Revolución, guerra e independencia: Bicentenario de la declaración de la independencia

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San Martín fue el arquitecto de la declaración de la independencia Escribe: Tito Mainer

La invasión del ejército francés de Napoleón a la península ibérica en 1808 tuvo enormes consecuencias políticas. La corona portuguesa emigró con toda su corte y se instaló en Río de Janeiro. En cambio, la monarquía de España cedió el trono al hermano de Napoleón y el rey Fernando VII permaneció cautivo hasta finales de 1813.

A diferencia de los reyes portugueses que mantuvieron nominalmente su “reino” –y su colonia más extensa, el Brasil−, alojados del otro lado del Atlántico, en el inmenso imperio español se produjo un vacío de poder (vacatio regis, ausencia del soberano) que derivó en una crisis revolucionaria de escala continental. En la península europea comenzó una “guerra de independencia” contra los franceses y para organizarla se formaron juntas locales de gobierno. También los pueblos americanos, con diferencia de poco tiempo entre ellos, instalaron sus juntas. En 1808 y 1809 el grito libertario se oyó en Montevideo, Quito, Charcas y La Paz y, en 1810, terminó por abarcar todo el continente, desde Buenos Aires en el sur (en mayo), hasta Santiago de Chile y México (en septiembre).

En los términos de la época y de acuerdo con la idea de que había una “contrato” entre el rey y sus súbditos, los pueblos americanos plantearon que, ante la falta del rey, la soberanía debía retrovertir en los pueblos. Diversos cabildos asumieron así el gobierno y formaron sus “Primeras Juntas”, como la que presidió Cornelio Saavedra en Buenos Aires desde el 25 de mayo de 1810. Gobernaban “en nombre de Fernando VII” ya que, en principio, estas verdaderas revoluciones no cuestionaban a la monarquía en sí, aunque lo hicieran de hecho.

Soberanía popular y gobiernos “criollos”

Estas revoluciones triunfantes fueron sociales y políticas. Hartos de los “mandones” –como llamaban a los españoles peninsulares− y del terrible aparato burocrático –que dejaba siempre los principales puestos eclesiásticos y políticos en manos de españoles europeos− los “americanos” o criollos (que eran también españoles) asumieron el poder. En poco tiempo desalojaron de todo puesto de importancia a los ibéricos, como cuando en Buenos Aires la Primera Junta expulsa a los miembros de la Real Audiencia, algo así como la Corte Suprema de Justicia. Los nuevos gobiernos miraban los pocos ejemplos de repúblicas –los Estados Unidos y Francia− y empezaban a pensar en cuestiones políticas muy nuevas como la división de poderes. Hasta entonces los monarcas (mono: uno) ejercían el poder de modo autocrático y, por “designio divino”, eran “el soberano”. Con las nuevas ideas, la soberanía debía pasar al pueblo. Desde ya “el pueblo” se limitaba a una elite de la naciente burguesía comercial –de intercambio y transporte de mercancías− e industrial –como la dueña de los saladeros−. Al Cabildo Abierto del 22 de mayo se invita a 500 vecinos de los que concurren poco más de la mitad. (La palabra “ciudadanos” recién aparecerá un par de años después.)

El poder pasó a un nuevo sector social, las burguesías y pequeñas burguesías criollas y la organización política cambió de modo sustancial: se derroca a los virreyes y, progresivamente, se desmantela el antiguo régimen burocrático-colonial. A la vez, las corporaciones –la militar, la eclesiástica y la profesional, como los abogados− detentan un nuevo poder compartiendo las áreas de gobierno. Se inicia así el camino hacia la construcción de repúblicas. En algunas regiones el proceso avanza más y se conforman asambleas constituyentes –como la del Año XIII en el Río de la Plata o la de Apatzingán de 1814 en México− que intentan constituir nuevos estados.

Junto con ellos, el fin del autoritarismo español, que había mantenido durante tres siglos a las colonias americanas bajo su monopolio comercial (solo se podía comerciar dentro de los límites del imperio, con España o, por ejemplo, con las Filipinas), abre paso a un libre comercio que permite relaciones fluidas con las potencias comerciales e industriales de la época, en particular Inglaterra y Francia y el incipiente mercado norteamericano. Las burguesías comerciales de los puertos –importadoras y exportadoras− se fortalecen y desplazan también a los antiguos comerciantes virreinales. Y se desarrollan los sectores productores, como los dueños de saladeros que exportan charqui o tasajo (carne seca y salada para su conservación), alimento que se vende en las plantaciones de café o caña de azúcar que ocupan a miles de esclavos, como en Brasil y Cuba.

La guerra revolucionaria

La revolución, básicamente, se convirtió en guerra. Desde Lima, capital continental de los realistas, se dirigía la contrarrevolución, y desde los focos libertarios se organizaron expediciones para expandir la revolución y ganar a los pueblos más periféricos para la causa patriota o “americana”.

Buenos Aires tuvo entonces dos ventajas. En primer lugar la existencia de unas sólidas milicias criollas, veteranas de los extraordinarios triunfos obtenidos en 1806 y 1807 ante las invasiones inglesas y que, de hecho, habían sido el sostén del triunfo revolucionario de 1810. La segunda ventaja relativa fue la distancia. Los españolistas se hicieron fuertes en Montevideo con una poderosa flota naval pero, sin refuerzos, eran completamente incapaces de derrotar a los revolucionarios porteños. Cuando cae Napoleón y Fernando VII regresa al poder, decidió enviar su poderosa flota “pacificadora” a reprimir el alzamiento de Simón Bolívar en Venezuela –mucho más cerca−, dejando así “campo libre” para el accionar de los insurrectos en el extremo sur. Con resultado desparejo se sucedieron expediciones al Paraguay, a la Banda Oriental (Uruguay) y, tres veces, al Alto Perú. En nombre de su soberanía, el Paraguay se independizó; la Banda Oriental se liberó en 1814 y en el Alto Perú, tres veces consecutivas las expediciones “auxiliares” del Ejército del Norte resultaron derrotadas. La última de ellas, en Sipe-Sipe a finales de 1815, dejó la defensa del norte en manos de las guerrillas gauchas de las republiquetas altoperuanas (como las de Inocencio Padilla, su compañera Juana Azurduy e Ignacio Warnes) y de los “infernales” organizados por Martín Güemes desde Salta.

Nahuel Moreno aborda en este libro las grandes etapas de nuestra historiaAutonomías y federalismo

La lucha revolucionaria había abierto también debates internos y aparecen las disidencias entre “unitarios” y “federales”. La burguesía porteña, celosa custodia de su interés por ejercer el control de las rentas aduaneras del comercio exterior, se inclinaba por gobiernos centralizados, de modo también de potenciar un mando único para la guerra de independencia. El Congreso que se reúne en Tucumán en 1816, con el respaldo de San Martín y Güemes, designa a Juan Martín de Pueyrredón como Director Supremo.

En cambio, las provincias del Litoral (Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, las Misiones, la Provincia Oriental y, en un principio, también Córdoba) se enrolan en la “Liga de los Pueblos Libres” bajo la protección de José Artigas. Estas provincias no aceptan “nuevos mandones” (los porteños) y, en ejercicio de sus respectivas soberanías, eligen a sus gobernadores. En junio de 1815 realizan su propio congreso conocido como “Congreso de Oriente”, que se reúne en Arroyo de la China (Concepción del Uruguay, Entre Ríos). Los federales inician tratativas con el Directorio que fracasan y culminan en una serie de enfrentamientos armados que se extenderán hasta 1820.

¿Por qué estas provincias defienden el federalismo? Más allá de las influencias políticas de los Estados Unidos y de las ideas democráticas de Artigas, la explicación hay que buscarla en que disputaba con Buenos Aires la posibilidad de la exportación de productos vacunos. La cuenca ganadera del Litoral, en cantidad de cabezas, era tan o más importante que la bonaerense, y el puerto de Montevideo mucho más apto para el comercio exterior que el barroso lecho de Buenos Aires. Artigas, poderoso ganadero, exigía la libre navegación de los ríos Paraná y Uruguay para poder comerciar sus productos. Por eso no solo debió enfrentar a los porteños y sus aliados, sino también hacerse cargo de la lucha contra los otros “realistas”, los portugueses, que a principios de 1817 ocupan Montevideo.

San Martín y la causa americana

Entretanto, San Martín en Cuyo preparaba el Ejército de los Andes para avanzar sobre Chile y Perú. Desde Mendoza el Libertador presionó una y otra vez a los congresales reunidos en Tucumán para que declarasen la independencia: él no podía poner en marcha un ejército si no contaba a sus espaldas con un país independiente. No es casual, por lo tanto, que el presidente de la sesión del 9 de julio haya sido un cuyano, Francisco Laprida, representante directo de San Martín.

Se llegó así a la declaración de la independencia de las “Provincias Unidas del Río de la Plata” (o “de Sudamérica”) con la presencia de delegados del centro y norte de la actual Argentina, otros de la actual Bolivia y la ausencia de todas las provincias del Litoral. Córdoba fue la única provincia que asistió a ambos congresos.

Con la independencia decretada, en enero de 1817 el Ejército de los Andes inicia su epopeya que culminará tomando Lima, el centro del poder realista, en 1821. La causa patriota tuvo entonces, en aquel 9 de julio, una jornada de trascendencia decisiva para toda América.


Apostillas de la independencia

Con dos “fechas patrias”

A veces cuesta entender por qué en la Argentina se celebran dos días “parecidos”, el 25 de mayo, cuando se forma la Primera Junta, y el 9 de julio, cuando se declara la independencia. En general, en todos los países americanos la fecha es una sola. La explicación, sin embargo, es sencilla.
Las “Provincias Unidas” (y el Paraguay, como consecuencia) es el único país que, una vez que dio su primer grito libertario, en 1810, jamás retornó a gobiernos monárquicos. En todo el resto de América los realistas recuperaron el poder, aunque fuera por pocos años y por eso festejan su “liberación” solo en la segunda etapa. Lo que después fue la Argentina, en cambio, inició su régimen republicano con su primer gobierno patrio y no perdió continuidad en su construcción aunque tuviera guerras civiles por más de cuarenta años. Hay solo otro caso en la historia mundial: los Estados Unidos.

Bouchard, el corsario de la independencia

El marino Hipólito Bouchard, de origen francés, fue ordenado corsario por el gobierno de Pueyrredón. En su nave La Argentina llevaba copias de la declaración de la independencia y, respaldado por la bandera blanquiceleste, navegó por los mares del mundo atacando los navíos españoles que se cruzara. Bombardeó un fuerte en California −aún territorio español− e izó la bandera de Belgrano; en nombre de los principios democráticos liberó esclavos de un barco negrero en Madagascar; combatió a fuerzas españolas en las Filipinas y logró que un rey de Hawaii, Kamehameha el Grande, fuera el primer gobierno del mundo en reconocer la independencia de las Provincias Unidas. Se dice que varios de los países de Centroamérica tienen banderas azules y blancas en reconocimiento a su lucha.

El Congreso, contra las autonomías

La casi totalidad de los congresales en la reunión de Tucumán se manifestaron a favor de una “monarquía moderada” e hicieron votos por un gobierno de tipo parlamentario, pero con rey, al estilo inglés. Por esa razón, en 1819 aprobaron una constitución unitaria que fue rechazada por las provincias. Entretanto, el Congreso dio el visto bueno para enfrentar a toda disidencia y aplastar las luchas por las autonomías provinciales. Ordenó reprimir al caudillo santiagueño Juan Bautista Borges que terminó fusilado, ahogó las determinaciones de Catamarca y La Rioja de elegir a sus propios gobernantes e hizo la guerra a la “Liga Federal” de Artigas, Estanislao López (Santa Fe) y el “Pancho” Ramírez (Entre Ríos). Además apoyó el destierro de todos los federales porteños, como Manuel Dorrego y Manuel Moreno, el hermano de Mariano.

Independientes... de todo poder extranjero

El acta del 9 de julio decía: “[…] es voluntad unánime e indubitable de estas provincias romper los violentos vínculos que las ligaban a los reyes de España, recuperar los derechos de que fueron despojados, e investirse del alto carácter de nación libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli”. Para evitar suspicacias de complicidad con los realistas portugueses, el día 19 en sesión secreta, el diputado Medrano hizo aprobar una modificación a la fórmula, agregando después de “independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli”, la frase “y de toda otra dominación extranjera”. Mejor las cosas claras.

Apellidos conocidos de diputados desconocidos

La mayoría de los diputados son muy poco conocidos por el común de la gente. Eso sí, los porteños los identifican como calles. Varias están en el barrio de Boedo: Medrano, Castro Barros, Boedo, Sánchez de Bustamante, Loria, Salguero, Colombres, Gallo, Maza, Bulnes; otros, en la zona de Plaza Italia: Acevedo, Aráoz, Godoy Cruz, Malabia, Thames, Darregueira y Uriarte.

Serrano, un caso curioso

El caso de Mariano Serrano es notable. Tuvo el mérito de ser redactor del texto del Acta de la Independencia y de hacer, también, la versión en quechua y aymará para “extender la revolución” entre los pueblos del Alto Perú. Lo curioso es que, además, en 1825, como representante de Chuquisaca, fue presidente de la asamblea que declaró la independencia de Bolivia. Tuvo así el raro privilegio de participar en la firma de la independencia de dos países. Las fronteras interiores de América se estaban recién dibujando.

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