Sep 03, 2024 Last Updated 8:26 PM, Sep 3, 2024

Escribe Reynaldo Saccone, ex presidente de Cicop

María Correa, inmigrante colombiana diabética de 73 años fue llevada por la ambulancia al hospital. En su casa de Queens, donde vivía desde hacía 20 años, sintió fiebre y dificultad respiratoria. Sus familiares la buscaron luego durante una semana y ni el hospital, ni los bomberos ni la policía sabían de ella. Finalmente, apareció en la morgue con el nombre cambiado por confusión de los paramédicos. Esta escena muestra la situación caótica que la epidemia ha creado en el país imperialista más poderoso del planeta.

En los Estados Unidos se han producido hasta la fecha cerca de 400.000 casos de COVID 19 de los cuales murieron 13.000. Solo en el estado de Nueva York se han acumulado 140.000 casos y 5500 muertes mientras que, en Queens, un barrio de inmigrantes, hubo 23.000 casos. Con estos números, Estados Unidos encabeza la triste procesión de las víctimas de la pandemia.  Cifras que cobran su verdadera dimensión si las comparamos con las cantidades del mundo: cerca de 1.400.000 infectados y 74.000 muertos.

¿Cómo se pudo llegar a esta situación?

El gobierno de los Estados Unidos es el máximo responsable. Donald Trump minimizó en todo momento la importancia de la epidemia. Más aún, se desecharon los informes que alertaban el problema. Se sabe ahora que el principal asesor comercial de la Casa Blanca, Peter Navarro, había advertido en términos crudos sobre cuán mortal y económicamente devastador podía ser el brote del nuevo coronavirus para Estados Unidos.

En los comienzos de la epidemia, la dictadura capitalista china hizo callar a Li Wengyang, el médico que descubrió la nueva enfermedad y aún está desaparecida la Dra. Ai Fen, su colega, que difundió la existencia de la virosis. Instalada ya la epidemia, la dictadura se reacomodó y, con sus métodos brutales, adoptó medidas severas para frenarla. Trump, en cambio, acompañado por el hoy infectado premier británico Boris Johnson, planteó con claridad que era necesario preservar la economía y se negaron -ambos- a tomar las medidas necesarias para preservar la salud de la población. Recién cuando la presión de los gobernadores se hizo insostenible, Trump se avino en forma parcial a tolerar las cuarentenas y otras medidas que tardíamente se establecieron en 39 de los 50 estados y que no lograron frenar la expansión de la virosis por todo el país.

La presión popular

Los gobernadores reflejaron en forma más directa la profunda inquietud, que el avance de la epidemia producía en amplios sectores populares en sus respectivos estados. En Chicago hubo denuncias públicas porque los afroamericanos que son el 30% de la población, constituían el 60% de los infectados. En otros estados los médicos de las emergencias y las enfermeras -que en muchos casos están haciendo frente a la oleada de pacientes con coronavirus y a la escasez de equipos de protección, están descubriendo que se les está reduciendo los adicionales. Muchos trabajadores de la salud son contratados por empresas de trabajo temporario y estas compañías están reduciédoles el salario, haciendo recaer sobre ellos la presunta pérdida por la suspensión del trabajo no urgente. La empresa Alteon Health, una de las principales contratistas de médicos y enfermeras, publicó un memorando el lunes 30 de marzo en el que informaba que "la empresa reduciría la cantidad de horas de trabajo de los médicos, los salarios del personal administrativo en un 20%" y que suspendería los planes 401k (ahorro jubilatorio previo), las bonificaciones y el salario vacacional".

Otra presión que han recibido los gobernadores es la que ejerce la comunidad científica. La más antigua y prestigiosa revista médica de los Estados Unidos, New England Journal of Medicine, que venía haciendo campaña por una política más agresiva del gobierno, publicó el 1 de abril un editorial con el provocativo título de “Como eliminar la epidemia en diez semanas” que contempla, en primer lugar establecer una conducción única que centralice todos los recursos sanitarios del país, cuarentenas estrictas, protección del personal de salud, puesta a disposición del poderío industrial para producir insumos médicos, subsidio y protección a los necesitados y, finalmente, investigar sobre la marcha remedios y vacunas. Un programa opuesto al de Trump.

¿Por qué no se pueden tomar las medidas necesarias para aplastar la pandemia?

Simplemente, porque en el capitalismo, la economía no puede parar de producir ganancia para el capital. Los grandes monopolios multinacionales y la gran burguesía de cada país no pueden dejar de ganar. Por eso presionan constantemente, de distintas maneras, para seguir funcionando más allá de cuantas víctimas se produzcan. Esta dinámica imparable, también,  genera roces interburgueses entre los imperialistas como la lucha por los cargamentos de barbijos o de kits diagnósticos que se arrebatan entre sí en los aeropuertos o las puertas de las fábricas chinas. Esa misma dinámica capitalista de búsqueda irrefrenable de ganancia hace imposible un acuerdo de los grandes institutos científicos de los países más adelantados para buscar de manera colaborativa una vacuna y remedios para esta enfermedad. Cada monopolio farmacéutico quiere producirla por sí mismo y así aumentar sus ganancias. Por estas razones, porque vivimos en un régimen capitalista, no se puede resolver de fondo la pandemia si no se cambian las relaciones de propiedad capitalista, de los monopolios y la gran burguesía, hoy día el mayor obstáculo para derrotar la pandemia. 

En medio de la pandemia, los trabajadores y pueblos del mundo sufren contagios y muertes, despidos y más pobreza. Los gobiernos imperialistas y capitalistas, sean del color que sean, siguen aplicando ajustes brutales. Algunos de ellos empiezan a postular un “capitalismo ético” para evitar una catástrofe mayor. Cada vez se hace más evidente que la alternativa es socialismo o barbarie capitalista.

Escribe Francisco Moreira

“El mundo quedará absolutamente transformado”. Esta frase profética la dijo Martin Wolf, columnista estrella del más importante diario financiero del mundo, The Financial Times. Es que ya a nadie se le escapa la gravedad de la crisis capitalista,  profundizada por la pandemia del coronavirus Covid-19.

Hoy millones de personas están viviendo en cuarentena. Se superó ya largamente el millón de infectados y hay casi 100.000 muertos en el mundo, lo que puso en evidencia el colapso de los sistemas de salud tras años de políticas de ajuste y recortes presupuestarios por parte de todos los gobiernos.

La Organización Internacional del Trabajo (OIT), a comienzos de la pandemia, había anunciado que en el mundo habría 25 millones de nuevos desempleados por la profundización de la crisis económica. El cálculo que hace ahora es que se perderán entre 195 y 230 millones de puestos de trabajo (solo en Estados Unidos ya se reportaron casi 10 millones). Los despidos y suspensiones instrumentados por las empresas para sostener sus márgenes de ganancia aumentan la pobreza y dejan desamparados a millones de trabajadores y sus familias en medio de la pandemia.

Ante tamaña crisis algunos gobernantes y sus voceros han ido a criticar a los líderes del mundo “por sus errores” y se han apresurado a anunciar que, de continuar este “capitalismo salvaje” es inevitable un horizonte catastrófico para la humanidad. El mismo Wolf afirma que “millones de personas van a estar en la más desesperada situación social, económica y psicológica” y prenuncia “una catástrofe de la que acaso no nos recuperemos realmente por décadas”. En contrapartida, postulan la necesidad de un “capitalismo ético”.

Los gobiernos capitalistas siguen aplicando brutales ajustes

Pero la experiencia de los pueblos del mundo informa que el “capitalismo ético” no existe más que en la cabeza de quienes lo postulan. Desde comienzos de 2019 había una oleada de luchas de los pueblos del mundo contra los paquetes de ajuste y recortes en derechos democráticos, instrumentados por los gobiernos imperialistas y capitalistas. La irrupción de la pandemia aumentó el descrédito de los gobiernos porque, pese a sus diferencias, todos siguen empeñados en aplicar paquetes de ajuste. Quienes claman por un “capitalismo ético” donde, por ejemplo, “el FMI preste ayudas económicas”, ya recibieron su respuesta: “El FMI está para proteger el estado de la economía mundial”. Es decir, va a seguir saqueando a los países pobres del mundo.

No hay “errores”. Detrás del ocultamiento inicial de la epidemia por parte de la dictadura capitalista china o su negación por los gobiernos imperialistas, como el de Trump o Boris Johnson (Gran Bretaña), hay una raíz común: mantener las políticas de saqueo, ajuste y explotación capitalistas. Es la misma política que adoptaron gobiernos como el del reaccionario Bolsonaro. También es la política que intentan esconder detrás de su doble discurso gobiernos “progresistas”, como el de Alberto Fernández, que afirman la necesidad de “conciliar la economía con las cuarentenas” mientras permiten despidos, suspensiones y no detienen la sangría de las deudas externas.

Hay una salida: que la crisis la paguen los capitalistas

Desde la izquierda decimos que hay una salida posible para los trabajadores y pueblos del mundo, que no están condenados de antemano a sufrir los efectos de la crisis. Llamamos a retomar las luchas y rebeliones contra los planes de ajuste que aplican los gobiernos imperialistas y capitalistas. Decimos ¡que la crisis la paguen los capitalistas, no los trabajadores!

Resulta cada vez más necesario y urgente impulsar un plan global de emergencia anticapitalista y socialista. Exigir fondos de emergencia sanitaria, que salgan de altos impuestos progresivos a los grupos empresarios, al capital financiero y que se dejen de pagar las deudas externas. Que se aumenten los presupuestos de salud para atender la emergencia sanitaria. Es necesaria una reorganización general de la producción en función de las necesidades de la emergencia sanitaria bajo control obrero.

Que las empresas y los de arriba se hagan cargo de la crisis del coronavirus. Ningún despido o suspensión y que nadie se quede sin su salario durante la cuarentena. Reparto de las horas de trabajo disponibles entre todos los trabajadores. Implementación de un seguro al desocupado y al monotributista.

No existe en el mundo ningún gobierno imperialista o capitalista que esté dispuesto a llevar este programa hasta el final. No existe un “capitalismo ético”. Por eso, ante el desastre provocado por los ajustes y recortes aplicados por los gobiernos de todo el mundo se impone luchar por gobiernos de trabajadores que den urgente respuesta a las necesidades populares. Más que nunca la alternativa es socialismo o barbarie capitalista.

Escribe Adolfo Santos

La pandemia causada por el Covid-19 está generando nuevos escenarios políticos. Aunque tendremos que aguardar el fin de esta crisis para poder sacar mejores conclusiones, es evidente que, más que en épocas normales, los gobiernos y sus políticas son colocados bajo la lupa por las consecuencias que acarrean. Algunos datos que recibimos de los Estados Unidos, aunque en pequeña escala, nos permiten percibir que, a pesar del confinamiento, existe un movimiento de protesta, sobre todo en defensa de la salud y de la vida de la población trabajadora.

No es que antes de esta crisis no haya habido conflictos. Recordemos la histórica huelga de los trabajadores de General Motors en 2019, o la de los docentes. Más recientemente, los mineros del cobre de Asarco, en los estados de Texas y Arizona, estuvieron en huelga varios meses, también los estudiantes de posgrado de la UC Santa Cruz, en California, y los hoteleros de Chicago. Pero lo que a la distancia se puede observar en estos momentos es una extensión de la protesta a amplios sectores que se manifiestan contra las pésimas condiciones de trabajo, que no garantizan la seguridad sanitaria.

La extensión desmedida alcanzada por el coronavirus en los Estados Unidos por la política del “negacionista" Trump, que demoró en tomar los recaudos a tiempo, generó una gran reacción. Las huelgas y acciones de protesta adoptadas por los trabajadores que tomaron conciencia del peligro fueron en aumento. El martes 24 de marzo, después de que un mecánico dio positivo en el test de coronavirus, más de la mitad de los trabajadores de Bath Iron Works, un astillero de Maine, no fueron a trabajar y le exigieron a la empresa que tome medidas de seguridad.

Hay muchos relatos sobre este movimiento. En Warren, Michigan, los trabajadores se retiraron de una planta de camiones de Fiat-Chrysler porque no había agua caliente para lavar los platos. En Alberta los conductores de autobuses de Birmingham se declararon en huelga por la falta de protección contra el coronavirus ante el riesgo de transportar pasajeros infectados. Los choferes de Detroit hicieron un paro por la misma razón. Los trabajadores de la sanidad de Pittsburgh, Pensilvania, pararon preocupados por la pandemia. Otro tanto hicieron los camioneros de Memphis y los farmacéuticos de West Virginia, los repartidores de alimentos y de Amazon, los de los supermercados Whole Foods, o los carpinteros del área de Boston, que organizaron un paro el 7 de abril. A esto le podríamos agregar los cacerolazos de las protestas en Nueva York.

Para algunos, aún puede ser un movimiento pequeño para conmover al gobierno de Trump, sin embargo, creemos que puede tener mucha importancia en la post pandemia. Como en toda gran crisis, los millonarios han acudido rápidamente a apoderarse de los miles de millones que el gobierno republicano ha colocado a disposición para paliar los efectos del coronavirus. Sin embargo, los Estados Unidos saldrán de esto con uno de los mayores ejércitos de desocupados, subocupados y precarizados, que exigirán empleo, salario y servicios sociales. Es evidente que los ricos, que se adueñaron de los créditos oficiales, destinarán una porción ínfima de ese dinero para atender a los trabajadores. En ese marco, la protesta puede aumentar y no debemos descartar que el coronavirus acabe actuando como verdadero motor de la lucha de clases en los Estados Unidos.

 

En las últimas semanas la crisis política en Brasil se ha venido agudizando. Bolsonaro intentó desplazar al ministro de Salud Luiz Henrique Mandetta, pero finalmente debió dar marcha atrás ante la presión dentro  del propio gobierno. La designación del general Walter Braga Neto como ministro de la Casa Civil refuerza la idea de una creciente influencia del sector militar en el gobierno. Tanto es así que algunos analistas políticos se preguntan quién gobierna realmente.

Escribe Adolfo Santos

El debilitamiento de Bolsonaro es evidente. En su último pronunciamiento público, presionado por el rechazo a sus propuestas, tuvo que ser menos ofensivo. Es la crisis de un presidente aislado. De los líderes mundiales “negacionistas” es el único que continúa minimizando la gravedad de la pandemia. Mientras Trump, su gurú, comienza a hacer importantes inversiones para evitar la crisis social, Bolsonaro sigue sin darle importancia al problema y amenaza permanentemente en decretar el fin de la cuarentena establecida por los gobernadores.

No es casual que los cacerolazos continúen en todo el país que, desde el 18 de marzo, no han dejado de crecer. El más grande fue el día que hizo su pronunciamiento público. Esa indignación también se expresa en las encuestas. El 42% considera a la gestión del presidente “ruin o pésima” y, por primera vez, el apoyo quedó por debajo de 30 por ciento. Lula, el PT y otros opositores salieron a plantear la renuncia del presidente, más allá de que no empujen ninguna medida para llevarla adelante. Bolsonaro tuvo que reconocer que no tiene el apoyo necesario para decretar la reapertura del comercio. El gobierno quería insuflar a su base alegando que la población pasaba hambre por causa de la cuarentena, que no la deja salir a trabajar. Sin embargo, importantes sectores comienzan a ver que el gobierno no hace nada para acabar con el hambre pero, mientras tanto, sigue creciendo el número de muertos e infectados por el coronavirus.

Las medidas de ajuste no pararon

Apoyadas en medidas provisorias editadas por el gobierno para unificar a la patronal detrás de sí, las empresas vienen proponiendo reducción de sueldos, suspensión de contratos y de aportes laborales. Ahora están preparando un proyecto para atacar a los servidores públicos con un recorte salarial. En vez de atacar a los banqueros y grandes empresarios, el gobierno avanza con una campaña para exigir el sacrificio de los empleados públicos que, supuestamente, estarían ganando mucho.

Aún no ha surgido una oposición con una política alternativa capaz de enfrentar al gobierno. Los gobernadores de San Pablo y Río de Janeiro, dos figuras nefastas de la derecha brasilera, antiguos aliados de Bolsonaro, apenas se han despegado de él para evitar hundirse juntos. Las principales centrales sindicales no van más allá de notas críticas, no organizan una lucha consecuente, inclusive, en algunos casos han hecho acuerdos con las patronales para reducir los salarios. En muchos lugares, sobre todo en los hospitales, sectores de base se han organizado por fuera de los sindicatos para defender sus derechos y la protección de la salud en el trabajo.

En este marco, la pequeña central sindical CSP Conlutas consiguió en la importante región del Valle de Paraíba/SP que el 80% de los trabajadores permanezcan en sus casas sin reducción salarial. Los compañeros de la Corriente Socialista de los Trabajadores (CST), sección hermana de Izquierda Socialista, que forman parte de esa central, manifestaron: “Es fundamental organizar la lucha contra el ajuste del gobierno y los patrones, del colapso de la salud pública y de las condiciones de trabajo. Es necesario movilizarnos, independientemente de estar en cuarentena. Esa es la única forma de derrotar los ataques. En ese proceso debemos exigir la suspensión del pago de la deuda y la aplicación de impuestos a las grandes fortunas para volcar esos fondos a la salud pública y demás necesidades populares y continuar luchando por fuera Bolsonaro”.

 

Escribe Rainier “Oso” Ríos, dirigente del MST, sección chilena de la UIT-CI

Piñera respiró aliviado al saber que el coronavirus había entrado en el país. Desde el 18 de octubre del año pasado su gobierno no lograba detener la crisis política abierta por masivas manifestaciones. Marzo prometía no ser un mes tranquilo: el día 8, con cuatro millones de mujeres en las calles del país, volvió a calentar los motores de la protesta.

Correctamente, las asambleas territoriales y la primera línea, las organizaciones feministas y estudiantiles, junto con otras organizaciones sociales, decidieron suspender las manifestaciones para poner todos los esfuerzos en superar la pandemia. Piñera, por su parte, ha tratado de aprovechar la tragedia para rearmar su tambaleante gobierno. La suspensión de las movilizaciones, sin embargo, no promete un panorama alentador para el capitalismo chileno. El colapso del sistema de salud se acerca a pasos agigantados, mientras suben los contagios y escasean insumos e infraestructuras médicas. Décadas de privatizaciones y bajos presupuestos han preparado la debacle de una salud pública que se cae a pedazos. Enfermarse y no tener atención médica, ver morir a familiares por falta de respiradores, no hacen buena combinación con un pueblo que ha sostenido por meses la lucha contra el gobierno.

Como telón de fondo, economistas patronales y autoridades del gobierno vaticinan que la crisis económica recién comienza a mostrar sus garras. En el mejor de los casos, dicen, será parecida a la crisis de comienzos de la década del 80, la misma que provocó la ola de descontento contra la dictadura de Pinochet. Pronóstico nada alentador para un gobierno formado por defensores públicos del dictador.

Pandemia, desastre del sistema de salud, despidos masivos y reducciones de salarios servidos en el plato profundo de la desigualdad en Chile. Acompañados, como no, de la privatización de derechos sociales básicos, jubilaciones de miseria y una constitución impuesta a sangre y fuego por Pinochet. “Si no hay para los pobres, no habrá paz para los ricos”. A cuadras de la Moneda esta frase pintada le recuerda al presidente que el pueblo al que no ha podido derrotar comienza a sufrir nuevas penurias. Piñera respira aliviado… mientras come de un plato que, sabe, no podrá terminar.

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