El ferrocarril nació oficialmente en nuestro país el 12 de enero de 1854 por iniciativa del Estado de Buenos Aires. Este hecho da por tierra con el mito de que inicialmente fue propiedad inglesa y que, por haber sido estatizado, se volvió ineficiente y deficitario. Una ley firmada por el entonces gobernador Pastor Obligado otorgó a un grupo de ciudadanos porteños la concesión para construir una línea ferroviaria desde la ciudad de Buenos Aires hacia el oeste, indeterminadamente. El 30 de agosto de 1857 la primera máquina a vapor, bautizada La Porteña, avanzó sobre su camino de acero. Partía de la estación del Parque (ubicada donde hoy se levanta el Teatro Colón) y llegaba a la estación Floresta. Durante los 27 años que perteneció al Estado de Buenos Aires, el Ferrocarril Oeste fue un ejemplo de eficiencia y confort, orgullo de los argentinos, ofreciendo al productor tarifas inferiores en un 50% a las de los ferrocarriles administrados por firmas de capital inglés, y aun así obtenía rendimientos anuales de hasta el 9,32%. El ferrocarril, una de las creaciones más trascendentales de la humanidad, que incluso luego de 160 años no ha sido superado por ningún tipo de transporte terrestre, dio un tremendo impulso a la economía nacional. Venciendo a la geografía se extendió por vastas regiones uniendo ciudades, y a la vera de sus estaciones florecieron miles de pueblos.
La entrega a los capitales ingleses
En 1889 el ferrocarril fue entregado mediante un decreto de Pellegrini y Roca a un grupo de empresas inglesas. Raúl Scalabrini Ortiz escribió al respecto que las condiciones eran tales “que cualquier ciudadano argentino pudo adquirir, porque la operación no requería ni un centavo de capital efectivo”. Por ello se recurrió a la desacreditación pública del ferrocarril estatal y se llamó a confiar en las inversiones extranjeras. Se decía que producía déficit cuando en realidad se autofinanciaba, y que debía achicarse el Estado. La medida fue repudiada, más de 15.000 personas manifestaron contra la entrega. A finales del siglo XIX los capitales ingleses y franceses comienzan a quedarse con los ferrocarriles estatales, usufructuando la explotación del servicio cuando nuestro país puso las vías, las tierras y la mano de obra. Las huelgas no se hicieron esperar. En 1912 se produce la más larga: 52 días.
La red ferroviaria estaba al servicio del capital privado: mientras el ferrocarril estatal cumplía un rol de fomento llegando a zonas pobres o de poca densidad, se reservaban al ferrocarril privado las trazas por zonas de alta producción. Por eso las distintas líneas férreas dibujan un embudo que desemboca en el puerto de Buenos Aires, son las huellas del saqueo a un país semicolonial.
De la nacionalización de Perón hasta la actualidad
Con Perón (1946) se nacionalizaron los ferrocarriles, dándose un gran impulso a la industria ferroviaria. Se fabricó la primera locomotora a vapor en el país. La Revolución Libertadora (1955) sometió a la Argentina a los dictados del FMI -del cual no era parte hasta ese momento- que exigió la entrega de los ferrocarriles a capitales privados. Con Arturo Frondizi (1958) se diseñó el Plan Larkin con el objetivo de achicar el ferrocarril. Planteaba abandonar el 32% de las vías, reducir a chatarra todas las locomotoras a vapor, miles de vagones y despedir a 70.000 ferroviarios. Todas estas medidas se disponían con un objetivo: que las automotrices yanquis nos vendieran sus camiones, ómnibus y automóviles. En 1961, con los ferrocarriles militarizados (Plan Conintes) se produjo una huelga de 42 días contra el intento de desguace y se logró frenarlo parcialmente. En adelante, todos los gobiernos que se sucedieron intentaron, de una u otra manera, liquidar el ferrocarril. Pero no fue hasta la llegada de Carlos Menem al poder (1989) que se logró asestar el definitivo y más brutal de los golpes. Con la Ley de Reforma del Estado se obtuvo el marco jurídico para su privatización. Los trabajadores resistieron con heroicas luchas. No alcanzó. Se levantaron servicios, se destruyeron 24.069 kilómetros de vías, se despidió a 90.000 trabajadores y se entregó en concesión para su explotación a manos privadas. Menem es hoy uno de los personajes más odiados de nuestro país. Luego, De la Rúa (1999) le prorrogó por 22 años el negocio a TBA, y Duhalde (2002) declaró la “emergencia ferroviaria” para beneficiar a las concesionarias con nuevos subsidios a cambio de nada. Con el kirchnerismo continuó el negocio de las privatizadas, esta vez con el adorno de los “trenes de cartón”, como el Gran Capitán, que viajó a Misiones en 2003, o el Estrella del Norte a Tucumán, todo adornado con demagogia “nacional y popular”. El sistema ferroviario sigue empeorando y los subsidios a las privatizadas incrementándose.
Finalmente, con la masacre de Once, ocurrida el 22 de febrero de 2012, quedó al desnudo el doble discurso ferroviario K, que lo continuó hundiendo. Desde la última dictadura militar, la política de destrucción del ferrocarril se ha sostenido y profundizado con el apoyo de la burocracia sindical, a pesar de lo cual las luchas en su defensa continuaron. Ayer contra el kirchnerismo, hoy contra Macri y su plan de profundizar la destrucción de la industria ferroviaria, la pelea por la reestatización de los ferrocarriles bajo control de sus trabajadores, encabezada por los luchadores del Sarmiento, sigue vigente.