Escribe Mariana Morena
El único modo de homenajear a Rosa Luxemburgo es seguir preparando la revolución a la que ella dedicó su vida. Nació en 1871 en Polonia bajo la dominación del regimen zarista ruso. Pertenecía a una familia de comerciantes judíos. Cuando tenía 15 años comenzó su militancia en el partido revolucionario Proletariat.
Tenía plena conciencia de la discriminación a la que estaba sometida por su condición de mujer, judía y polaca, pero no se dejó doblegar. Luchó por el socialismo, que iba a acabar con toda opresión, explotación y genocidio. Su apuesta por el socialismo y su confianza en la clase trabajadora como pilar de la victoria final de la revolución eran indiscutibles. “Si no se avanza hacia el socialismo solo queda la barbarie”, afirmaba. Y se preguntaba “¿acaso hay más patria que las masas de trabajadoras y trabajadores?”, desde el hondo sentido humanitario que inspiraba su arrolladora militancia revolucionaria.
De Varsovia pasó clandestinamente a Zürich, donde fue una estudiante destacada y se vinculó al movimiento de socialistas polacos en el exilio, en el que conoció a quien sería varios años su compañero, Leo Jogiches. Una vez en Berlín, ingresó al SPD, donde se vinculó con Clara Zetkin y se convirtió en líder de su ala izquierdista. Fué una gran luchadora feminista, por el voto universal y contra el feminismo burgués. En 1910, en la II Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas, impulsó el 8 de marzo como Día Internacional de la Mujer Trabajadora en memoria de las trabajadoras textiles que murieron carbonizadas en Nueva York luchando por mejores salarios y jornadas de menos de diez horas.
Rosa se destacó como teórica marxista, aguda polemista y como agitadora de masas que lograba conmover a grandes auditorios obreros. Escribió libros y fue redactora de periódicos y folletos. No temió involucrase en los grandes debates marxistas de la época. Así, refutó la tendencia revisionista de Bernstein en el libro “Reforma o revolución”, de 1899, donde planteó la vigencia de la revolución y la lucha de clases frente al logro de conquistas obreras por medio de la democracia parlamentaria. En 1905, al estallar el “ensayo de revolución” en Rusia, criticó equivocadamente las concepciones de “centralismo democrático” del partido revolucionario y “dictadura del proletariado” que defendía Lenin, así como su postura sobre la cuestión nacional. Sin embargo, en 1917 apoyó a los bolcheviques en todas las cuestiones fundamentales y fue una firme defensora de la revolución rusa.
Lenin dijo de ella que era representante del “marxismo sin falsificaciones”.
Ante la inminencia de la primera guerra dio una feroz “guerra a la guerra” contra la claudicación de la socialdemocracia (“un cadáver putrefacto”) y la Segunda Internacional al apoyar a sus propias burguesías, y agitó por la objeción de conciencia contra el servicio militar. Esto le valió la cárcel durante los cuatro años que duró la guerra, de la que salió para unirse a sus compañeros de la Liga Espartaco en las jornadas revolucionarias de noviembre y diciembre de 1918. La tardía fundación del Partido Comunista Alemán no la hizo dudar sobre la feroz contraofensiva que preparaba el gobierno socialdemócrata frente a la falta de una dirección revolucionaria para las masas movilizadas y sus organismos. Pero permaneció en su trinchera de lucha hasta el final. El 15 de enero de 1919 fuerzas paramilitares la secuestraron y mataron salvajemente en Berlín junto con Liebknecht, arrojando su cuerpo a un canal. El congreso de fundación de la Tercera Internacional los declaró sus mejores representantes. Los socialistas revolucionarios reivindicamos una vez más la lucha apasionada e inclaudicable de la Rosa Roja y, en nombre de la revolución, con ella seguimos afirmando: “¡Yo fui, yo soy, yo seré!” (*).
(*) Del último texto de Rosa Luxemburgo, “El orden reina en Berlín”, redactado pocas horas antes de ser secuestrada y asesinada.