Escribe Fede Novo Foti
A comienzos del siglo XIX la dominación española en América se hacía cada vez más insoportable. España saqueaba los recursos naturales de las colonias, imponía tributos y ejercía el monopolio comercial. Pero, entre tanto, en 1808 el imperio francés de Napoleón Bonaparte invadió España, obligó al rey Fernando VII a renunciar y lo mantuvo en cautiverio.
El descontento creciente en las colonias provocó entonces las revoluciones en los virreinatos del Río de La Plata (Buenos Aires), Nueva España (Dolores, México), Nueva Granada (Bogotá), y en las capitanías generales de Chile (Santiago) y Venezuela (Caracas), que derribaron a virreyes, gobernadores y demás funcionarios coloniales. La reacción de las tropas españolas no se hizo esperar.
En Buenos Aires, la “Revolución de Mayo” de 1810 provocó la caída del virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros. El enfrentamiento militar con las fuerzas realistas, que buscaban retomar el control del virreinato, no evitó que se desataran agudos enfrentamientos entre los distintos sectores revolucionarios. Algunos pretendían evitar o retrasar la declaración de la independencia. Había, incluso, quienes buscaban mantener la sumisión a España o la creación de un “protectorado” británico.
El proyecto de una nación independiente fue defendido desde un comienzo por Mariano Moreno, Juan José Castelli y Manuel Belgrano. Ellos se inspiraban en los pensadores más avanzados de las revoluciones burguesas de Inglaterra en el siglo XVII y de Francia en el XVIII, y en la independencia de Estados Unidos. Unían la lucha por la independencia a un proyecto de igualdad para la población. Castelli afirmaba que “nuestro destino es ser libres o no existir, y mi invariable resolución es sacrificar la vida por nuestra independencia”.
Pero el camino hacia la independencia no fue fácil. En 1814 regresó al trono Fernando VII y las revoluciones estaban siendo derrotadas por las fuerzas realistas en casi toda América. Gran Bretaña, imperio capitalista en ascenso, buscaba profundizar sus negocios en la región, aunque no tenía especial interés en la independencia de las colonias españolas.
Tal era el escenario cuando comenzó a sesionar el Congreso de Tucumán en 1815. José de San Martín, entonces gobernador intendente de Cuyo, insistió tenazmente por la declaración de la independencia. En una carta de mayo de 1816 a Tomás Godoy Cruz expresaba: “¡Hasta cuándo esperamos declarar nuestra independencia! ¿No le parece a usted una cosa bien ridícula, acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional y por último hacer la guerra al soberano de quien se dice dependemos y no decirlo?”.
La independencia fue finalmente declarada el 9 de julio de 1816. Todos los diputados aprobaron por aclamación que “es voluntad unánime e indubitable de estas Provincias romper los violentos vínculos que los ligaban a los reyes de España, recuperar los derechos de que fueron despojados, e investirse del alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando séptimo, sus sucesores y metrópoli”. Aún existían sectores que entendían el futuro del país bajo la dependencia de alguna otra potencia europea. De modo que diez días después se completó el Acta de la Independencia con el agregado “y de toda dominación extranjera”.
La declaración de la independencia significó una guerra a muerte con la monarquía española. Llevados por la necesidad de la guerra, sus dirigentes más consecuentes apoyaron a los sectores más explotados y oprimidos. En Salta, Juana Azurduy se destacó en los combates. Güemes liberó a peones de arriendos y tributos. En la Banda Oriental, Artigas impulsó el reparto de las tierras de los reaccionarios. San Martín liberó a los esclavos para incorporarlos al ejército.
San Martín y Simón Bolívar fueron quienes mejor expresaron la necesidad de la unidad americana. En diciembre de 1824, dos días antes de la batalla de Ayacucho, Bolívar envió por circular a los nuevos gobiernos americanos “para que formásemos una confederación”. Pero en pocos años se frustró la oportunidad de lograr la ansiada unidad. Fueron primando los intereses de las oligarquías regionales que buscaron consolidar su dominación sobre la porción de territorio que habían comenzado a gobernar. El virreinato del Río de la Plata se fragmentó en cuatro países: Argentina, Paraguay, Bolivia y Uruguay.
La Argentina fue conducida desde entonces por la oligarquía de comerciantes porteños y estancieros bonaerenses, cuyos negocios estaban íntimamente ligados al capitalismo inglés, y frustraron la posibilidad del desarrollo autónomo. Sometieron al país al saqueo británico por medio de mecanismos comerciales y financieros, transformando a la naciente argentina en una semicolonia inglesa.
La declaración de independencia liberó al país de las cadenas coloniales españolas. Pero el sometimiento económico al imperialismo británico, primero, y estadounidense, desde mediados del siglo XX, aún deja pendiente la tarea de lograr la segunda y definitiva independencia. Para ello hay que terminar con este sistema capitalista e imponer un sistema económico y político socialista.