Jornadas de julio de 1917: La Revolución Rusa en la encrucijada
Escribe Simón Rodríguez
El gobierno provisional ruso, autodenominado “revolucionario”, de Lvov y Kerensky pudo aplastar la desorganizada y prematura rebelión de los soldados y trabajadores, inclinando la balanza a favor de la contrarrevolución. Pero este revés tuvo un profundo impacto y fue decisivo para que miles se convencieran de que la política bolchevique era la correcta y que la única salida era la revolución obrera.
“Por todas partes, en todos los rincones, en el Soviet, en el palacio Marinski, en las casas particulares, en las plazas y en los bulevares, en los cuarteles y en las fábricas, se hablaba insistentemente de acciones que tendrían lugar de un momento a otro... Nadie sabía concretamente quién se echaría a la calle, ni cómo ni cuándo. Pero la ciudad tenía la sensación de hallarse en vísperas de una explosión”*. Así describía el dirigente menchevique Sujanov en sus memorias el ambiente de Petrogrado durante los días que antecedieron al estallido, posteriormente conocido como las Jornadas de Julio.
El desastre económico empeoraba día a día, con una terrible inflación y una acelerada devaluación del rublo. Burlonamente, los nuevos billetes que simbolizaban esta degradación serían popularmente llamados “kerenskys”. La burguesía acobardada por la incertidumbre cerraba fábricas, la desinversión estatal hacía estragos en las comunicaciones y el transporte, el desabastecimiento de alimentos era cada vez peor. La vida política de Rusia evolucionaba hacia choques cada vez más violentos entre el débil régimen burgués y las organizaciones obreras y populares, fuerzas que configuraban el precario equilibrio de un doble poder. En el frente de guerra era común que las tropas se negaran a acatar órdenes y regimientos completos eran disueltos. El gobierno empezaba a reprimir a los campesinos que tomaban tierras, mientras imploraba a las masas esperar a la asamblea constituyente que debía conformarse el 17 de septiembre. El 2 de julio renunciaron los ministros liberales del partido de los kadetes para presionar por una salida de fuerza.
En el campo de los trabajadores y los sectores populares, quienes más pujaban por una confrontación con el gobierno eran las asambleas de soldados, bajo la permanente amenaza de ser enviados a una muerte casi segura en el frente de guerra. La última ofensiva militar rusa había fracasado estrepitosamente, con más de 70.000 muertos. Los soldados ya habían presionado al comité militar de los bolcheviques por la realización de la movilización del 10 de junio prohibida por la dirección reformista del Congreso de los Soviets de toda Rusia. La mayoría menchevique y socialrevolucionaria del Congreso que luego hizo su propia convocatoria de movilización para el 18, vio horrorizada cómo se convertía en una jornada de masivo cuestionamiento al gobierno.
La tarde del 3 de julio, una explosiva asamblea del regimiento de ametralladoras decidió lanzarse al asalto armado del poder para imponer al Soviet la formación de un gobierno propio sin ministros burgueses. Distribuyó armas a miles de soldados y recabó camiones en las fábricas circundantes. Los amotinados clamaban que no irían al frente el día siguiente, como estaba programado, para pelear contra los trabajadores alemanes, sino que dirigirían sus armas contra los capitalistas rusos. Desde el barrio obrero de Viborg miles de trabajadores marcharon al final de la tarde al Palacio de Táurida, donde se realizó una gran concentración. Al no poder contener el estallido, los bolcheviques se apresuraron a colocarse a la cabeza para evitar un enfrentamiento armado. El día siguiente, su consigna era “levantamiento armado no, demostración armada sí”. A pesar de estos esfuerzos, los choques armados ocurren y las tropas oficialistas asesinaron a unas 400 personas.
Lvov renuncia como primer ministro y se lanza una feroz persecución contra los dirigentes bolcheviques. Terminaba de quedar claro para miles de trabajadores el total compromiso del reformismo menchevique y socialrevolucionario con la represión gubernamental. En el discurso oficial, los obreros insurrectos eran calificados como “traidores a la revolución”, a los bolcheviques se los acusó de ser agentes del imperialismo alemán. Trotsky, Kamenev y Alexandra Kollontai fueron encarcelados; Lenin y Zinoviev pasaron a la total clandestinidad, la prensa bolchevique fue ilegalizada. Pese a todo, los bolcheviques se fortalecieron en la adversidad: ganaron la mayoría en la sección obrera del Soviet de Petrogrado. Al realizar su sexto congreso, “de unificación”, a fines de julio, se integraron al partido varias corrientes independientes, la más importante de las cuales era el Comité Interdistrital dirigido por Trotsky, quien fue elegido al comité central, con una de las votaciones más altas pese a estar preso. El abismo político entre las direcciones reformistas mayoritarias de los soviets y el ánimo revolucionario de los trabajadores y soldados llevó a la dirección bolchevique a considerar en este congreso la toma del poder mediante otras organizaciones, como los comités de fábrica.
Comentaba Trotsky, quince años después de las Jornadas de Julio: “Los conciliadores habían perdido la confianza de los obreros y los soldados. El choque entre los partidos dirigentes de los soviets y las masas soviéticas era ya inevitable. Después de la manifestación del 28 de junio, que fue una contrastación pacífica de los efectivos de las dos revoluciones, la pugna irreductible entre una y otra tenía que tomar inexorablemente un carácter declarado y violento. Así surgieron las Jornadas de Julio… Pero en este ‘triunfo’ obtenido en julio por los conciliadores sobre los bolcheviques, fue precisamente donde se puso de manifiesto, en toda su magnitud, la impotencia de la ‘democracia’. Los demócratas viéronse obligados a lanzar contra los obreros y los soldados a tropas abiertamente contrarrevolucionarias, enemigas no sólo de los bolcheviques, sino también de los soviets: el comité ejecutivo (del soviet) no contaba ya con tropas propias”. En este nuevo marco, se rearmaban políticamente los revolucionarios y se preparaban para la batalla decisiva, de cuya inevitabilidad las Jornadas de Julio habían sido una contundente advertencia.
* Historia de la Revolución Rusa, León Trotksy, 1932.
Los bolcheviques se repusieron rápidamente de la batalla perdida
En su célebre obra “Diez días que estremecieron al mundo”, John Reed comenta esos meses de vorágine que condujeron a las Jornadas de Julio y cómo la represión no fue suficiente para derrotar a los trabajadores y al bolchevismo: “Desde febrero de 1917, en que la multitud de obreros y soldados que venía como un mar embravecido a azotar contra los muros del Palacio de Táurida había obligado a la Duma imperial a asumir contra su gusto el poder supremo, fueron las masas populares, obreros, soldados y campesinos los que imprimieron todos estos cambios en la dirección de la revolución.
Fueron también ellas quienes derribaron al ministro Miliukov, y fue su soviet quien lanzó al mundo los términos de la paz rusa: ni anexiones ni indemnizaciones; derecho de los pueblos a disponer de sí mismos. Y en julio, fue el proletariado quien, en una sublevación espontánea, tomó el Palacio de Táurida y exigió que los soviets asumieran el gobierno de Rusia. Los bolcheviques que entonces no eran más que un pequeño grupo político, se pusieron a la cabeza del movimiento. Fracasó éste, de manera desastrosa, y la opinión pública se volvió contra ellos. Sus tropas, desprovistas de jefes, se acogieron al barrio de Viborg, el Saint-Antoine petersburgués. Comenzó entonces la caza despiadada de bolcheviques. Se encarceló a varios centenares, entre ellos Trotsky, Alejandra Kollontai y Kamenev. Lenin y Zinoviev tuvieron que esconderse para escapar de la Justicia. Quedaron suspendidos los periódicos del partido. Provocadores y reaccionarios acusaron a los bolcheviques de ser agentes de Alemania, y tanto insistieron en ello, que el mundo entero acabó por creerlo.
Pero el gobierno provisional se vio en la imposibilidad de fundamentar sus acusaciones. Se reveló que los documentos que habían de probar la inteligencia con Alemania eran falsos. Los bolcheviques, uno por uno, fueron puestos en libertad sin sentencia, bajo fianza ficticia o simplemente sin fianza, con excepción de seis de ellos. La impotencia y la indecisión de este gobierno en perpetuo reajuste proporcionaban a los bolcheviques un argumento irrefutable. No tardaron, pues, de nuevo, en hacer resonar entre las masas su grito de guerra: "¡Todo el poder a los soviets!”