A 40 años de un hito de la “transición española”: Una Constitución para la farsa democrática de la monarquía

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aniversarioEscribe Mariana Morena

El 31 de octubre de 1978 el Congreso de Diputados y el Senado de España aprobaron una Constitución que le garantizó una falsa legitimidad democrática a un régimen monárquico que era continuidad del odiado franquismo. Parodiando al “generalísimo”, todo quedó “atado y bien atado” para preservar “el antiguo orden”. Sólo la enorme traición del PCE y el PSOE explica el retroceso de un movimiento obrero y popular en extraordinario ascenso por la República.

Entre la muerte del dictador Francisco Franco en 1975 (en el poder desde el levantamiento fascista contra la República el 18 de julio de 1936, consolidado tras tres años de guerra civil) y el primer gobierno del PSOE en 1982, el Estado español vivió la denominada “transición a la democracia”. Fue el período donde se consolidó un nuevo régimen monárquico que debía salvaguardar el armazón de las instituciones tras cuarenta años de dictadura. Pese al rechazo que generaba la monarquía en el movimiento de masas -con ansias de libertad y democracia, y entusiasmadas por el triunfo de las revoluciones políticas en Portugal y Grecia-, la corona encabezada por Juan Carlos de Borbón, -designado por el mismo Franco-, los partidos institucionales, la Iglesia y la prensa intentaron hacer ver que se trataba de un proceso “modelo” de salida de la dictadura hacia la democracia, sin “ruptura”. Se pretendió incluso exportarla a Chile y Túnez.

Los pilares de la “transición”
Para legitimar el relato de las “bondades del nuevo régimen”, la transición se apoyó en tres pilares: una ley de amnistía, los pactos de la Moncloa (ver recuadro) y la Constitución. La ley de amnistía significó la impunidad de los crímenes del franquismo entre 1936 y 1948, unos 150.000 asesinatos cometidos con el fin de exterminar a la vanguardia obrera y popular revolucionaria; al mismo tiempo garantizó que los cuerpos de seguridad, los servicios de inteligencia y el aparato político y judicial del viejo régimen pasaran a ser los encargados de velar por el “nuevo orden”. A esto hay que sumar los 600 asesinatos cometidos entre 1975 y 1982 por fuerzas de seguridad públicas y grupos fascistas, así como los miles de detenidos en la represión de las luchas obreras y de los movimientos nacionalistas en Catalunya y el País Vasco.
La Constitución aprobada por las Cortes Generales el 31 de octubre de 1978 constituyó el “broche” de la transición. Su texto fue elaborado por una comisión formada por cinco representantes de los partidos burgueses, uno del PCE y uno del PSOE, lo cual confirma el contenido social del mismo. Con el silencio de la izquierda, la monarquía se aseguró la economía capitalista, la unidad de la patria contra el derecho a la autodeterminación del País Vasco y de Catalunya; los privilegios de la Iglesia, incluyendo el control de un sector importante de la educación que le dio el franquismo, y las tierras para los terratenientes, sin mención alguna de reforma agraria. Así se preservó el régimen con las reformas que aseguraban un funcionamiento democrático parlamentario donde encajaban los partidos de izquierda legalizados (PCE, PSOE) con la figura del rey, no elegible, como jefe de Estado y de las fuerzas armadas garantizando la unidad de España. El mismo rol de Franco por encima de las estructuras del Estado, incluyendo el parlamento, y conservando sus principales símbolos, la bandera y el himno. Ahí nomás se convocaron las primeras elecciones generales, ganadas por la UCD de Adolfo Suárez, el secretario general del movimiento que ahora se vestía de partido político de corte europeo y democristiano.
De este modo se consolidó una verdadera “máscara pseudo-democrática” con raíces franquistas al servicio de los ricos, la banca y las multinacionales, con una corrupción generalizada e impune, y también una auténtica “cárcel de los pueblos” como quedó demostrado el año pasado en Catalunya. El antiguo “orden” sigue prevaleciendo. Como sigue planteada la lucha por una federación de repúblicas socialistas al servicio de los trabajadores y los pueblos.

 


Los Pactos de la Moncloa

Para cortar de raíz las protestas obreras que estallaron a partir del ’73 frente a la miseria generalizada por la crisis del petróleo, con grandes huelgas, vigorosas asambleas, ocupaciones de fábricas e inmensas movilizaciones por reclamos salariales, contra los expedientes de crisis y cierres, en solidaridad con despedidos y otras fábricas en lucha, por derechos sindicales y políticos y contra la violencia represiva, los partidos políticos ya legalizados, incluyendo al PCE (con Santiago Carrillo como secretario general) y el PSOE (con Felipe González), negociaron los Pactos de la Moncloa, firmados en octubre del `77. Si bien el gobierno del “reformista” Adolfo Suárez (líder de la UCD, el partido sucesor del Movimiento Nacional desmantelado durante la transición) garantizó algunas libertades democráticas (los derechos de reunión, asociación política y libertad de expresión y menos restricciones a la libertad de prensa), los pactos significaron un golpe tremendo para el movimiento obrero: legalizaron los despidos libres (hasta 5% de las plantillas), introdujeron la contratación temporal de los jóvenes y fijaron límites en el aumento de los salarios y una devaluación de la moneda. Pero lo más importante fue la exigencia de paz social y del fin de la lucha obrera, que hizo que los grandes sindicatos CCOO y UGT (controlados por el PCE y el PSOE respectivamente) acataran en silencio a cambio de nuevas fuentes de financiación para sus aparatos. Como “contribución” a la estabilización de la monarquía, empezaron a hacer retroceder y traicionar las luchas, debilitando la enorme capacidad combativa del movimiento obrero.

 


 El rol traidor del Partido Comunista Español

El PCE, dirigido por Ramón Carrillo, era el partido que controlaba la mayor parte del movimiento de masas. Su fuerza no se limitaba al movimiento sindical, con las Comisiones Obreras (CCOO) que nucleaban a la mayoría de los trabajadores desde finales de los años `50, sino que tenía gran influencia en barrios y pueblos entre intelectuales y artistas. Políticamente el PCE encabezaba la corriente del “eurocomunismo”, con un discurso y un programa de socialdemocratización desde la perspectiva de que era imposible un proceso revolucionario en Europa occidental, por lo que se fijó tareas democráticas a través de las elecciones y el parlamento burgués. Así fue como el PCE negoció su legalización aceptando las exigencias del gobierno de la transición, que apuntaba a reformar el viejo régimen pactando con el franquismo y la monarquía. Puso todo su aparato político y sindical a trabajar por la legitimidad del régimen heredero de la dictadura, enterrando sus crímenes y avalando que los policías y jueces involucrados en la represión sistemática siguieran en sus puestos. Lo hizo al costo de traicionar las aspiraciones de los trabajadores y los pueblos de luchar por un verdadero régimen democrático representado por la República, y hasta por una revolución obrera.
La política de reforma aplicada por el PCE fue especialmente grave en el terreno sindical, donde ordenó a las CCOO intervenir en el único sindicato permitido por el franquismo, conocido como el Sindicato Vertical (que agrupaba trabajadores y empresarios por la “armonización y la cooperación de clases”), herido de muerte y sin peso en el movimiento obrero. Otro tanto hizo su política de reforma en Catalunya, donde el PSUC tenía influencia de masas en la lucha contra la dictadura, para terminar renunciando a la pelea por la autodeterminación, permitiendo el ascenso del nacionalismo burgués catalán.