El 2 de mayo de 1945 los nazis se rindieron en la capital alemana. La derrota nazi representó el más colosal triunfo revolucionario y democrático de la historia de la humanidad. Se abrió una nueva etapa de ascenso revolucionario donde aún sigue vigente la tarea de construir una dirección revolucionaria.
Escribe Francisco Moreira
En marzo de 1939 los ejércitos de Hitler invadieron Checoslovaquia. En septiembre entraron en Polonia. Una semana antes, la conducción burocrática de la Unión Soviética, con Stalin a la cabeza, había facilitado el avance nazi al firmar un aberrante y escandaloso pacto de “paz y ayuda mutua” con Hitler, con quien se repartieron Polonia.
Trotsky, que venía denunciando desde el ascenso del nazismo en Alemania en 1933 la perspectiva de una nueva guerra imperialista, calificó al pacto germano soviético como “una capitulación de Stalin ante el imperialismo fascista con el fin de resguardar a la oligarquía soviética”. Denunciaba que el fascismo y el nazismo tenían por objetivo imponer regímenes de superexplotación en los países conquistados y borrar del mapa a la Unión Soviética donde, a pesar de la dictadura burocrática, se mantenían las bases socialistas del gran triunfo revolucionario de 1917.
En junio de 1941, efectivamente, comenzó la Operación Barbarroja, la invasión nazi a la Unión Soviética. La confianza de Stalin en su pacto con Hitler y la desorganización del Ejército Rojo, descabezado a fuerza de purgas por la burocracia estalinista en su intención de barrer toda oposición “trotskista”, no permitieron oponer resistencia a la maquinaria de guerra nazi. Para diciembre ya habían ocupado Lituania, Bielorrusia, Ucrania y llegado hasta las puertas de Moscú, ocupando Stalingrado y sitiando Leningrado. En 1942 gran parte de Europa y un tercio de la Unión Soviética habían caído bajo las garras del nazismo y el fascismo.
La batalla de Stalingrado, hacia la derrota del nazismo
Pese a las terribles penurias vividas, el pueblo soviético logró recuperarse y poner de pie al Ejército Rojo nuevamente. Luego del desastre inicial se pusieron al frente del ejército los generales soviéticos más capacitados, como Zukhov, Rokossovski y Chuikov. Stalin se autotituló “jefe de la defensa”. Así comenzaba “la gran guerra patria” de los pueblos soviéticos.
En feroces combates y, a pesar de los continuos desastres provocados por la burocracia, el Ejército Rojo fue recuperando terreno y haciendo retroceder a los nazis. En febrero de 1943 se produjo la primera gran victoria soviética, la rendición de los nazis que ocupaban Stalingrado, que cambió el curso de la guerra. Fue el principio del fin del nazismo.
El triunfo en Stalingrado devolvió a los pueblos ocupados la esperanza de que era posible derrotar a los nazis. Los movimientos de la resistencia se fortalecieron en todas partes. En Polonia se levantó el Gueto de Varsovia en abril de 1943 y toda la ciudad en agosto de 1944, pese a que había sido abandonada por orden de Stalin. Los maquis franceses, los partisanos italianos (cuyo himno de resistencia era el famoso Bella Ciao) y las guerrillas yugoslavas y griegas se fueron fortaleciendo. En junio de 1944 ingleses y estadounidenses desembarcaron en Normandía, en la Francia aún ocupada por los nazis. En agosto la resistencia liberó París.
La batalla de Berlín
El 12 de enero de 1945 el Ejército Rojo entró en territorio alemán. Tras un avance arrollador, el 14 de abril llegó a las afueras de Berlín. Dos días después comenzaría la batalla final de la guerra en Europa.
Los nazis organizaron dos líneas defensivas para defender la ciudad sitiada. Prepararon barricadas y cientos de búnkeres. Con lanzagranadas enfrentaron el avance de los tanques del Ejército Rojo. El costo para los soviéticos fue altísimo. Solo en esta batalla tuvieron casi 80.000 muertos y más de 270.000 heridos.
La acción final se libró por el control del Reichstag (Parlamento), que era el edificio más alto del centro de la ciudad y cuya captura tenía un valor simbólico. En la tarde del 30 de abril soldados soviéticos lograron la toma del edificio e hicieron ondear la bandera roja. En esas horas Hitler, que había intentado seguir dando órdenes desde su búnker, se suicidó. Dos días antes, en Italia, el fascista Mussolini había sido capturado y fusilado por los partisanos.
El 2 de mayo el comandante a cargo de la defensa de Berlín firmó la rendición ante los generales soviéticos. El 8 de mayo se realizó una ceremonia con la presencia de generales ingleses, franceses y estadounidenses que, junto a Zhukov, firmaron un acta con la definitiva rendición del alto mando alemán. La guerra había terminado en Europa, dejando tras de sí más de cincuenta millones de muertos, de los cuales veintidós millones eran soviéticos.
Una nueva etapa revolucionaria
El triunfo de los pueblos soviéticos y europeos, iniciado en la batalla de Stalingrado y consolidado con la toma de Berlín, abrió una nueva etapa de enorme ascenso de masas mundial. El dirigente trotskista argentino Nahuel Moreno insistió en sus elaboraciones en que la derrota del nazismo había iniciado una nueva etapa revolucionaria mundial. Desde el fin de la guerra “el proletariado y las masas del mundo entero obtienen una serie de triunfos espectaculares. El primero es la derrota del ejército nazi, es decir, de la contrarrevolución imperialista, por parte del Ejército Rojo, aunque esto fortifica coyunturalmente al estalinismo, que es quien dirige la URSS”.
Efectivamente, desde entonces, las masas populares protagonizaron numerosas revoluciones triunfantes logrando la independencia de decenas de colonias y hasta la expropiación de la burguesía en un tercio del planeta en países como Yugoslavia, China, Cuba y Vietnam.
Pero durante esta etapa también salieron fortalecidas direcciones burocráticas del movimiento obrero y de masas. Stalin, por ejemplo, utilizó su renovada autoridad para rechazar la extensión de la revolución socialista e imponer pactos con los gobiernos imperialistas en la reconstrucción capitalista de Europa. El Partido Comunista soviético impuso el desarme de los maquis franceses y partisanos italianos para construir gobiernos de unidad con los partidos burgueses de esos países. También permitieron el aplastamiento de la guerrilla griega a manos británicas. Tras la muerte de Stalin, otros aparatos y dirigentes estalinistas o nacionalistas burgueses continuaron con esa política.
Estas experiencias dejan una doble enseñanza para el siglo XXI. En primer lugar que, como lo demuestra el triunfo sobre el nazismo, los pueblos pueden lograr enormes triunfos aun con dirigentes burocráticos y traidores, cuyo máximo exponente fue Stalin. Pero también que la tarea más difícil y necesaria sigue siendo la de construir una nueva dirección revolucionaria para acabar definitivamente con la contrarrevolución imperialista, en cualquiera de sus variantes, y con todo el dominio capitalista mundial.