Jul 19, 2024 Last Updated 5:27 PM, Jul 19, 2024

Izquierda Socialista

Redacción de Izquierda Socialista y de El Socialista

Escribe Mariana Morena

La masificación del reclamo por el juicio y castigo a los militares asesinos hizo que Alfonsín tomara la “causa democrática” como un eje de campaña. A cinco días de asumir, en diciembre de 1983, creó la Conadep para investigar las violaciones a los derechos humanos del Proceso.

Se trató de una comisión de “personalidades” sin atribuciones para citar a militares, lo contrario de lo que se reclamaba, que era una comisión independiente compuesta por los organismos de derechos humanos con amplias facultades para investigar y obligar a comparecer a los genocidas. Alfonsín trató también de que los militares “se juzgaran a ellos mismos” en el fuero militar. Recién después del fracaso de ese intento comenzaría el juicio a las juntas, donde Videla y Massera fueron condenados a perpetua, un triunfo importante pero parcial de la lucha popular.

El Punto Final y la Obediencia Debida

Pero no era intención de Alfonsín seguir avanzando más allá del juicio a los altos mandos militares. En 1986, hizo aprobar la Ley de Punto Final, con un plazo de 60 días para presentar nuevas denuncias, pasado el cual las causas prescribían, violando el derecho internacional que encuadra el genocidio como delito de lesa humanidad y por tal motivo imprescriptible. Sin embargo, en 60 días se presentaron miles de denuncias y se citaron más militares que en los tres años previos. La reacción estalló en Semana Santa de 1987, cuando el teniente coronel Rico se atrincheró en Campo de Mayo con un centenar de oficiales y la mayoría del Ejército se negó a reprimir la sublevación. La movilización popular en defensa de la democracia colmó Plaza de Mayo el domingo de Pascua, con anuncio de paro general. Alfonsín terminó cediendo a los “carapintadas” sobre “el debido reconocimiento de los niveles de responsabilidad” en el Proceso. Solo se opusieron las Madres de Plaza de Mayo y el MAS (precursor de Izquierda Socialista), que se retiró de la Plaza antes del famoso saludo desde el balcón, “felices Pascuas, la casa está en orden”. En junio de ese mismo año se aprobó la Ley de Obediencia Debida que, nuevamente contra la jurisprudencia internacional, eximía de culpabilidad por participación en el genocidio del grado de teniente coronel hacia abajo. Genocidas como Astiz, Etchecolatz, el médico Bergés y decenas de otros condenados quedaron en libertad al promulgarse la ley.

Menem y los indultos a los genocidas

Las leyes aberrantes de Alfonsín lograron que solo permanecieran en la cárcel los máximos jefes de la dictadura y los militares “carapintadas”. Sobre la base de una supuesta “reconciliación” todos ellos fueron liberados por Menem con decretos de indulto en 1989 y 1990.

Inmediatamente hubo un inmenso repudio popular, con manifestaciones en todo el país. En la ciudad de Buenos Aires tuvo lugar una de las más grandes que se recuerde, el 9 de septiembre de 1989, con unas 150.000 personas. Menem se vio forzado a retroceder parcialmente y solo firmó un indulto a los carapintadas, a la junta militar de Malvinas y a algunos montoneros, excluyendo a los jefes del Proceso. Recién en diciembre de 1990 indultó también a Videla, Massera, Viola, Camps y Suárez Mason.

La movilización no pudo impedir estos decretos de impunidad, pero abrió una nueva brecha en la Justicia por el delito de robo de bebés, que Menem no se animó a incluir. Se avanzó con nuevos procesos y condenas a los jefes genocidas, aunque volvieron a sortear la cárcel por tener más de 70 años. La movilización social en repudio de los indultos comenzó a minar la popularidad inicial de Menem.

Escribe José Castillo

El ascenso al poder de la dictadura tenía como objetivo parar la enorme movilización obrera y popular que había comenzado con el Cordobazo en 1969. Para cortarla de raíz llevó adelante un auténtico genocidio con 30.000 desaparecidos y miles de presos políticos. Al mismo tiempo, profundizó la entrega del país, dando origen a la aún existente deuda externa. 

El 24 de marzo de 1976 los militares derrocaban al gobierno de Isabel Perón, dando comienzo a la peor dictadura de la historia argentina. Ese mismo día, centenares de delegados y activistas fueron secuestrados en sus propios lugares de trabajo. En las semanas, meses y años siguientes, la dictadura llevó adelante una brutal represión con grupos de tareas, centros clandestinos de detención y desatando un auténtico terror sobre el conjunto del pueblo trabajador.

La dictadura militar no fue un simple “exceso” de cúpulas militares aisladas. Fue parte de un plan sistemático que buscó cortar de raíz el ascenso de las luchas obreras, populares y juveniles que en nuestro país había comenzado con el Cordobazo de 1969.

La complicidad peronista y radical

Los militares tomaron el poder después del fracaso del plan de las patronales y el imperialismo para frenar las luchas y radicalización política que venían creciendo desde fines de los ‘60: traerlo a Perón para que, con su autoridad y prestigio, pusiera “en caja” a la clase trabajadora y la juventud. Pero aun así no pudieron parar la movilización y la ruptura de la inmensa nueva vanguardia luchadora que había surgido en esos años. El propio Perón, y más adelante Isabel, con su nefasto ministro López Rega, comenzaron una feroz represión parapolicial y paramilitar desde 1974 por medio de las bandas conocidas como la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina). Claro que, a pesar del terror desatado, no pudieron evitar enormes movilizaciones e incluso la primera huelga general contra un gobierno peronista, que derrotó el plan de ajuste de junio-julio de 1975 conocido como Rodrigazo e incluso tiró a López Rega. Fue el peronismo también, por medio del presidente provisional Ítalo Lúder (que reemplazó durante dos meses a Isabel) quien promulgó el decreto de “aniquilación de la subversión”, poniendo el país bajo el control operacional de las fuerzas armadas y dando cobertura legal a la represión militar.

Los radicales, por su parte, también aportaron para justificar el accionar represivo. Ricardo Balbín, el líder de la UCR en esos momentos, llamó a terminar con la “guerrilla fabril”, como denominaba a los activistas, comisiones internas y delegados que peleaban contra el gobierno y la burocracia sindical. Fue el propio Balbín el que dijo por cadena nacional, en los días previos al golpe, que “no tenía soluciones”, haciendo un llamado implícito al alzamiento militar.

Un golpe al servicio de los negocios capitalistas

La otra pata de apoyo al golpe fueron los empresarios locales y extranjeros, las grandes patronales, el sistema financiero y, por detrás de ellos, las instituciones como el FMI o el Banco Mundial.

El dictador Videla nombró como ministro de Economía a José Alfredo Martínez de Hoz, miembro de una familia tradicional fundadora de la Sociedad Rural Argentina y él mismo directivo de Acindar, una de las empresas industriales más importantes de entonces. Martínez de Hoz llevaría adelante un feroz plan de ajuste, reduciendo los salarios 40% sólo en el primer año, acompañando esto con una reforma financiera que habilitó por primera vez lo que se llamaría “bicicleta financiera”, a la vez que se llevaba adelante una apertura económica total. En apenas un par de años, miles de empresas cerraron y dejaron a sus trabajadores en la calle. La contracara de esto será que el gobierno militar contraería una enorme deuda externa, a la vez que promovía que sus empresas amigas (nacionales y extranjeras) también lo hicieran. Más adelante, cuando esa fenomenal especulación estalló, “estatizaron” esa deuda privada, endosándosela al conjunto del pueblo trabajador.

Los grandes grupos económicos locales y extranjeros se beneficiaron enormemente con la política de la dictadura, que incluyó la represión de la clase obrera y la prohibición de toda actividad sindical, permitiéndole bajar sueldos, despedir trabajadores e incrementar al infinito los tiempos de trabajo. Para poder llevarlo adelante, las patronales denunciaban a los delegados y activistas a los militares, e incluso hubo empresas donde se habilitaron centros clandestinos de detención en sus propios predios, como fue el caso de Ford.

La dictadura terminó cayendo, masivamente repudiada luego de la derrota de Malvinas. En los años y las décadas siguientes, se alzaró el clamor por el juicio y castigo a los responsables civiles y militares del genocidio y por el desmantelamiento del aparato represivo. A pesar de los intentos de impunidad llevados adelante por todos los gobiernos posteriores a 1983, continuamos en la pelea, como gritamos cada 24 de marzo: “Como a los nazis les va a pasar, a donde vayan los iremos a buscar”.

El de Macri fue uno de los grupos empresariales más beneficiados por la dictadura entre escándalos y corrupción. El grupo Socma (Sociedades Macri), creado en 1976 con Franco Macri a la cabeza y su hijo Mauricio como uno de los principales directivos, pasó de tener siete empresas con una facturación anual que no superaba los 100 millones de dólares, a transformarse en uno de los emporios empresariales más importantes de la Argentina, con 47 empresas.

El gran salto fue resultado de la obtención de grandes contratos de obras públicas para el Banco Hipotecario Nacional a través de una de las empresas del grupo, Sideco, que le reportaron ganancias por 1.700 millones de dólares sólo hasta 1979 (entre otras obras: la represa Yacyretá, el puente Posadas-Encarnación, las centrales termoeléctricas de Río Tercero y Luján de Cuyo). Sin embargo, la mayor conquista fue la creación de Manliba junto con el contrato por diez años para la recolección de basura en la ciudad de Buenos Aires en 1980 que los Macri acordaron con el brigadier Osvaldo Cacciatore, el intendente de la dictadura.

En 1979, el grupo compró el Banco de Italia gracias a la Ley de Entidades Financieras de Martínez de Hoz, en una maniobra oscura que una posterior investigación del fiscal Guillermo Moreno Ocampo calificó de una estafa al Banco Central por 110 millones de dólares. Pero la gran maniobra vendría en 1982 con la compra de 65% de las acciones de Sevel (una fusión de las automotrices Fiat y Peugeot para Argentina) por el irrisorio valor de 30 millones de dólares. El misterio tenía su razón, y es que Macri logró que la deuda de Sevel con acreedores extranjeros por 170 millones de dólares fuera estatizada por el Banco Central dirigido por Domingo Cavallo. Mientras Macri y otros grandes empresarios amasaban fortunas, la dictadura ejecutaba un genocidio y sometía al pueblo y los trabajadores a un plan de hambre y saqueo y a la condena de la deuda externa. Lamentablemente, a partir de 1983, los distintos gobiernos de la democracia no impidieron que los negocios del actual presidente siguieran expandiéndose. M. M

Escribe Juliana García, Hija de desaparecidos

La dictadura en la Argentina fue parte de un plan imperialista para el continente, que durante los años ‘70 y ‘80 promovió regímenes militares en Brasil, Bolivia, Chile, Perú, Paraguay, Uruguay, Guatemala, Nicaragua, El Salvador y otros países latinoamericanos.El denominado Plan Cóndor coordinó acciones de represión que dejaron en conjunto más de cien mil desaparecidos. Para ello dispuso la formación de los altos mandos en la famosa Escuela de las Américas, en Panamá, a cargo de expertos del Pentágono, que incluso enseñaban a torturar. Además, todas las dictaduras latinoamericanas aplicaron planes económicos elaborados por los yanquis, generando la cadena de saqueo que daría lugar a las deudas externas de la región.

Las pruebas de que este genocidio fue comandado por Estados Unidos, con la CIA y el Pentágono, se encuentran en archivos desclasificados del Departamento de Estado norteamericano, pero también en declaraciones públicas, como las del todopoderoso y siniestro secretario de Estado en esa época Henry Kissinger, quien comandó el Plan Cóndor en Latinoamérica además de ser responsable de otras masacres como en Vietnam e Irán.

Finalmente, la intervención política de los yanquis encarnada por Kissinger sufrió una derrota colosal a manos de los pueblos, sus trabajadores y su juventud. Uno por uno, todos los dictadores latinoamericanos fueron derrocados, comenzando por Somoza en Nicaragua en 1975. En algunos casos, los militares se fueron repudiados por la población y enjuiciados, como en la Argentina. En Chile y Uruguay, contrariamente, los militares se replegaron ordenadamente, pactando con partidos tradicionales patronales y oligárquicos.

Escribe Guido Poletti

La imagen de Néstor Kirchner haciendo bajar el cuadro de Videla en el Colegio Militar de la Nación y, mucho más todavía, las innumerables declaraciones de Estela de Carlotto o Hebe de Bonafini reivindicando la política de derechos humanos de Néstor y Cristina, ha generado en muchos honestos luchadores la imagen de que se trató de un gobierno que, por primera vez desde el fin de la dictadura llevó adelante efectivamente la lucha contra la impunidad.

Nada más lejos de la realidad. Si en el año 2003 se logró la anulación de las leyes de obediencia debida y punto final se debió a un proyecto presentado en el Congreso por la izquierda que terminó siendo votado en medio de una fuerte presión popular. La continuidad de las luchas y movilizaciones fue también la que obligó a la Corte Suprema de Justicia a derogar los indultos de Menem.
Los juicios a los genocidas avanzaron trabajosamente hasta el día de hoy gracias a la persistencia de la lucha de familiares, abogados y militantes de distintas organizaciones que fueron salteando los mil y un obstáculos que se le ponían delante. Justamente fue en medio de uno de los juicios más emblemáticos, a Etchecolatz en La Plata, que se produciría en 2006 la desaparición de Jorge Julio López, luego de que éste declarara como testigo. La respuesta del gobierno kirchnerista fue terrible. El entonces ministro Aníbal Fernández llegó a poner en duda que estuviera desaparecido: “A lo mejor está en la casa de la tía”, afirmó. Desde ese momento, ni Néstor Kirchner hasta su muerte, ni después Cristina, nombraron a Jorge Julio López. 

En 2010 se produjo el asesinato de Mariano Ferreyra a manos de una patota de la Unión Ferroviaria de Pedraza, la misma que había concurrido días antes a un acto en la cancha de River con Néstor Kirchner. El autor material, Christian Favale, tenía profusión de fotos con los principales dirigentes K para los que hacía campaña. 

Durante eso años se dio un ataque sistemático al pueblo qom de Formosa, incluyendo varios asesinatos. Los qom tuvieron que instalar durante años una carpa en la avenida Nueve de Julio, mientras pedían infructuosamente ser recibidos por el gobierno de Cristina.

Mientras ella era presidenta, también se implementó el espionaje interno con el proyecto X, acompañado por la ley antiterrorista. El peronismo K fue el responsable de innumerables represiones a luchas obreras y populares. Las más recordadas son las que se produjeron en la Panamericana a los obreros de Kraft y años después a los de Lear, Gestamp y la línea 60, o en Puerto Madero a los trabajadores del casino. Menos prensa tuvieron las del interior del país, siendo particularmente feroces las represiones en Santa Cruz, la provincia natal del kirchnerismo. Como consecuencia de todo esto, los gobiernos K terminaron con un saldo de 5.000 luchadores populares procesados.

Finalmente, Cristina nombró al general César Milani, un probado represor de la dictadura, como jefe del Ejército. Un final emblemático para un gobierno peronista que llevó adelante un doble discurso donde por un lado “reivindicaba” los derechos humanos y la militancia de los años ‘70 y por el otro continuaba con la impunidad y la represión. 

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