los partidos revolucionarios.

1. León Trotsky. Resultados y perspectivas. El Yunque, Buenos Aires, 1975 y Nahuel Moreno. Escuela de cuadros: Argentina 1984. Ediciones Crux, Buenos Aires, 1992. Disponible en nahuelmoreno.org 

Escribe Francisco Moreira

Francisco Franco, el “Caudillo” de España, gobernó a sangre y fuego por casi cuarenta años. Antes de su muerte dejó la orden para el retorno de la monarquía, que se impuso en la “transición” con el acuerdo de la burguesía y la traición de los dirigentes socialistas y comunistas. Sus crímenes siguen impunes.
 
En la madrugada del 20 de noviembre de 1975, tras una larga agonía, murió el siniestro dictador español Francisco Franco, el “Caudillo de España por la gracia de dios”. Horas más tarde Carlos Arias Navarro, a cargo del gobierno, leyó por televisión el “testamento político” que Franco había redactado días antes. Allí cínicamente declaraba, “pido perdón a todos, como de todo corazón perdono a cuantos se declararon mis enemigos”, y “no olvidéis que los enemigos de España y de la civilización están alerta”.1

El 23 de noviembre sus restos fueron trasladados al Valle de los Caídos. El dictador chileno Augusto Pinochet acudió a su funeral. El gobierno de Isabel Perón decretó duelo nacional. El Partido Socialista de los Trabajadores (PST), antecesor de Izquierda Socialista, lo repudió en su periódico Avanzada Socialista: “Los trabajadores, las fuerzas de izquierda, las corrientes que se proclaman democráticas tenemos el deber de expresar nuestra alegría por la muerte del dictador, y nuestro respaldo a los pueblos de España”.2

Los 36 años de feroz dictadura habían dejado un saldo de 150 mil  asesinados, entre 115 mil y 130 mil desaparecidos, 2.800 fosas comunes y 30 mil niños y niñas robados.3 Las nacionalidades vasca y catalana fueron especialmente castigadas. La mayor parte del pueblo quedó sumergido en la penuria. Fueron obligadas a exiliarse 440.000 personas por causas políticas o económicas. Los dos países que fueron el centro de recepción de los emigrados fueron México y Argentina.
 
La derrota de la revolución

A comienzos del siglo XX los pueblos del estado español vivían en medio de la pobreza y el atraso, sometidos por la monarquía borbónica, la nobleza, una burguesía ultra reaccionaria, la oscurantista y poderosa Iglesia Católica y la dictadura militar del general Miguel Primo de Rivera. Tras la caída de la dictadura, en plena crisis política, el gobierno convocó a elecciones municipales, en las que se impusieron listas republicanas en las grandes ciudades, lo que provocó la abdicación del rey Alfonso XIII y la proclamación de la República, el 14 de abril de 1931.

Pero desde el 19 de julio de 1936 comenzó la contrarrevolución fascista dirigida por Franco y estalló la guerra civil. El franquismo, minoritario al comienzo de la guerra civil, fue ganando terreno por el apoyo militar directo del nazismo alemán y, en menor medida, del fascismo italiano. Mientras tanto, las potencias imperialistas “democráticas”, como Gran Bretaña o Francia (que tenía un gobierno socialdemócrata), se abstenían de ayudar, manteniendo la “neutralidad”.

Las y los trabajadores y campesinos se movilizaron y lucharon tenazmente para enfrentar al fascismo. Se expropiaron fábricas y latifundios, tanto para la gestión productiva en apoyo al frente de batalla como para alimentar al pueblo. La causa española fue apoyada con entusiasmo en muchos países. Luchadores democráticos y trabajadores formaron las recordadas brigadas internacionales.4 Pero el precio de la lucha fue muy alto: más de 500 mil personas murieron en el frente de batalla y en la represión en la retaguardia.

El bando republicano estaba encabezado por la “sombra de la burguesía”, como decía Trotsky, y por los dirigentes del Partido Socialista y el anarquismo, quienes pretendieron contener la revolución obrera y campesina y devolver la propiedad privada a sus dueños. A estos se fue sumando el Partido Comunista, minoritario al inicio del conflicto, pero que de la mano de José Stalin se fue fortaleciendo gracias a la entrega a cuenta gotas de armas y el prestigio de la Unión Soviética entre las y los trabajadores.5

 El aparato del Partido Comunista pudo controlar y frenar cada vez más el esfuerzo militar. Aplastó la revolución en Cataluña y, en particular, en Barcelona en marzo de 1937, deteniendo o fusilando a los obreros que habían participado en ella. Las y los trotskistas y militantes y dirigentes del Partido Obrero Unificado Marxista (POUM) fueron perseguidos con saña por los agentes estalinistas. El dirigente Andreu Nin fue detenido y desaparecido por la policía estalinista, acusado de ser “agente de Franco”.6

El heroísmo de las y los trabajadores y campesinos republicanos, socialistas, anarquistas y comunistas no alcanzó para detener a la contrarrevolución fascista. En 1939 triunfó el franquismo, que empalmó, comenzada la Segunda Guerra Mundial, con el avance arrollador de los ejércitos nazis, que en 1941 invadieron la Unión Soviética.
 
“Transición” e impunidad 

En 1945, tras seis años de guerra, el nazismo de Hitler fue derrotado. Fue un enorme triunfo democrático, con la participación destacada del pueblo soviético y el Ejército Rojo. Pero en la península ibérica se mantuvieron las dictaduras de Franco y la de Antonio Salazar-Marcelo Caetano en Portugal.

Sin embargo, a comienzos de los años ‘70 comenzó el ascenso de las luchas obreras y populares en España. Aunque la huelga estaba prohibida, las movilizaciones obreras comenzaron a jaquear al régimen y las empresas empezaron a negociar con las Comisiones Obreras (CCOO), aunque fueran ilegales. La clase media, que había sido un importante sostén de Franco, comenzó a participar activamente en la lucha por las libertades democráticas.

 En abril de 1974, el gobierno de Marcelo Caetano cayó en Portugal tras la “revolución de los claveles” y se instaló entre los distintos sectores de la burguesía y las fuerzas armadas españolas la inquietud de hacer cambios para enfrentar la agonía del régimen franquista. Así se fue gestando la “transición”, tejida por el propio Franco, para dejar “todo atado, bien atado”, dando continuidad al dominio burgués imperialista madrileño y preservando la explotación capitalista sobre todo con las y los trabajadores y campesinos. Con trabajosas negociaciones fue avanzando en su proyecto de reinstalar el poder monárquico de la familia Borbón, con libertades democráticas retaceadas. Los dirigentes obreros socialistas y comunistas, legalizados en 1977, se fueron sumando a esta salida, traicionando las aspiraciones y la memoria de los miles de trabajadores que habían enfrentado al franquismo.

Dos días después de la muerte del dictador, Juan Carlos I fue proclamado rey. El franquismo fue quedando atrás, con la conquista de libertades democráticas. Pero la “transición” tuvo un alto precio: después de la muerte de Franco, cerca de 200 militantes fueron asesinados por la policía y bandas de extrema derecha. Entre las víctimas está nuestra compañera Yolanda González, militante del PST del estado español en 1980.7

Cincuenta años después, las tareas por las que dieron la vida los protagonistas de la revolución obrera y campesina están pendientes. Continúa la lucha contra las instituciones heredadas de la dictadura, contra la impunidad de los crímenes franquistas y contra la monarquía, encabezada ahora por el rey Felipe VI, hijo del corrupto Juan Carlos. Sigue planteada la lucha por el derecho de autodeterminación de las naciones oprimidas por el estado y por terminar con la explotación capitalista. Para lograrlo es necesaria una nueva dirección socialista y revolucionaria que encabece las luchas hasta el triunfo de las y los trabajadores y los pueblos del estado español.


1. F. Franco. Testamento político. 20/10/1975. Disponible en www.larazon.es
2. Avanzada Socialista Nº 172, 21/11/1975. Disponible en www.nahuelmoreno.org
3. Sandra Lafuente. ONU indaga por primera vez crímenes del franquismo. BBC Mundo (web), 23/09/2013. Disponible en www.bbc.com
4. Ver la película “Tierra y libertad” (1995) dirigida por Ken Loach. Disponible en www.youtube.com
5. León Trotsky. España revolucionaria. Escritos 1930-1940. Editorial Antídoto, Buenos Aires, 1998.
6. Idem.
7. Ver artículo Andreu Pagé. 45 años del asesinato de Yolanda González. 01/02/2025. Disponible en www.luchainternacionalista.org   

Escribe Francisco Moreira

A pocas semana de la histórica movilización del 17 de octubre de 1945, se fundó el Partido Laborista. Los dirigentes Cipriano Reyes (de la carne) y Luis Gay (telefónico) impulsaron el voto obrero que permitió el arrollador triunfo de la fórmula Perón-Quijano en febrero de 1946. Esta importante experiencia de un partido obrero independiente duró apenas un par de años. Perón lo disolvió tras el triunfo electoral. La pelea por la independencia de clase sigue vigente.

El 24 de octubre de 1945 se reunieron en asamblea militantes y dirigentes del movimiento obrero. Entre los más de 150 reunidos se encontraban el dirigente de la carne Cipriano Reyes, el telefónico Luis Gay, los ferroviarios Luis Monzalvo y Ramón Tejada, del espectáculo Manuel García, del vidrio Vicente Garófalo y el periodista Leandro Reynes. Pocos días antes, el 17 de octubre, el paro nacional y la histórica movilización de la clase obrera habían logrado liberar al coronel Juan Domingo Perón, por entonces secretario de Trabajo y Previsión. La asamblea votó tres resoluciones: primero, crear un nuevo partido, que se llamaría Laborista; segundo, crear una comisión organizadora integrada por un militante de cada gremio; y, en tercer lugar, crear comisiones encargadas de redactar su Declaración de Principios, Carta Orgánico y Programa.  

Días más tarde, el 10 de noviembre, los laboristas eligieron su comité provisional, designando como presidente del partido al telefónico Luis Gay y vicepresidente a Cipriano Reyes, aprobaron la Carta Orgánica y difundieron su Plataforma. Nacía así el Partido Laborista, una nueva organización política, sin patrones, basada en los principales gremios y dirigentes obreros -agrupados en la CGT N.º 1 y la Unión Sindical Argentina- que habían seguido a Perón en su acción desde la Secretaría de Trabajo. 

“Por la emancipación de la clase laboriosa” 

Así se titulaba el documento fundacional del nuevo partido. Pese a su corta vida representó un hecho muy progresivo en la experiencia de la clase obrera. Pese a tener un programa difuso, el laborismo puso en marcha un proyecto de independencia política respecto del gobierno y los patrones. Los dirigentes sindicales que lo encabezaron eran conciliadores, pero aspiraban a un reformismo independiente, un partido obrero nacionalista. El Partido Laborista fue protagonista fundamental del triunfo electoral de Perón en febrero de 1946 y, al mismo tiempo, pretendía organizar la independencia de clase. Todas sus autoridades o afiliados eran obreros, salvo su “primer afiliado”, el coronel Perón. Él era el líder de mayor peso y prestigio en el Partido Laborista, pero no era su máxima autoridad. 

En la elección de febrero de 1946 fue derrotada la coalición pro yanqui de la Unión Democrática, la fórmula José Tamborini – Enrique Mosca (1.211.660 votos), organizada por el embajador Spruille Braden, los conservadores y radicales, que fue apoyada por los partidos socialista y comunista. La fórmula Juan Perón - Hortensio Quijano (1.478.372 votos) ganó con la clase obrera votando masivamente al Laborismo, que sacó el 85%. El restante 15% restante lo aportaron los sectores radicales pro-peronistas (la Junta Renovadora de la UCR) y el Partido Independiente, de los sectores conservadores (Cámpora, Visca y otros). Pero el armado de las listas no había estado libre de tensiones y maniobras. La convención del Partido Laborista impuso a Perón la candidatura del coronel Mercante como gobernador en Buenos Aires. Los laboristas eran mayoría en la bancada de diputados, pero con maniobras Perón dejó afuera a Gay de la candidatura al senado y la Fotia tucumana (gremio de los trabajadores azucareros) tuvo que hacer una huelga para exigir el reconocimiento de su candidato electo al senado.

Perón disolvió al Partido Laborista

Las relaciones entre el Partido Laborista y Perón fueron problemáticas desde el comienzo. Es que el laborismo no era el proyecto de Perón. Éste quería un movimiento dirigido en forma vertical, totalmente antidemocrático, en el cual confluyeran patrones, trabajadores y mujeres, conducidos por los patrones y por él mismo en forma personal. Luego del triunfo electoral, el 23 de mayo, Perón ordenó la disolución de las tres fuerzas que habían apoyado a su fórmula. Esto ya estaba acordado con la Junta Renovadora y el Partido Independiente. Pero el Partido Laborista desconoció la orden. Sus días estaban contados.

El 17 de octubre de 1946 hubo dos celebraciones. La CGT convocó al acto con la presencia de Perón. El laborismo convocó a otro, minoritario pero importante. Reyes en su discurso rechazó que se festejase la fecha “con acento oficialista”. El avance de Perón quitaba rápidamente espacio para un partido obrero que, aunque lo apoyase y fuese reformista, pretendía mantener su independencia y no ser un títere del gobierno. La mayor parte de los dirigentes sindicales se iban transformando rápidamente en funcionarios, actuaban disciplinadamente desde el parlamento o encabezaban gremios subsidiados o directamente intervenidos por el gobierno. Cipriano Reyes no lo aceptó. Llegaron a ofrecerle la presidencia de la Cámara de Diputados, y la rechazó, gritando “yo no sirvo para tocar la campanilla”. En enero de 1947 Perón ordenó desplazar a Gay de la conducción de la CGT. Por esos días se le cambió la denominación al partido gobernante: se llamaría Peronista. En las vísperas de las elecciones generales de 1948, en agosto, la justicia desconoció a Reyes como autoridad partidaria. En octubre, Perón “descubrió” una supuesta “conspiración” por la que Cipriano Reyes fue detenido y pasó siete años preso. 

Las pelea por la independencia de clase sigue en pie

La consolidación del aparato totalitario del peronismo frenó el desarrollo inicial que había ganado el Partido Laborista, ya que masivamente los obreros se volcaron al apoyo a Perón. Fue una experiencia breve pero extraordinaria, con la contradicción de ser un partido obrero que apoyó a un líder y un proyecto burgués, aunque fuese nacionalista. Por su parte, Perón fue consecuente con su carácter de clase. Por eso liquidó, en su surgimiento mismo, ese gran intento de organización política independiente de la clase obrera. 

Hoy, a ochenta años de aquella experiencia, bajo el gobierno ultraderechista de Milei surgido de los sucesivos fracasos de los gobiernos patronales, incluidos los gobiernos peronistas, la pelea por la independencia política de la clase obrera sigue vigente. Ni la liberación nacional y social, ni la defensa de las más mínimas conquistas, son posibles de realizar de la mano del peronismo y los patrones.

1. Ver Ernesto González. Ascenso y caída del peronismo. Ediciones Antídoto, Buenos Aires, 1986.
2. Sobre la época ver Ernesto González. El trotskismo obrero e internacionalista en la Argentina. Tomo 1. Editorial Antídoto, Buenos Aires, 1995.  
3. Ver en Op. Cit. 
4. Ídem.

Escribe Francisco Moreira

En su Declaración de Principios, votada por 200 dirigentes sindicales, el laborismo dejó patente el carácter de clase del partido, preservando su independencia organizativa y de acción política. Pero tras el triunfo electoral, Perón ordenó su disolución y encarceló a Cipriano Reyes.
“Que la mayoría del pueblo, constituida por obreros, empleados y campesinos conjuntamente con profesionales, artistas e intelectuales asalariados, así como por pequeños comerciantes, industriales y agricultores, forma la clase laborista que necesita unirse en su propia defensa y en bien del progreso del país.”
“Que la minoría constituida por latifundistas, hacendados, industriales, comerciantes, banqueros y rentistas, y todas las variedades del gran capitalismo nacional o extranjero, tiene profundas raíces imperialistas” […]
“Que para ello es indispensable que una fuerza política nueva, con empuje revolucionario, aunque con serenidad y tolerancia, proceda a remover las causas de esas injusticias” […]
“Que la clase trabajadora argentina en este movimiento siente como suyos los anhelos e ideales de los trabajadores del mundo luchando al igual que ellos por una mayor justicia social y una mejor distribución de la riqueza, dentro de una auténtica democracia y en un clima de absoluta libertad.”1


1. Citado por Ernesto González. 
Op. Cit.

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