Ni “tormenta” ni “minicrisis”: Se hunde la economía de los trabajadores
Escribe José Castillo
El presidente Macri hace un par de semanas que ha decidido denominar a lo que sucede una “tormenta”. La metáfora meteorológica no es inocente: sería algo de origen “exógeno”, “impredecible” y sobre lo que, en última instancia, el gobierno no tendría responsabilidades. El secretario de Política Económica Guido Sandleris ha acuñado otro término: “minicrisis”, buscando reducir la importancia a los acontecimientos y entreviendo que “se saldría rápido”.
Se trata de una mentira total. Empecemos por los números fríos: la actividad económica sufrió una caída interanual de 5,8% en mayo, la mayor desde 2009, en plena crisis mundial. Más grave aún es ver que lo peor de las consecuencias de la devaluación todavía no pegaba a pleno en los indicadores de mayo. ¿Qué va a pasar cuando se vean estadísticamente a pleno los golpes sobre la industria (ya hay estimaciones privadas que estiman -5% en junio para el sector), las ventas (y por lo tanto el comercio) y ni qué hablar, el parate tanto en la obra pública como en la construcción privada en los próximos meses? La respuesta es clara: la proyección optimista del gobierno, que especula con que el número positivo del primer trimestre más algún “rebote” de crecimiento en el cuarto permitiría terminar 2018 con un 0,6% a favor, o incluso el 0,4%, que plantea el FMI es absolutamente incumplible. Lo más probable es que finalicemos 2018 con una recesión abierta y números cercanos a -1% o aún un poco peor.
El carácter “clasista” de esta crisis es el segundo factor que debe analizarse. En medio del vendaval el sector de intermediación financiera creció 10,8%. No es extraño, si lo cruzamos con el dato ya conocido de que la devaluación no le generó perjuicio alguno, sino que, por el contrario, sumó ganancias récord por 13.000 millones de pesos. La contracara es el aumento de las canastas de pobreza e indigencia. Ambas subieron claramente por encima del índice de inflación de junio (indigencia 4,9% y pobreza 4,1%, frente a un IPC “récord” de 3,7). Nada extraño cuando se observa que los incrementos de precios producto de la devaluación pegaron más en alimentos centrales de dicha canasta como pan, harinas y aceites. A esto tenemos que sumarle que sólo en mayo se perdieron 27.200 puestos de trabajo en blanco, según los propios datos oficiales del Ministerio de Trabajo. Por eso no es casual que crezcan la pobreza e incluso la miseria extrema: la asignación universal por hijo (AUH) en septiembre de 2017 era de 1.412 pesos; desde entonces aumentó apenas 11% (a 1.578 pesos), mientras que los precios de la canasta básica subieron 27%.
Las conclusiones son claras: vamos a un incremento de la desocupación, a más pobreza e indigencia y a salarios que van a seguir perdiendo -y mucho- frente a la inflación. Del otro lado, tendremos más ganancias para los bancos, para los monopolios agroexportadores beneficiados con la devaluación pero también con la continuidad en la baja de retenciones y, por supuesto, para los acreedores externos que siguen cobrando millonadas en cada vencimiento de deuda externa.
Todo esto junto con una inflación superior a 30% y ninguna garantía de que, en cualquier momento, no tengamos una nueva corrida del dólar. Es que nada puede “estabilizarse” con una deuda externa que ya supera los 400.000 millones de dólares y con vencimientos por 50.000 millones de acá a fines de 2019. Con este nivel y velocidad de crecimiento del endeudamiento, la Argentina es absolutamente inviable. Con el plan del FMI, peor aún. La única salida es suspender inmediatamente los pagos de deuda externa y desarrollar un plan económico alternativo que priorice la reactivación y las urgentes necesidades populares. De otra manera terminaremos sumidos en el fondo de la crisis, con nuevas corridas cambiarias y bancarias y una sociedad sometida a la marginación y el hambre.