En 1986, con Alfonsín de presidente, el Congreso dio forma a la Ley de Punto Final. El gobierno radical cedía a la presión castrense de terminar los juicios contra los responsables de la dictadura militar y sus crímenes. La nueva ley establecía un plazo legal máximo de 60 días para presentar nuevas causas, caso contrario estas prescribirían. Pero la maniobra legal fracasó: se presentaron miles de nuevos casos y las citaciones de milicos a declarar crecían día a día.
Fue en ese marco que se dio el disparador de la crisis: la negativa del mayor Barreiro (represor de Córdoba, acusado de varios casos de torturas y asesinatos) a presentarse a declarar y su posterior pedido de detención por parte de la justicia. Si bien la rebelión comenzó en el Tercer Cuerpo de Ejército de Córdoba, Campo de Mayo rápidamente se convirtió en el epicentro donde las tropas sublevadas, dirigidas por el teniente coronel Rico, se distinguían por sus rostros pintados con betún (al estilo de comandos de combate) de allí su nombre: “los carapintadas”. Enfrentados con la plana mayor del ejército, les exigían a los mandos superiores ponerse al frente de una “solución política definitiva a las secuelas de la guerra contra la subversión” (Noticiero de canal 7, 17 de abril de 1987). La reacción popular fue rápida y enérgica. En el Congreso primero y en la Plaza de Mayo después, unas doscientas mil personas se reunieron gritando “abajo los milicos”, “viva la democracia” y “¡Paredón, paredón / a todos los milicos / que vendieron la nación”. Miles se acercaban desde el conurbano bonaerense. Los colectivos repletos circulaban sin cobrar boleto. La CGT fue parte de la convocatoria y llamó a un paro general para el lunes 20. Mientras en Campo de Mayo un grupo de oficiales y suboficiales mantenía el acuartelamiento, en las afueras las puertas eran copadas por una legión de manifestantes que no paraban de llegar e insultaban a rabiar a los carapintadas. Tan grande fue el repudio que por el cuartel desfilaron jueces, diputados y diversas personalidades políticas del radicalismo y el peronismo tratando de calmar los ánimos y evitar que la multitud se metiera dentro del propio cuartel de los sublevados (“si se atreven, les quemamos los cuarteles”, se escuchaba gritar). El conflicto se extendió durante los cuatro días de Semana Santa, con idas y venidas de distintos funcionarios del gobierno que buscaban negociar con los carapintadas, pero ellos no deponían su actitud. Mientras tanto, una movilización de cientos de miles permanecía en las calles, plazas y puertas de cuarteles.
La traición alfonsinista
Las negociaciones “tras bambalinas” fueron dando sus frutos. El domingo 19, con la plaza repleta y con Campo de Mayo sitiado por la muchedumbre, el presidente Alfonsín junto con el Partido Justicialista, el Partido Intransigente, el PC y otros firmaron el Acta de Compromiso Democrático(*). Sólo el MAS y las Madres de Plaza de Mayo se negaron a firmar el acta y se retiraron de la plaza denunciando la traición. ¿Qué había pasado? Era la entrega en bandeja de todos los pedidos que hacían los militares y el intento del gobierno y sus socios de desmovilizar a un pueblo que se había lanzado decidido a las calles para derrotarlos.
En ese momento, los centenares de miles que esperaban en la Plaza de Mayo desconocían todo esto. Más aún: no entendían porque las masivas columnas del MAS se retiraban de la plaza y muchos incluso los insultaban por hacerlo. La verdad se conocería a las pocas horas.
Alfonsín viajó a Campo de Mayo y le presentó a Rico y sus sublevados el Acta, pactando con ellos. Era la traición más grande que había sufrido el pueblo argentino desde la vuelta de la democracia: un gobierno constitucional con el pueblo en las calles repudiando a los militares, arreglaba con un grupo de sediciosos a espaldas de la gran movilización que se estaba dando.
A Alfonsín sólo le restaba volver a la Plaza y comunicar la rendición: “Y hoy podemos dar todos gracias a Dios. La casa está en orden y no hay sangre en la Argentina. Le pido al pueblo que ha ingresado a la Plaza de Mayo que vuelva a sus casas a besar a sus hijos y a celebrar las Pascuas en paz en la Argentina”. En la propia plaza se escucharon los primeros silbidos, mientras otros en silencio no entendían que estaba pasando. Al día siguiente, al conocerse en los diarios las condiciones del Acta de Compromiso Democrático y del acuerdo Alfonsín-Rico, muchos le dieron la razón al MAS y a las Madres de Plaza de Mayo. Alfonsín le había tenido más miedo al pueblo movilizado que a los militares y por eso prefirió ceder ante sus reclamos. Poco después, la vergonzosa ley de Punto Final era “completada” con la de Obediencia Debida. Solo faltaría que llegara Menem con sus indultos para que la impunidad apareciera completa.
Treinta años después, gracias a la constante movilización popular de la cual fuimos y somos parte, esas leyes de impunidad de Alfonsín junto a los indultos de Menem, fueron derrotadas. Los militares genocidas no zafaron de ser enjuiciados, aunque muchos de ellos todavía no fueron condenados y otros gozan de los privilegios de la prisión domiciliaria. La lucha por memoria, verdad y justicia, y la exigencia de juicio y castigo a los militares genocidas y sus cómplices sigue vigente, como lo acabamos de comprobar una vez más el pasado 24 de marzo.
*Acta de Compromiso Democrático El acta fue un pedido expreso de los militares y que se acordó con el apoyo de todos los partidos políticos –excepto el MAS-, sindicalistas y empresarios. Garantizaba la impunidad y cedía a la mayoría de los pedidos planteados por los militares, siendo la antesala de la posterior ley de Obediencia Debida.
Nuestra posición en 1987
Desde antes de la sublevación militar, el viejo MAS (partido antecesor de Izquierda Socialista) venía denunciando las capitulaciones del gobierno de Alfonsín a los militares con el acuerdo del peronismo. La Ley de Punto Final fue una gran concesión al pedido militar, que no resultó suficiente. “Por eso se sublevaron, los agrandó el gobierno con sus permanentes concesiones. Los agrandó el Papa que vino a predicar la reconciliación. Y ellos se sublevaron para no permitir que ni siquiera uno sea juzgado o castigado”. (Alternativa Socialista, 24 de Abril de 1987) Y el tiempo nos daría la razón con las posteriores sublevaciones de 1988 y 1990.
Durante el levantamiento nuestra respuesta política fue clara y concisa: era necesario movilizarse hasta derrotar la intentona militar. En los lugares donde interveníamos sindicalmente organizamos asambleas masivas, que expresaban el repudio a la asonada militar. Así se hizo en Acindar, Astilleros Domec, escuelas, universidades y barrios. Planteábamos acompañar el paro convocado por la CGT dándole un carácter activo, con el grueso del movimiento obrero organizado en las calles y no ceder a los militares, exigiendo juicio y castigo, hasta que el último milico sea juzgado en tribunales civiles.
El domingo 19 en una plaza de Mayo colmada, le pedimos a Alfonsín que con él a la cabeza, deberíamos marchar todos a los cuarteles para liquidar la sublevación, empleamos la consigna “vamos todos” . Nos retiramos de la plaza, en donde teníamos una enorme columna, cuando la traición era inminente. La historia es conocida: a espaldas de la movilización y con el acuerdo de radicales, peronistas, el PI y el PC, se arregló la “rendición” de los carapintadas accediendo a la mayoría de sus pedidos, como la Ley de Obediencia Debida votada apenas semanas después del levantamiento carapintada.
Las leyes de la impunidad: Punto Final y Obediencia Debida
Así se conoció a estas leyes, legisladas a pedido de los militares durante el gobierno de Alfonsín y con acuerdo de los partidos patronales. La de Punto Final (Ley 23.492), fijaba un plazo de treinta días luego de promulgada la ley, tras el cual caducaba el derecho a reclamar justicia. La Ley de Obediencia Debida establecía que los delitos cometidos por los miembros de las Fuerzas Armadas cuyo grado estuviera por debajo de coronel no eran punibles, por haber actuado en virtud de la denominada “obediencia debida” según la cual los subordinados se limitaban a obedecer las órdenes de sus superiores.