Según los datos recogidos por sus biógrafos, el 20 de marzo de 1890 fue depositado en la Casa Cuna (sobre la avenida Montes de Oca en el barrio de Constitución), en una canasta, un bebé de unas tres semanas. Lo anotaron como Benito Juan Martín, nacido el 1o de marzo. Pasó los primeros siete años de su vida en un asilo de las Hermanas de la Caridad, en San Isidro. La dura vida de un huérfano no le impidió tener un carácter alegre, amable y siempre bien dispuesto.
En 1897 se presentaron en la Casa Cuna Manuel Chinchella, carbonero del barrio de La Boca, y su señora, Justina Molina, entrerriana de familia indígena, analfabeta, que estaba empleada en una fonda de mala muerte. Querían adoptar un varoncito, ya crecido, que pudiera ayudar en el trabajo de la carbonería. Sus padres adoptivos, siendo muy pobres, le dieron por fin un cariño profundo y hasta lo mandaron a la escuela hasta el tercer grado. Su crianza y educación se completó en las calles del barrio, con una barra de pibes también pobres como Benito.
Entre el carbón, el barrio y los pinceles
En 1904 la familia se instaló en la calle Magallanes al 900. En el vecindario había una intensa actividad cultural, sindical y política. Benito, en el escaso tiempo que le dejaba el trabajo de repartir carbón entre los vecinos, se sumó a la campaña del candidato a diputado del Partido Socialista, Alfredo Palacios. No tenía edad para votar, pero repartía volantes y pegaba carteles con entusiasmo. Cuando Palacios ganó la elección, todo el barrio estalló en festejos. Poco después su padre resolvió que ya era bastante adulto para acompañarlo al puerto a buscar el carbón y cargarlo hasta las casas de los clientes en la Vuelta de Rocha. Concluído el primer día, cuando se sentaron a comer, cuenta Benito que por primera vez su padre le ofreció un vaso de vino, y al terminar, un cigarrillo.
Ya había empezado a dibujar, torpemente, de manera rudimentaria, usando trocitos de carbón y restos de maderas. Lo hacía con vergüenza, a escondidas. Pero a los 17 dio un paso importante: ingresó en la Sociedad Unión de La Boca, un centro cultural vecinal donde se agrupaban estudiantes y obreros para discutir, estudiar y organizarse. Entre muchos otros, había cursos de dibujo y pintura.
Benito comenzó a aprender del pintor italiano Alfredo Lazzari, que se había radicado en La Boca y le trasmitió el gusto por lo luminoso, la frescura del color y el respeto por la libertad del arte. Allí siguió estudiando hasta los 21 años, mientras acarreaba durante doce horas las bolsas de carbón. También se dedicó ávidamente a leer en las bibliotecas de la Asociación de Caldereros y del Centro Socialista. Allí conoció el libro El Arte, del escultor francés Auguste Rodin. El puerto, sus obreros, el río con sus luces, brumas y lluvias, los barcos y las fábricas con sus chimeneas, comenzaron a tenerlo como intérprete.
El “Salón de los Recusados” y los primeros reconocimientos
Benito y sus amigos sobrevivían como podían entre La Boca y la isla Maciel. Uno de ellos era Juan de Dios Filiberto que sería célebre músico de tango. Ellos ponían en el centro de sus temas los aspectos sociales, populares y del trabajo.
Los jóvenes pintores quedaban afuera de las exposiciones del Salón Nacional, la principal galería de la ciudad, que se negaba a admitirlos. En 1914, Benito y otros lograron hacer el “Primer Salón de los Recusados”. Benito expuso dos obras, que dividieron a los críticos de los principales diarios y revistas. Pero habían logrado que comenzaran a fijarse en ellos. Al año siguiente comenzó a enseñar pintura a obreros. En 1916, por primera vez se publicó un artículo dedicado exclusivamente a su obra, en la prestigiosa revista Fray Mocho. Gracias a eso logró vender un cuadro por su firma -que aún era Benito Chinchella- como pintor. Hasta entonces, solo había tenido de comprador a algún conocido del puerto, más por curiosidad o amistad. Caras y Caretas publicó una reproducción de uno de sus cuadros.
Comenzaba su despegue, que dejaría atrás las bolsas de carbón. Pero el pintor que se haría célebre en el país y en el mundo siguió siendo esencialmente un hombre humilde, absolutamente solidario, simple y atento. Su enorme talento y su trato con las élites sociales y políticas nunca se le subieron a la cabeza ni lo alejaron de sus amistades y el barrio de siempre.
Ya becado por la Academia Nacional de Bellas Artes, fundó con sus amigos la Sociedad Nacional de Artistas Pintores y Escultores. A medida que fue haciendo cuadros más grandes y murales, adoptó definitivamente la espátula en vez del pincel.
En noviembre de 1918 hizo su primera exposición individual, con cuarenta y ocho obras, en la prestigiosa Galería Witcomb de la calle Florida. Fue un éxito total y vendió de inmediato diez obras. El 1919 la aristocracia porteña le abrió las puertas del Jockey Club. Y banqueros, terratenientes y oligarcas de todo tipo se tuvieron que mezclar con la “plebe”, carboneros, navegantes, estibadores, vagos del puerto y toda la barra de seguidores y amigos de Benito, quien exigió que entre piezas clásicas de Schubert o Beethoven se pasara como música de fondo a su amigo Filiberto.
Los viajes por el mundo
En la década del veinte ya sería un pintor importante. En un trámite ante un juez adoptó su nombre definitivo, Benito Quinquela Martín. En 1921 comenzó a viajar, lo que hizo durante diez años. Triunfó en Río de Janeiro y al año siguiente en Madrid. Allí rechazó una condecoración, alegando que se consideraba un pintor de La Boca, que mantenía su condición de carbonero del puerto. Pero pudo volver con algún dinero, lo que le permitió comprar por fin la casa que habitaban sus padres, cerrar la carbonería y darles una tranquilidad económica.
Luego fue aclamado en París. En Nueva York, su obra fue vista por un magnate de la industria siderúrgica. Quinquela ya había incorporado los temas del fuego y los altos hornos, que había conocido visitando la fundición La Cantábrica de Morón. El magnate le pidió que pintase murales en sus empresas, pero lo rechazó, sugiriéndole que buscara artistas locales. Hizo una breve visita, también exitosa, a Cuba.
En junio de 1928, al volver de Estados Unidos, el presidente radical Marcelo T. de Alvear, a quien contaba entre sus amigos, le hizo un banquete en su honor en el Salón Verdi, de La Boca. Junto a altos funcionarios de todo el país, artistas e intelectuales conocidos, disfrutaron comiendo y bebiendo los compañeros de Benito, hubo desfile de antorchas de vecinos y los bomberos voluntarios velaron por la seguridad en la fiesta. Alvear le compró una obra para regalársela al Príncipe de Gales.
Poco después visitó las principales ciudades italianas. El rey Vittorio Emmanuelle III se deshizo en elogios y su jefe de gobierno Benito Mussolini le compró una de sus obras. El propio papa Pío XI lo invitó a recorrer la colección de obras del Vaticano.
En 1930 fue a Londres, y no viajó más al extranjero. Insistía en que sus lugares eran el puerto y La Boca, y no le gustaba dejar a su madre sola, quien lo extrañaba mucho en sus ausencias. Siguió presentando sus pinturas en las distintas provincias.
Una persona más grande aún que el pintor
Por sus cuadros, es uno de los pintores más populares de la Argentina. Pero al mismo tiempo fue una persona de enorme bondad. Impulsó y protegió a amigos, intelectuales y artistas. Entre otras muchas iniciativas -algunas ya las nombramos- impulsó la Peña del Tortoni, centro de la intelectualidad porteña en los años 30. Y a medida que tuvo dinero, comenzó a hacer donaciones en su querido barrio. La escuela-museo (inaugurada en 1936), el lactario, la Escuela de Artes Gráficas, el centro odontológico, el Teatro de la Rivera, entre otras.
A los 84 años, luego de sufrir un ataque de apoplejía, en 1974, se casó con su secretaria y compañera de toda la vida, Alejandrina Marta Cerruti. En 1977 falleció, en Buenos Aires, y fue enterrado en la Chacarita, en un ataúd de colores alegres que ya tenía pintado desde tiempo atrás.
Como ante cualquier artista, no todos gustan de su obra, y también tuvo críticas desfavorables. Pero el pintor-carbonero tiene un lugar entrañable en la galería de los hombres de bien. En el 2000, en homenaje a los 110 años de su nacimiento, se hizo una exposición en el Palais de Glace en Buenos Aires que fue una de las más convocantes en la historia del país, con más de 400.000 visitantes.
Un hecho curioso
En 1936, Quinquela dedicó el cuadro “Día luminoso” al club River Plate, por la obtención del campeonato. Al año siguiente pintó otro festejo de campeonato de principios de siglo. En la confitería del Monumental de Núñez hay un enorme mural con la primera cancha junto al Riachuelo, pintado también en 1937.
¿Era hincha de River? No lo sabemos. De lo que no hay dudas es que amaba la Boca. El club River nació en 1901, en La Boca, y se dice que el joven Benito era amigo de sus fundadores.
La Orden del Tornillo
Siempre dispuesto a la broma y al buen humor, en 1948 Quinquela formó junto a amigos y distintas personalidades una “orden” que premiaba la “locura” de las personas que se dedicaban a respetar “la verdad, el bien común y la belleza del espíritu”. Tomando la expresión de que “a los locos les falta un tornillo”, la integración a la orden se simbolizaba, en medio de una alegre comida de fideos, con la entrega de un tornillo de buen tamaño y el pedido de no abandonar nunca su locura.