Apr 25, 2024 Last Updated 10:43 PM, Apr 25, 2024

Crónica del tercer convoy de ayuda a los sindicatos combativos de Ucrania

Por Prensa UIT-CI

Del Donbás a Zaporijia, la lucha contra la invasión rusa desde abajo

Después de casi 48 horas de viaje en avión, tren y autobús, llegamos a Dobropilia, una ciudad minera de la cuenca del Donbás ucraniano que se encuentra a 80 kilómetros de Bakhmut, donde ahora mismo hay brutales combates para frenar la embestida del ejército ruso. Nos están esperando Dimitri, Natalia y Alexander, del Sindicato Independiente de Mineros de Ucrania. Nos comunicamos con la mirada y el gesto porque los traductores han llegado tarde. Los compañeros de los Colectivos de Solidaridad, un grupo de jóvenes anarquistas que apoya la resistencia con ayuda material, han tenido un problema con el coche. Entre abrazos, sonrisas y traductores automáticos nos vamos a tomar un café mientras les esperamos. Es la primera parada en el viaje. Objetivo: entregarles 1.500 euros para comprar alimentos de primera necesidad que se encargarán de distribuir a través de Iniciativas Laborales, una organización de ayuda obrera. Después iremos hasta Zaporijia, la ciudad industrial a orillas del Dniéper, también a llevar ayuda al Sindicato Independiente de Trabajadores del Ferrocarril. Es el tercer convoy de solidaridad con Ucrania, y en particular a la juventud y la clase trabajadora, que organizamos desde Lucha Internacionalista y la Unidad Internacional de Trabajadoras y Trabajadores- Cuarta Internacional, cuando apenas hace un año del inicio de la invasión lanzada por Vladimir Putin.

Con los mineros del carbón en el Donbás

A diferencia de otras ciudades del Donbás bajo control ucraniano, en Dobropilia todavía se ve bastante vida en la calle. Antes de la invasión tenía 65.000 habitantes, y quedan ahora menos de 25.000, además de algunos miles de refugiados de las ciudades de la región donde hay combates o que han caído bajo ocupación rusa. Alexander es uno de ellos: nos enseña fotos de su casa en Mariúpol, totalmente destrozada y nos explica que sus padres están todavía allí. El Donbás es la cuenca de minas de carbón en el Este de Ucrania, donde en el 2014 hubo un levantamiento que fue instrumentalizado por el Kremlin, que acabó ocupando buena parte de las provincias de Donetsk y Lugansk y es donde ahora están los combates más intensos: en el frente del Este.

En Dobropilia los bares y tiendas están abiertos, y las criaturas juegan en los parques a tirarse bolas de nieve. “Aquí hay más vida porque todavía tenemos una mina que funciona, y la gente todavía tiene trabajo”, comenta Natasha, una mujer robusta y seria que durante 16 años también trabajó en la mina. Fue la primera en reclamar su derecho a trabajar en la parte subterránea de las minas, que antes estaba prohibida a las mujeres como otros trabajos peligrosos.

Nos llevan a dar una vuelta por la ciudad, gris y contaminada: el viento sopla del este y lleva el polvo de las minas y la refinería de carbón sobre las casas. Está organizada en dos calles principales que fueron creciendo en torno a las minas, en los últimos 60 años. Nos enseñan la central térmica que escupe humo negro, y la mina pública que sigue en funcionamiento. “Antes se llamaba mina del Ejército Rojo y ahora le decimos, en broma, la mina Cristalina, porque en realidad es muy sucia”, dice con una sonrisa Dimitri. Todas las minas de Dobropilia pertenecían a DTK, la empresa del oligarca Rinad Ahmetov [la principal fortuna de Ucrania según la lista Forbes, que ahora apoya al gobierno de Zelenski ante la invasión]. Hace dos años la empresa abandonó cinco minas, que pasaron a ser propiedad pública y sólo se quedó la más rentable. Sólo una mina pública sigue trabajando, y en condiciones muy precarias: los mineros se quejan de que son peores que en la empresa privada. La situación en el Donbás bajo ocupación rusa, nos cuentan, es aún mucho peor, con la mayoría de minas abandonadas, inundadas e irrecuperables.

Desde el inicio de la invasión rusa han caído en la ciudad 15 misiles, los últimos hace sólo dos semanas, y eso que en Dobropilia no existe ningún objetivo militar. Tampoco hay refugios en los que esconderse: sólo los sótanos de algunos edificios de viviendas que tienen la puerta abierta señalada con un rótulo.

Como en el segundo convoy, en noviembre, los sindicatos combativos ucranianos nos han pedido de nuevo que les llevemos comida. Y no es que en Ucrania no haya suficiente ni que sea muy cara: los precios son parecidos a los de Barcelona. Pero los sueldos son mucho más bajos y ahora más aún, por los recortes que ha impuesto el gobierno al amparo de la ley marcial. Además, muchas empresas han cerrado o han realizado despidos.

Vamos juntos a un gran supermercado y hacemos la compra: 1.500 euros en productos básicos que Iniciativas Laborales distribuirá en lotes para 63 familias de la ciudad que han perdido a alguien en la lucha contra la invasión rusa. Nos despedimos entre agradecimientos y abrazos.

Con los trabajadores del ferrocarril

En autobús y en tren pasamos por Dnipró y llegamos hasta Zaporijia, que desde la liberación de Kherson el pasado verano está un poco más lejos de la línea de frente, pero igualmente sometida a bombardeos: dos días después de que marchemos, en una nueva lluvia de misiles, el Kremlin lanza hasta 20 ataques sobre la región.

La ciudad, que ha recibido cientos de miles de refugiados del Donbás este año, sigue muy tensionada. Debido a los ataques sistemáticos de Rusia contra las infraestructuras eléctricas, en las casas sólo tienen luz cuatro horas sí y cuatro no. Son las dos del mediodía y el termómetro desciende a -5 grados. Las guarderías sólo dan clases telemáticas: prácticamente no han funcionado con normalidad desde que comenzó la pandemia, en el 2020. A las nueve de la noche comienza el toque de queda.

Por ser una ciudad en la segunda línea, sus habitantes reciben una ayuda del gobierno de 800 hvrinas (unos 18 euros) mensuales. Pero el paro crece, los salarios descienden y la inflación empieza a dispararse. «Ahora tenemos miedo de ir al supermercado, porque el sueldo no nos llega por nada», nos explica Sergei Aleksandrovich, dirigente del Sindicato Independiente de Ferroviarios de Ucrania. Y es que el gobierno de Volodímir Zelenski ha decretado que los sueldos dejen de indexarse con la inflación. Sergei, que es maquinista de Ukrzaliznytsia, la empresa pública de ferrocarriles, apenas gana unos 300 euros al mes, y se trata de uno de los sueldos más altos en la compañía. «Hace diez años ganaba el triple… entonces los jóvenes querían ser maquinistas, pero ahora ya no», lamenta. Los salarios de los maquinistas están muy ligados a la distancia que recorren, y ahora por lo general los trayectos son más cortos. Natasha Savelieva, que trabaja en las cocheras, apenas alcanza los 200 euros al mes.

El último escándalo de corrupción con la compra de comida para los soldados a precios hinchados que ha hecho caer al número dos del ministerio de Defensa de Ucrania, ha vuelto a poner de relieve un problema que los compañeros de este sindicato ferroviario hace muchos años que denuncian. “No sabemos qué hace el gobierno con todas las ayudas que recibe de la UE, no sabemos dónde va a parar ese dinero… no es como vosotros que se asegura que su ayuda llega a la gente trabajadora”, nos dice el sindicalista. Con ellos vamos también a un gran supermercado de Zaporijia a comprar la comida con los 1.500 euros que les traemos: aceite, harina, azúcar, sal, galletas, pescado en conserva, leche condensada, latas de sardinas…

Los trenes son estratégicos en la defensa contra la invasión rusa: transportan todo tipo de carga hasta todos los rincones del país y son claves para evacuar a heridos y refugiados. Algunos ferroviarios murieron o quedaron malheridos en el tren en bombardeos rusos. Sergei denuncia que cuando hay problemas los conductores de tren están solos: “nadie te dice qué debes hacer si hay una alarma, si tienes que detenerte o seguir adelante, según la ley lo que pase es responsabilidad del maquinista”. Dice que teme que un día los trenes sean el objetivo expreso de los misiles rusos: «puede pasar, pero no podemos hacer nada».

  “Seguimos funcionando en plena guerra sobre todo gracias al esfuerzo de los trabajadores y trabajadoras, no por la empresa, que solo hace cosas para salir en la foto: compran locomotoras muy bonitas pero que no acaban de funcionar bien y recortan los sueldos y despiden a trabajadoras”, se queja Natasha, también dirigente del sindicato. Ella misma se está encargando del abastecimiento de las locomotoras de carbón, que han tenido que poner en marcha para cuándo cae el suministro eléctrico. Justo en el momento en que estamos hablando recibe un SMS que anuncia que le han pagado la nómina: son menos de 120 euros.

Los ferroviarios afrontan también una nueva ola de despidos. Sin dar ninguna justificación la empresa pública ha despedido a 41 trabajadores de Zaporíjia, que se quedarán sin trabajo en el mes de mayo. Sólo han podido detener uno porque se trataba de una trabajadora afiliada al sindicato. Sergei dice que ellos están dispuestos a luchar, pero que la ley no les permite intervenir si no se trata de sus afiliados. “Por los demás no podemos hacer nada, debe reclamarlo el sindicato mayoritario, pero nosotros estamos dispuestos a luchar hasta el final. A mí me han propuesto estar en el consejo regional del sindicato pero no quiero acabar corrompido como la mayoría de dirigentes de las grandes organizaciones. ¿Vosotros allí también tienen grandes sindicatos corruptos que miran más por ellos que por la gente trabajadora?”.

Al día siguiente en la pequeña oficina del sindicato en las cocheras de la estación de Zaporijia 2, los 79 afiliados vienen a recoger su paquete de comida. El reparto se realiza con toda transparencia, con una lista en la que cada uno firma al recibir la ayuda. Igor, un maquinista de 42 años que viene a por el lote nos cuenta en surgik (una mezcla de ruso y ucraniano) que tuvo que marcharse de su casa, en la localidad de Kamyanske, a unos 30 kilómetros al sur de Zaporijia , porque está bajo constantes ataques rusos, dentro del rango de la artillería del Kremlin. “Unos familiares nos dejaron un piso en Zaporijia y vinimos a vivir aquí dos semanas después del inicio de la invasión. En mi pueblo antes vivíamos 3.000 personas y ahora sólo quedan 160 que no quieren irse. Tenemos un grupo de voluntarios y cada semana les enviamos una furgoneta con comida, pero es muy peligroso. También llevamos comida para todos los perros que han quedado allí abandonados”, explica. Igor y su mujer, que trabajaba en un orfanato y ahora está en paro y sin ayuda alguna (oficialmente de vacaciones sin sueldo), saben por los que se han quedado en el pueblo que de su casa sólo quedan las paredes. Pero por lo que más temen es por sus vecinos: han perdido contacto con la parte sur de la localidad y temen que quizás les hayan deportado hacia Vasilivka, que está bajo ocupación rusa. «Si se les han llevado habrán pasado por lo que los rusos dicen el ‘filtración’, que son campos de tortura y deportación», alerta el maquinista. “Esta guerra no tiene sentido: todo esto por un régimen que ha decidido volver a poner todos los territorios de la antigua URSS bajo el yugo de Moscú y recuperar un imperio perdido. Esperamos que el pueblo ucraniano resista”.

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