Escribe Juan Carlos Giordano, diputado nacional electo Izquierda Socialista/FIT Unidad
En enero de 1920 se puso en práctica en Estados Unidos la prohibición de fabricar y distribuir bebidas alcohólicas. Tuvo consecuencias nefastas. Se dispuso que “ninguna persona fabricará, venderá, cambiará, transportará, importará, exportará o entregará cualquier licor embriagador”. Decían que tras prohibir las bebidas alcohólicas “iba a nacer una nueva nación y se iban a cerrar para siempre las puertas del infierno.”
Tras la medida, cientos de miles de personas se dedicaron a fabricar bebidas alcohólicas con otras sustitutas adulteradas y altamente tóxicas. Esto fomentó el tráfico ilegal y las bandas criminales. El consumo de alcohol, por el contrario, creció, se encareció el precio y se incrementó la demanda del conjunto de las drogas. Las mafias (como Al Capone) se multiplicaron, dando paso a la violencia, crímenes y a una tremenda corrupción. Todo esto se ha reflejado en novelas y en el cine de entonces, con recordadas películas como Los Intocables o El Padrino.
Las mafias se multiplicaron y extendieron su poder, con la complicidad de funcionarios gubernamentales, policías, agentes federales y capitalistas. Se adueñaron de las destilerías, monopolizaron el contrabando y los centros nocturnos clandestinos. John Kennedy, padre de John Fitzgerald, y sus dos hermanos, fue uno de los famosos que se enriqueció con este negocio.
En 1933 se derogó la prohibición. Durante los años que estuvo en vigencia la Ley Seca “30.000 personas murieron intoxicadas por ingerir alcohol metílico; 100.000 sufrieron lesiones permanentes como ceguera o parálisis; 270.000 fueron condenadas por delitos federales; los homicidios aumentaron un 49% y los robos un 83% con referencia a la década anterior”, dicen las noticias de la época. A pesar del fracaso de la Ley Seca, desde entonces se utilizan los mismos argumentos que la engendraron para justificar la prohibición de las drogas.