Método de interpretación de la historia argentina
Nahuel Moreno no era historiador, pero escribió este sólido trabajo marxista sobre nuestra historia, en sus trazos gruesos, de sus grandes etapas, desde la fundación del Virreinato del Río de la Plata en 1776 hasta la Argentina del primer peronismo. También ubica nuestros orígenes en la polémica sobre las características que tuvo la colonización española y portuguesa en América. ¿Capitalista o feudal?
Las herramientas metodológicas utilizadas al desmenuzar esos grandes períodos son claves para su utilización en el presente y explicar la decadencia del país.
Las herramientas metodológicas utilizadas al desmenuzar esos grandes períodos son claves para su utilización en el presente y explicar la decadencia del país.
El prólogo del historiador Ricardo de Titto enriquece esta reedición y ubica la obra dentro de las polémicas de la historiografía argentina.
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Presentación: Nahuel Moreno, el político que “hizo historia”
Por Ricardo de Titto
Los primeros sesenta
La primera versión de este libro fue un curso que Nahuel Moreno dictó, en sucesivos encuentros, en la Facultad de Farmacia de la Universidad de Buenos Aires, durante el segundo semestre de 1965, donde el trotskismo tenía una fuerte presencia y dirigía el centro de estudiantes por medio de una agrupación surgida del acuerdo con el ala izquierda del humanismo y un importante núcleo de independientes formados en el reformismo universitario. El fenómeno de Farmacia no era excluyente: también en Ciencias Exactas y Naturales y otras facultades el trotskismo aparecía como una importante y muy activa minoría, en momentos en que el Partido Comunista, ampliamente mayoritario en esa franja de la juventud, sufría escisiones y crisis, como la salida del “grupo Portantiero”, con la sucedánea aparición del Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP), asociada a los planes de Guevara y cuyo primer –y único– núcleo militante fue capturado entre abril y mayo del 64; la aparición de disidencias promaoístas, como la que encabezará Otto Vargas desde La Plata y que comienza a criticar el “oportunismo” de la cúpula partidaria; y se concretaba la ruptura del “Vasco” Ángel Bengochea con Palabra Obrera, influido también por el castrismo, quien morirá trágicamente en julio de 1964 junto con casi toda la primera célula de un abortado proyecto foquista.1
En ese período, el rearme teórico era decisivo: el partido de Moreno estaba en tratos de unidad con el Frente Revolucionario Indoamericano Popular (FRIP), un grupo que actuaba en Tucumán y Santiago del Estero, liderado por los hermanos Amílcar, Mario y Francisco “el Negro” Santucho, un apasionado de los estudios de historia colonial. Dotar al partido de una visión estructurada de la historia nacional permitía debatir temas que concluían en cuestiones programáticas y teóricas de primera importancia, como las consignas de transición hacia el socialismo, el papel de la clase obrera y del campesinado y la pequeñoburguesía urbana en esa lucha y, por consiguiente, el propio carácter del partido.
Aquel curso se divulgó luego en sucesivas ediciones –a mimeógrafo– de La Verdad, entre 1965 y 1966. Tuvo entonces una intencionalidad política y en su primera edición de imprenta, de 1972, realizada por la sección de publicaciones de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Nacional de Córdoba, mantuvo el título original de Bases para una interpretación científica de la historia argentina. Allí se presentaban las seis charlas reuniendo la exposición de Moreno con las preguntas de los asistentes y las respuestas del expositor. El Método..., en su versión final y bastante más extensa, apareció recién en 1975. Antes, diversas versiones circulaban entre los estudiantes –yo mismo lo constaté en la carrera de Historia de la Universidad de Buenos Aires– como un apunte de referencia, como unas “bases”, justamente, para quienes quisieran indagar en la perspectiva marxista, en aquella primavera democrática que afloró en las facultades desde mediados de 1972 hasta 1974, los años del “ingreso irrestricto”.
Repárese que en sus primeras ediciones, al estilo de Engels cuando redactó Del socialismo utópico al socialismo científico, se valoró especialmente contraponer la ciencia al conocimiento empírico, desordenado o superficial, propio de quienes no adherían al método marxista y, de ese modo, marcar que el texto señalaba un antes y un después: el término “científico” se suprimió en la edición extensa del año 75 y la palabra “método” sustituyó a “bases”. La tarea, entonces, era deslindar claramente la visión trotskista ortodoxa de las versiones historiográficas en boga, y armar políticamente a las nuevas generaciones que comenzaban a poblar el partido luego de varios años de retroceso, desde la derrota de la “Laica o libre” primero, a fines de 1958, y de la “Resistencia” después, cuando Frondizi, en enero del 59, movilizó al ejército para desalojar el frigorífico Lisandro de la Torre, cuyos obreros enfrentaban su privatización. Ambos procesos culminaron en marzo de 1960 en la implantación del plan Conintes (de Conmoción Interna del Estado), que permitió la persecución y el encarcelamiento de cientos de activistas obreros y estudiantiles.
Cinco décadas después
La diferencia a establecer ahora en cuanto a la oportunidad de esta nueva publicación, a casi cincuenta años de distancia, es que en su momento el país vivía una crisis de su capitalismo semicolonial, pero que de modo alguno era terminal. En estas cinco décadas han transcurrido muchos hechos: la instalación del onganiato (1966), su derrota por el Cordobazo (1969), el retorno de Perón (1973), la dictadura, la entrega y el genocidio (1976), la guerra de Malvinas (1982), el alfonsinismo y el menemato (1983-1999), el estallido nacional de diciembre de 2001 y la instalación, por más de una década, del llamado modelo kirchnerista (2003). Esta reedición se realiza en el marco de un país diferente, cuya decadencia –a diferencia del período 1960-1965– se manifiesta en casi todos los indicadores sociales, como la educación, la salud, la vivienda y el creciente número de excluidos y marginados, sin perspectiva alguna, ni siquiera parecida a la de aquella Argentina en la que apenas empezaban a aparecer las villas miseria.
En efecto, en aquellos años que tanta nostalgia suelen despertar la clase media poblaba las aulas universitarias proyectando el futuro de sus hijos como profesionales, se modernizaba adquiriendo todo tipo de electrodomésticos y autos de fabricación nacional, comenzaba a escuchar a los Beatles, los Rolling Stones y a bailar con Palito Ortega y la “Nueva Ola” del Club del Clan. Discutía sobre la “liberación femenina” –comenzaba a difundirse la píldora anticonceptiva– y cada verano visitaba rigurosamente, aunque fuera una semana, las playas de Mar del Plata, Miramar o Necochea. El radical Arturo Illia era presidente y, a pesar de la proscripción del peronismo, el clima general era democrático. La clase obrera, nucleada en la CGT dirigida por el “Lobo” Augusto Vandor, motorizaba un “plan de lucha” que culminaría con la ocupación de 1200 establecimientos industriales.
Un país culto e informado, que leía Primera Plana o Confirmado, o veía por las noches “El reporter Esso” conducido por un engominado y circunspecto Armando Repetto, mientras disfrutaba del humor de Quino, con Mafalda, su familia y sus amigos reflejando con fineza la época. Se produce la caída de Kruschev en la Unión Soviética, el bombardeo despiadado de Estados Unidos sobre Vietnam, los cuestionamientos –verbales– de Mao Tsé Tung al llamado de Moscú a la “coexistencia pacífica” con el imperialismo, la creciente lucha de las colonias africanas por su independencia, la creación de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y el combate cada vez más resuelto de los negros en Estados Unidos por sus derechos civiles y contra la discriminación racial. El Concilio Vaticano II ponía fin a las misas en latín e intentaba acomodar la Iglesia –a su modo– a los vientos de cambio que soplaban en el mundo.
En la Argentina causan conmoción algunos hechos: se repiten las acciones violentas por parte del grupo Tacuara –que prácticamente fusila a una estudiante de Derecho en ocasión de una conferencia de la madre del Che Guevara– , aparecen los grupos guerrilleros en Salta, y, con grave daño para el edificio, explota una potente bomba en un departamento del Barrio Norte de Buenos Aires: sin muchos datos, los medios culpan a una “célula” terrorista. También hay acciones furtivas, como la de Miguel Fitzgerald, un piloto solitario que desembarca en Malvinas y planta una bandera argentina. Como telón de fondo, el triunfo de la revolución cubana y su radicalización animan a quienes comienzan, cada vez más, a fijarse una perspectiva socialista de cambio revolucionario para el continente y el mundo.
Los hechos, para quien quisiera verlos, preanunciaban los tiempos que vendrían. Nahuel Moreno, dirigente del grupo que editaba el periódico Palabra Obrera, supo apreciar los alcances de esos acontecimientos.
Un curso de historia... y de materialismo
El movimiento estudiantil de los primeros años sesenta, golpeado aún por la derrota sufrida en el duro combate de 1958, estaba hegemonizado por dos corrientes: los reformistas, en su mayoría estalinistas o filoestalinistas con alguna presencia del socialismo y el radicalismo, y el humanismo, cercano a los grupos juveniles católicos. En ambos, por influencia de la revolución cubana y por presión de la clase obrera y el peronismo, se estaban produciendo rupturas significativas. Palabra Obrera tuvo una política específica hacia esos procesos y Moreno se ocupó de dar solidez teórica a las nuevas camadas que se acercaban al trotskismo como alternativa revolucionaria y marcadamente pro obrera, a diferencia del PC y la Federación Juvenil Comunista, cuya tradición era embanderar a la universidad como la “isla democrática”, alejada de las luchas sociales y marcadamente antiperonista, por no decir francamente gorila.2
El deslinde teórico y político, entonces, sumaba versiones algunas de las cuales, en el ámbito del morenismo, eran conocidas como “la charca” –los “comunistas de café”, habituales habitantes nocturnos del bar La Paz de la avenida Corrientes–, discutidores eternos que vivían empantanados en las cuestiones teóricas y las definiciones abstractas –“discusiones entre sapos y ranas”, decía Moreno parafraseando a Einstein–, incapaces de bajar de su torre de marfil para acercarse a los problemas cotidianos del mundo obrero y popular.
En la capital, entre las nuevas agrupaciones estudiantiles orientadas por Palabra Obrera –y desde el año siguiente por el PRT– se destacaron la UPE (Unión Programática Estudiantil) en Farmacia y el FELNA (Frente Estudiantil de Liberación Nacional) en Ciencias Exactas y Naturales, donde claramente emergieron como una tercera fuerza, muy militante y con cuadros destacados. En las multitudinarias movilizaciones de 1965 contra el envío de tropas estadounidenses a la República Dominicana, la corriente estudiantil morenista llegó a tener un orador –dirigente en Farmacia– entre los convocantes a la Plaza del Congreso, y su presencia en los congresos de la FUA se hizo cada vez más notoria y determinante, aunque el PC lograba, habitualmente, imponer su línea, ya fuera mediante maniobras políticas o gracias a la decidida acción de sus entrenadas fuerzas de choque. En este plano, también el activismo estudiantil morenista comenzó a hacerse valer y respetar por su decisión y solidaridad militante.
Político apasionado, Moreno discutía con fervor el carácter de la revolución, para definir las tareas pendientes en un mundo colonial y semicolonial que, en la posguerra, atravesaba un proceso fundamental: la independencia de buena parte de África y la guerra antiimperialista en el Sudeste asiático, tema al que dedicará un trabajo posterior, Las revoluciones china e indochina. Las preguntas a responder eran concretas: ¿Qué grupos de consignas estructuraban el programa de transición para movilizar a las masas? ¿Qué sujeto social y qué sujeto político comandarían –o deberían comandar– el proceso?
Los análisis plasmados en este y otros escritos de la época reafirman la ortodoxia leninista-trotskista de su autor: la clase obrera es la única que puede encabezar el proceso revolucionario hacia el socialismo mundial; las formas democráticas al estilo de los sóviets o de doble poder son imprescindibles para la autoorganización de los trabajadores –sin por eso hacer fetichismo de ningún organismo–; y el partido revolucionario, según el modelo bolchevique del centralismo democrático (el “partido leninista de combate”) y organizado en un partido mundial (la IV Internacional), es la organización política necesaria, atentos en su construcción a lo que la realidad misma indique, sin atarse a esquemas sino a principios y, sobre todo, a la política más adecuada para aprovechar las oportunidades. Para ello, la regla número uno era “intervenir en la lucha de clases”, en lugar de participar como meros “comentaristas”, críticos de la crítica crítica en busca de una perfección teórica –para que la realidad se adapte a la teoría– que la vida misma no puede brindar.
En consecuencia, la presentación de las Bases... sirvió para armar a los nuevos cuadros partidarios, que comenzaban a multiplicarse y a combatir políticamente a los populistas diversos (y, en particular, los peronistas), los estalinistas (y neo estalinistas o maoístas) y las guerrillas, ya fueran de impronta nacionalista o marxista, aunque siempre fuertemente empíricas y poco afectas al estudio profundo y la revisión de sus propios principios, estrategias o tácticas, con una visión científica de la realidad nacional y americana, que diera basamento al partido en un momento crucial de la vida política local. En ese marco se fraguó la consolidación de un nuevo proyecto político superador de la etapa “Palabra Obrera”:3 el 25 de mayo de 1965, el acuerdo con los hermanos Santucho se plasmaría en la fundación del Partido Revolucionario de los Trabajadores.4
Por lo tanto es imprescindible destacar que los diversos posicionamientos políticos, en efecto, responden o se sostienen en análisis históricos: no hay programa político sin la debida base de una caracterización histórico-social.
Un alerta importante
El método que sigue Moreno es el que sugiere la ortodoxia marxista para mejor comprender los sucesos: de lo general a lo particular –el mundo antes que las naciones–, y de la economía y la sociedad a la política, para integrar todos los aspectos con una perspectiva dialéctica, que los estudie y “ponga en movimiento”. Se trata, en consecuencia, de mantener una perspectiva metodológica de análisis: comenzar por ubicar al país en el todo de la economía y la política mundiales, precisar el desarrollo de las fuerzas productivas y relaciones de producción –las relaciones entre las clases y sectores de ellas– y sus conflictos y pugnas de intereses, sustratos que llevan el estudio al plano de la superestructura política e ideológica. Estos pasos adquieren validez para sacar conclusiones cuando se integran en un todo conceptual coherente.
Luego de puntualizar estos pasos que articulan el análisis de cada capítulo del Método..., en la introducción Moreno subraya una idea básica que refiere a su seriedad como investigador social: “Tenemos la obligación de alertar a los jóvenes estudiosos: la sola utilización de los tres elementos enumerados no es suficiente ‘para hacer historia’. [...] Para ‘hacer historia’ realmente, habría que tomar en consideración una variedad de factores subjetivos: los personajes, los proyectos de los partidos políticos (incluso de los individuos), el papel de la gran personalidad, la importancia de las creencias, la vigencia de las ideas, los detalles de las luchas, el análisis de los programas, del arte, de la ciencia, etcétera. Entonces sí, del conglomerado de factores que actúan unos sobre otros resultaría el acaecer histórico”.
En efecto, las ciencias sociales, en particular en la Argentina, han avanzado notablemente en los últimos treinta años, enriqueciendo sus metodologías de investigación e incluso precisando sus fines, que intentan alejarse de la lucha política presente para explicar los fenómenos históricos y sociales en toda su complejidad, evitando los anacronismos, un vicio de los historiadores que acomodan el pasado a sus necesidades presentes (o a sus deseos sobre el futuro).
Por eso, en forma atinada, el autor concluye: “No definimos esta obra como un trabajo de historia argentina, ya que nuestro objetivo central es precisar las grandes etapas de nuestra historia”. La aclaración sobre los alcances del trabajo no hace sino enaltecer la potencialidad del estudio, consciente de sus limitaciones. Porque el logro no es menor: la periodización clarifica, permite al lector armar “cajas” donde ubicar los fenómenos, para incluir en ellas otras “cajitas” más pequeñas, los períodos más breves dentro de las etapas, y estas dentro de las épocas, términos que por cierto también son relativos. Es una operación lógica que facilita comprender situaciones, circunstancias, modulaciones, y precisar los momentos de crisis o rupturas, el “surgimiento de lo nuevo” fundamentando sus causas.
La periodización ayuda a interpretar los momentos, sus crisis y sus cambios, según el desenvolvimiento de las distintas clases, sus sectores, instituciones y dirigentes. El Método... establece así siete “tramos” o períodos de la historia argentina, aunque aclara que solo desarrolla los seis primeros, sin incluir el abierto con la caída de Perón en 1955, caracterizado por la transformación del país en una semicolonia de Estados Unidos. A cada uno de esos períodos le corresponde un capítulo.
En ese tenor, merece destacarse el cierre de la introducción: “Si esta clasificación global es correcta, disponemos de los elementos esenciales para comprender la historia argentina. Si así no fuera, en tanto que investigadores serios debemos tratar de dar con las definiciones correctas de los distintos tramos por los que ha transitado nuestro suceder histórico. Es lo fundamental, insistimos, más allá de los vericuetos de los fenómenos políticos”.5
Los debates con el revisionismo
Al principio de los años sesenta, bajo los efectos aún frescos del gobierno de Perón y su derrocamiento por la llamada “Revolución Libertadora”, que polarizaban todas las posiciones, las polémicas sobre la historia argentina y americana estaban a la orden del día. El grupo Tacuara –un grupo nacionalista de derecha surgido de ámbitos católicos–, por ejemplo, conmemoraría el 150 aniversario del nacimiento de Sarmiento, arruinando con mazazos o pintura varias de sus estatuas en diversos puntos del país. Juan José Hernández Arregui, Eduardo Astezano, Vicente Sierra, Rodolfo Puiggrós, Arturo Jauretche, Jorge Abelardo Ramos, Rodolfo Ortega Peña y su socio Eduardo Luis Duhalde, y el “padre del modelo”, José María Rosa –continuador ideológico de los nacionalistas de los años 30, como los hermanos Irazusta, Carlos Ibarguren y Manuel Gálvez–, cimentaron un muy prolífico revisionismo que utiliza herramientas del marxismo o términos de su léxico teñidos del discurso nacionalista y populista. Muchos de ellos se emparentaron con el peronismo, tanto desde versiones de izquierda, como Hernández Arregui y Ramos, que dieron letra al discurso que retomará el grupo Montoneros en los años siguientes y otros, como Rosa o Sierra, desde una militancia más cercana a la derecha católica del movimiento, como la mencionada antes, del grupo Tacuara. Es de subrayar, sin embargo, que hay un sustrato común a todos: el ataque al liberalismo y a las fuerzas del Imperio –en especial, a Inglaterra y sus agentes colonialistas como Rivadavia–, la defensa de los “federales” y las montoneras del siglo XIX, y el rescate de la figura de Rosas, entre otros lugares comunes. Se construyó así un esquema de conflicto histórico no resuelto: el “pueblo” –así, genérico– versus el Imperio, contradicción que se resumía, para todos ellos, en una contradicción fundamental, “liberación o dependencia”, y en una consigna “¡Patria sí, colonia, no!”. De modo abstracto se solía referir a un hipotético “ser nacional”, que encarnaba al sujeto histórico del cambio: el pueblo y la nación, adheridos a un también sempiterno proyecto americanista de “Patria Grande”.
A esta corriente de la historiografía argentina, con sus matices y diferencias, la encarnan en el presente Norberto Galasso, Mario “Pacho” O’Donnell, Hugo Chumbita y Felipe Pigna, entre otros, historiadores de alta exposición mediática y exitosos en la difusión y venta de sus obras.
En definitiva, estas visiones, atadas a la necesidad de justificar visiones políticas, caen en esquemas maniqueístas: para ellos, la historia se divide entre “buenos” y “malos”, y los personajes, héroes o villanos, priman por sobre los procesos económicos, sociales, culturales y políticos.
Desde una perspectiva marxista, Moreno combate esas simplificaciones, en momentos en que el renacer del nacionalismo –en especial, el peronista– y la creciente influencia del voluntarismo ultraizquierdista planteaban la “pelea por la historia” como una necesidad para reafirmar un programa político. Explícitamente, Moreno polemiza con José María Rosa, el más completo y erudito de los teóricos de aquella escuela historiográfica, que dio letra al “nacionalismo revolucionario”, al cristianismo de izquierda y al guevarismo, hermanados en el concepto latinoamericanista de la “patria grande” y el concepto del “hombre nuevo”, mito encarnado por los seguidores del castrismo y las diversas propuestas guerrilleras dominantes en el escenario de los años sesenta. Aquel “hombre nuevo”, sujeto del cambio, precisaba referentes históricos más allá de los procesos sociales que los originaron, o incluso a pesar de ellos. Si para el revisionismo la “línea histórica” se tejía con la tríada “San Martín-Rosas-Perón”, hoy como ayer los revisionistas amalgaman protagonistas tan diversos –así como procesos y momentos disímiles– como Túpac Amaru, Artigas, Rosas, Dorrego, Facundo Quiroga, Alem, Yrigoyen, Perón y, en particular desde la aparición de Montoneros, Evita Perón y el Che Guevara.
Entre estos publicistas y Nahuel Moreno hay una diferencia cualitativa: ellos creen que “hacen historia” y, lejos de la humildad de quien no es un especialista y previene de eso a sus lectores, construyen narrativas funcionales a los vientos predominantes en la “patria grande”. En efecto, el nuevo relato oficial de la historia, construido desde el kirchnerismo en el poder retoma algunas ideas básicas del revisionismo de los sesenta y lo renueva amalgamándose con ese nacionalismo latinoamericano personificado por el chavismo venezolano y discursos emparentados con él, como el del presidente boliviano Evo Morales, el de Rafael Correa de Ecuador y el sandinismo nicaragüense de Daniel Ortega. En consecuencia, si en los primeros sesenta se trataba de deslindar análisis y caracterizaciones con el peronismo hegemónico en la clase trabajadora pero cruzado por una grave crisis con su líder en el exilio y el vandorismo disputando la dirección efectiva, la reedición de este trabajo en 2012 no puede ser más oportuna: hay debates que, con matices, mantienen su vigencia y la necesidad política de quienes recogen la herencia morenista tiene fuertes similitudes con aquel período.
La versión del estalinismo... liberal
De cualquier modo, en el campo historiográfico, a pesar de aquella embestida del revisionismo que plasmó en decenas de volúmenes e hizo famosos a muchos escritores del momento, el tablero era aún dominado por los esquemas plagados de ideología liberal, que, inscriptos en la matriz originada por Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López, pulida con los aportes de Levene padre e hijo y los trabajos de la Academia Nacional de la Historia, constituía la tradicional “historia oficial” que se enseñaba en las escuelas, con los manuales de Grosso o los enciclopédicos libros de José Cosmelli Ibáñez y José Carlos Astolfi. En estos textos escolares primaba el mismo paradigma ejemplar de los revisionistas, aunque con otras figuras: salvo San Martín, reivindicado por unos y otros, en esta versión los “intocables” eran Moreno, Rivadavia, Sarmiento, Roca y la gesta de Caseros, en tanto que Rosas –que gobernó Buenos Aires y dirigió las relaciones exteriores de la Confederación Argentina durante casi un cuarto de siglo– era limitado a la figura del tirano y convertido casi en un innombrable en las aulas. El estalinismo criollo, que se inscribía en esa misma secuencia liberal de Mayo-Caseros, “democrática y antidictatorial”, tenía como historiadores y escribas de la ortodoxia a Leonardo Paso, Héctor Agosti, Rodolfo Ghioldi, Oscar Arévalo, Fernando Nadra y algunos históricos “camaradas de ruta”, como Aníbal Ponce, numen de los intelectuales estalinianos. A esta visión, se agregaría después la de los disidentes maoístas que conformarán el Partido Comunista Revolucionario a principios de 1968, especialmente preocupados por destacar el papel del campesinado.
Sin embargo, tanto revisionistas como estalinistas –los “históricos” prosoviéticos como los “renovadores” prochinos– , a pesar de sus enconados debates, coincidían en una cuestión esencial: el camino al socialismo implicaba la aceptación de una alianza con la llamada burguesía nacional para realizar las tareas democráticas inconclusas y, para ello, construían una visión de la historia argentina y latinoamericana a medida de ese programa.
En efecto, se trataba de demostrar que existía una burguesía “progresista” dispuesta a enfrentar al imperialismo y a los terrateniente latifundistas. Esa burguesía, acompañada por un amplio frente de clases –la clase media urbana, la clase obrera y el campesinado–, realizaría la “liberación nacional” y, enfrentando a los grupos monopólicos y concentrados, plasmaría una reforma agraria que dividiría la tierra entregándola a los campesinos, minifundistas y jornaleros, con formas cooperativas de producción, e industrializaría el país concretando la postergada independencia nacional. Es la teoría de la “revolución por etapas”, que se despliega en el ámbito nacional, opuesta por el vértice a la concepción trotskista de la “revolución permanente”, internacionalista por definición.
Para justificar esta estrategia, era preciso acomodar las piezas de la historia y, entonces, se enfatizaba en el carácter feudal de la colonización española en América, asociando el latifundio, exclusivamente, con la gran extensión territorial, semejante a las formas precapitalistas. El debate complicaba incluso a los hermanos Santucho, quienes desde Tucumán insistían en las supervivencias feudales de la producción agrícola-industrial, sobre todo en el noreste y el noroeste del país. La cuestión, por lo tanto, incumbía al propio proyecto de partido. Volveré sobre el tema a propósito del comentario sobre las “Cuatro tesis...”.
El marxismo como corriente historiográfica y los matices en el trotskismo
Ese debate teórico alcanzaba también a sectores de la intelectualidad, varios de ellos de formación trotskista o trostkizante. Silvio Frondizi, organizador del grupo Praxis, fue de los primeros en manifestar sus simpatías al impulso de Guevara a la revolución continental. Aunque al principio polemizó con el castrismo, terminó por adherir a sus grandes líneas y culminó asociado al proyecto guerrillero del PRT-ERP –en rigor, el Frente Antiimperialista y por el Socialismo (FAS), organización de superficie del PRT–, dirigiendo una de sus publicaciones, Nuevo Hombre.
De matriz morenista, también para la misma época, confluye la tarea de Milcíades Peña. Muy joven, en 1947, Peña, que aún calzaba pantalones cortos como se acostumbraba entonces, comenzó a militar en el partido morenista de La Plata, el Grupo Obrero Marxista (GOM).6 Especialmente interesado en los estudios económicos e históricos, de una inteligencia que lo destacaba en un medio proletario y, como él lo reconocía, no muy dado a la militancia disciplinada en los frigoríficos de Berisso y Ensenada donde el partido centraba su esfuerzo, Moreno lo alentó a trabajar en común sobre la historia argentina y americana. Sobre la base de tesis de Moreno, Peña profundizaba la investigación empírica que diera sustento a las hipótesis y enriqueciera los estudios primarios o los temas esbozados por Moreno en sus grandes líneas. Ese trabajo en colaboración se extendió durante casi toda la década del cincuenta.
Producido el golpe de 1955, la dirección partidaria decidió la publicación de Estrategia, una revista dedicada a cuestiones teóricas y que apuntaba a los análisis de la realidad internacional, y Moreno impulsó a Peña como su primer director. En esta publicación colaboró también el poeta, cuentista y ensayista Luis Franco, quien, como historiador, tenía en su haber ya varios estudios de alta calidad literaria, con enfoques novedosos, dominio enciclopédico de los temas y mirada profunda.7
El abordaje intelectual de Peña se fue distanciando de la mirada política de Moreno y comenzaron a dibujarse diferencias de análisis entre ellos. Peña, por ejemplo, negaba a la Revolución de Mayo su carácter de tal porque no se había producido una revolución social, o de cambio de clase en el poder de Estado. Para Moreno, en cambio, aquella había sido, sin lugar a dudas, una revolución política, anticolonial y antimonárquica en los hechos y más allá de las intenciones de sus protagonistas. En este análisis se ponía de relieve ya la diferencia de comprensión de ciertos términos: lo que admitía en Moreno una comprensión relativa –revolución o reforma respecto de qué se esté hablando–, en Peña aparecía como categorías absolutas, inmanentes. Estas diferencias se ponían al rojo vivo cuando el tema era la realidad del peronismo, principal obstáculo para la revolución a realizar. Moreno, atento a la “cuestión nacional” y siguiendo las tesis de la Tercera Internacional, intentaba responder a las contradicciones propias de un país dependiente y no descartó, por ejemplo, la táctica del “entrismo” en el movimiento; Peña. en cambio, tendía a simplificar el análisis denunciando a la burguesía semicolonial por su servilismo y su incapacidad para luchar de modo independiente. De esa visión unilateral solo podía desprenderse una incomprensión del fenómeno y una política sectaria limitada a la denuncia (que, por otra parte, había sido el error cometido –y corregido– por el propio Moreno en los primeros años del GOM).
Ya entrados los sesenta Peña dio forma a una revista que hizo época. Las Fichas de Investigación Económica y Social aparecieron hasta poco después de su trágica desaparición, y han quedado como un hito del pensamiento marxista de aquellos años. Además, escribió los siete pequeños tomos titulados Historia del pueblo argentino, que felizmente han sido reeditados en varios formatos. En el análisis de Peña hay, sin duda, una impronta de los años en que trabajó junto con Moreno. Al tomar vuelo propio, el joven Peña se inclinó hacia explicaciones de un marxismo fuertemente economicista, más cercano al primer Marx que a las visiones políticas de Lenin y Trotsky. El lector encontrará en este Método de interpretación... algunas guías fundamentales para precisar aspectos que Peña por momentos soslaya evitando comprometer su mirada sobre el conjunto de las contradicciones y su dinámica.8
Debemos apuntar también que este trabajo pionero de Moreno, además de los aportes de Peña, será acompañado desde 1970 por la publicación de algunos trabajos de historiadores de formación trotskista, como Alberto J. Plá y Hugo Sacchi, incluidos en las colecciones “Historia del movimiento obrero” y “Transformaciones”, del Centro Editor de América Latina. Con sus matices, todos ellos colaboraron para fortalecer una corriente historiográfica marxista que es rescatada en la actualidad, mientras que la originada en el estalinismo casi ha desaparecido desde la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética, sin dejar huella de interés. Apuntemos que el maoísmo también incursionó en trabajos históricos que justificaran la concepción del “frente de las cuatro clases” que da vida a a su ideología y programa. El principal dirigente del naciente PCR, Otto Vargas, es autor, entre otros trabajos, de Sobre el modo de producción dominante en el Virreinato del Río de la Plata. Por lo general, son estudios que no han trascendido mucho más que en las propias filas militantes.
Las polémicas entabladas por Moreno, por otro lado, no se limitaron a los cientistas sociales o los políticos locales. Polemizó con el historiador Luis Vitale, residente en Chile, y en el marco de la IV Internacional debatirá las tesis políticas y económicas del belga Ernest Mandel, y unirá su voz a la del estadounidense George Novack para discutir también con el marxista alemán André Gunder Frank, uno de los fundadores de la teoría de la dependencia y crítico del desarrollismo.
El SLATO, Hugo Blanco y el guevarismo
Lo que Moreno tenía por delante, como siempre en su vida, era el combate político, la participación en la lucha de clases. Por eso, además de este rearme teórico y de las cada vez más precisas discusiones con el guerrillerismo guevarista, Moreno era, a la vez, el artífice del Secretariado Latinoamericano del Trotskismo Ortodoxo (SLATO), estructura que había apoyado, hasta el encarcelamiento de Hugo Blanco –su principal dirigente– en mayo de 1963, la experiencia de toma de tierras y la lucha y sindicalización campesina en una amplia zona del Cusco (Perú). Blanco, de familia campesina, se había incorporado años antes al partido, cuando cursaba estudios universitarios en La Plata y, ya militante, se había “proletarizado” en un frigorífico de la zona y participó activamente de la lucha contra el golpe de 1955 y la posterior resistencia a la “Libertadora”. El SLATO fue un intento de reagrupar fuerzas, mientras la Internacional vivía un proceso de disgregación, que culminó en 1963, cuando las fuerzas del mandelismo acuerdan con el Socialist Workers Party (SWP) de Estados Unidos –dirigido por James P. Cannon– la formación del Secretariado Unificado de la IV internacional, a la que el SLATO se sumará, de modo crítico, al año siguiente.
El Secretariado Latinoamericano, con grupos organizados en la Argentina, Perú, Bolivia y Chile, y contactos en Uruguay, Brasil y otros países de América Latina, editaba la revista Estrategia, que dirigía el mismo Moreno. En aquel 1964, sus páginas dieron cabida a fuertes polémicas, que de modo alguno son ajenas al Método de interpretación de la historia argentina: todas ellas deben ubicarse en el marco del rearme político del trotskismo, en particular ante la creciente influencia de la revolución cubana en la juventud argentina y americana. Cabe destacar un trabajo liminar, casi profético, publicado en el segundo número de Estrategia, titulado “Dos métodos para la revolución latinoamericana”,9 donde Moreno vaticina la inexorable debacle de la estrategia guerrillera y desmenuza los errores de enfoque del foquismo.10
No es casual, por lo tanto, la profusión de trabajos que “marcan territorio”, reafirman principios y polemizan desde diversos ángulos con el castro-guevarismo, el estalinismo y los populismos nacionalistas, como el peronismo y el cristianismo de izquierda, encarnado por el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (MSTM). Los jóvenes que se acercaban al partido –muchos rompiendo con el PC, o provenientes de la Juventud de Acción Católica y el humanismo universitario, o tras agotar su experiencia con el peronismo hegemonizado por el “Lobo” Vandor– necesitaban “reorganizar sus cabezas”, como destacó un cuadro captado en ese proceso: el trotskismo volvía a explicarles el mundo y a poner las cosas en orden para la militancia.
La importancia de las “Cuatro tesis...”
En el mismo sentido, es pertinente y especialmente relevante que en la presente edición se anexen las “Cuatro tesis sobre la colonización española y portuguesa”, un trabajo presentado por primera vez en 1948, publicado en la revista Estrategia en 1957, y reeditado en el primer número de Revista de América (Montevideo) en 1970.
Si algo emparenta ambos trabajos es la común visión de la economía mundial como un todo, con sus híbridos y particulares combinaciones, en la que el esclavismo, el feudalismo, el capitalismo mercantil e industrial, y aun el capitalismo en su etapa imperialista, presentan, a nivel global, todo tipo de desarrollos desiguales y combinaciones, si se quiere, curiosas. En efecto, las estructuras superiores de producción admiten mecanismos y formas, modos y medios de producción de etapas anteriores. Sirvan como ejemplo los algodonales del sur de Estados Unidos o los ingenios cubanos o brasileños, que apelaron al esclavismo hasta finales del siglo XIX, y las diversas formas de producción a que recurrieron los encomenderos, conquistadores y colonizadores españoles en América, pasando por los más diversos mecanismos para reemplazar la carencia de mano de obra asalariada o, como señala Moreno, de un “ejército industrial de reserva”: la mita, la encomienda, el yanaconazgo, la pequeña producción familiar con unos pocos esclavos, y los miles de guaraníes sometidos en las misiones jesuíticas y especialmente dedicados a la producción de yerba mate, artesanías o hilados, destinados al comercio en otras latitudes americanas, hasta con agencias de venta transoceánicas, ubicadas en puntos tan remotos como la China y las Islas Filipinas.
Apuntemos, a propósito, que el comercio “monopólico” de España de los metales preciosos extraídos por los nativos tuvo como principal comprador, durante muchos años, a emperadores de Extremo Oriente que eran, desde un aspecto formal y ajustándonos a sus mecanismos institucionales de gobierno, tan poco “burgueses” y “capitalistas” como sus pares de Lisboa, Castilla y Aragón.
Haciendo uso de la teoría del desarrollo desigual y combinado, Moreno tuvo la claridad de enfrentar las posturas simplistas, sobre todo las que asimilando forma y contenido sostenían que la colonización americana había sido típicamente feudal y originando estructuras feudales, explicó cómo toda la conquista se realizó en el marco de la expansión mundial del capitalismo mercantil, y que las formas de propiedad no debían ocultar el fondo de la cuestión. Las tesis que elaboró a fines de la década del 40, y que ahora se anexan en este libro, han sido confirmadas por los historiadores profesionales y el carácter capitalista de la colonización española, portuguesa, francesa, holandesa, inglesa, italiana y alemana, que se inicia con la llegada de Colón y los primeros “adelantados” a América, y las exploraciones en Oriente de Vasco da Gama y las animadas por el muy burgués empresario marítimo Enrique, el Navegante (que a pesar de su nombre jamás se embarcó en esas cruzadas). Todas fueron rotundamente capitalistas, animadas por el lucro, aunque recurrieran a formas precapitalistas de producción. Por caso, las explotaciones mineras, como la del cerro Potosí en el Alto Perú, o las misiones jesuíticas en la región de influencia guaraní, fueron empresas que destinaban su producción al mercado mundial con una amplia red comercial y financiera que se extendía por todo el globo, desde Europa al sur de África, la India, el Japón y la costa oeste de Norteamérica.Los centros financieros, ubicados sobre todo en el norte de Europa, reconocidos como grupos “familiares” de banqueros –los Függer, los Welser–, eran en definitiva los que hacían su agosto detrás de las empresas enviadas por las casas reales, como los famosos “Reyes Católicos”, pioneros de la unificación española –y el sojuzgamiento de catalanes, vascos, gallegos y otras nacionalidades–, o los borbones, que aún gobiernan el Estado español.11 El mérito de Moreno, cuya defensa de los principios lo hizo encarnar la corriente “ortodoxa” del marxismo, es, justamente, que esa ortodoxia renegaba de las visiones unilaterales y esquemáticas y trataba de interpretar la realidad en toda su complejidad, tal cual se da, evitando deformarla o sustituirla por deseos o esquemas preconcebidos, buscando, con la herramientas del marxismo y un “método de interpretación”, causas explicativas del atraso y la decadencia de los países coloniales y semicoloniales y, en este caso en particular, de un país “rico y culto” como la Argentina.
Los debates de aquellos primeros años sesenta hablaban incluso –equivocadamente– de la Argentina como un subimperialismo que, a partir de rentas diferenciales y beneficios comerciales por su relativo poderío industrial, oprimía a países limítrofes y de la subregión. Las tesis de Moreno permitían refutar las visiones superficiales que, en el fondo, abonaban la visión frentepopulista de estalinistas y peronistas y nacionalistas de izquierda, que el tiempo ha demostrado completamente endeble: el país, limitado a su histórico papel de exportador de commodities (ahora soja y minerales), cada vez tiene menos relevancia internacional.
Se puede apreciar, entonces, que el método con que el libro comienza a ubicar al lector es el de partir de la realidad mundial para comprender las particularidades nacionales, sin que ello implique disolver lo concreto en lo abstracto o diluir las diferencias nacionales en generalizaciones sobre la economía y política mundial, o de una región o continente. Para “hacer historia” así como para elaborar política, “desde hace cuatrocientos o quinientos años no hay ningún país del mundo cuya historia pueda interpretarse de otra manera que no sea refiriéndola [...] a la historia del conjunto de la humanidad”. De ahí que el intento de mirar siempre primero los acontecimientos globales lleve a “aterrizar” en lo nacional para precisar sus especificidades. Ese primer párrafo del Método... evidencia la coherencia del autor más de una década después de elaborar las Tesis, que él mismo definió como “apresuradas” en su carta a Peña de 1957, que se reproduce en esta edición.
Moreno hace escuela
No nos extenderemos en desarrollar aquí lo que el mismo Moreno detalla en su introducción, esto es, los “pasos” del análisis; la realidad mundial e internacional; el desarrollo de las fuerzas productivas; las relaciones de producción o de clases, y de sectores de ellas, para, por fin, estudiar la superestructura institucional e ideológica, los “aparatos” del Estado, las luchas políticas, los medios de comunicación y otros aspectos de la vida social y cultural que inciden e intervienen en los aspectos anteriores. Esa visión de la teoría marxista era preocupación fundamental del autor en la formación de los cuadros de su partido. Tanto en el Grupo Obrero Marxista de 1944, o en el Partido Obrero Revolucionario (POR) en los años cincuenta, o en Palabra Obrera, o el Partido Revolucionario de los Trabajadores (después PRT-La Verdad) o el Partido Socialista de los Trabajadores, Moreno, en forma personal, se preocupaba por realizar periódicas escuelas de formación, que cubrían diversos aspectos de la teoría marxista, como lógica, economía, “partido, programa y movilización”, alienación, teoría de la revolución permanente, entre otros temas que, progresivamente, recayeron en compañeros que se especializaron en ellos. Todas las escuelas de cuadros empezaban por las categorías del materialismo histórico: infraestructura, estructura y superestructura, las dinámicas entre ellas y su devenir a través de la historia de la humanidad. Las crisis que permitían el cambio de una sociedad a otra –según un modelo, por supuesto, “ideal” o abstracto, un constructo, ya que esa secuencia no se siguió en ningún territorio preciso–, del comunismo primitivo a la sociedad asiática de riego, el esclavismo, el feudalismo y el capitalismo, eran producto del choque en el desarrollo de las fuerzas productivas con las relaciones de clase existentes, que se expresaba en la lucha de clases, como la de los burgueses emergentes y el pueblo plebeyo contra los señores feudales, que darían lugar a las revoluciones democrático burguesas.
La insistencia de comenzar por estas categorías no era casual; era un modo de formar en la inteligencia de que nada en la realidad es lineal, por lo que hay que evitar los esquemas, propios del estalinismo y del marxismo libresco e intelectual, e incluso del trotskismo sectario. Una expresión de esa tendencia que intenta poner al marxismo en un molde rígido fue el trabajo de la dirigente del PC chileno, Martha Harnecker, y sus Conceptos elementales de materialismo histórico, verdadera biblia fosilizada de las categorías marxistas, que tuvo amplia difusión en ámbitos universitarios argentinos y americanos. Su desarrollo, simple y esquemático, lo hacía atractivo y ahí residía la trampa: la formalización conceptual liquidaba a la dialéctica y al estudio de lo concreto –de lo pensado a lo representado– en toda su riqueza. Los Conceptos elementales... eran –y son– la negación del marxismo, que dice que la realidad es superior a cualquier esquema.
En la visión de Moreno, por el contrario, a la vez que se subrayan categorías de análisis precisas, se trata, en el más clásico sentido leninista, de “ser concretos” y prestar atención a las particularidades de las situaciones, huyendo como la peste de la tentación de trazar generalizaciones abstractas e inservibles para la acción práctica. Comenzar los cursos con el materialismo histórico tenía como fin “abrir las mentes” de los militantes para armarlas con categorías sólidas y a la vez hacerlos flexibles. Así entendía Moreno el verdadero marxismo, y por esa razón tuvo el mérito de introducir la epistemología genética de Jean Piaget mucho antes de que esos estudios penetraran en el mundo educativo. Su trabajo “Lógica marxista y ciencias modernas”, que fue publicado por primera vez en 1973, en coincidencia con la edición en castellano de la Introducción a la lógica marxista, de George Novack para polemizar con aspectos de este trabajo, testimonia como ningún otro ese espíritu crítico y abierto a las investigaciones científicas y las novedades teóricas, que animaba a Moreno y que se preocupaba por inculcar en sus seguidores.
En síntesis, el Método de interpretación de la historia argentina, con toda su solidez analítica y el logro de una periodización histórica, que surgió como un trabajo más ligado a las necesidades militantes y políticas del momento que al interés académico, como es lógico en alguien cuya vida estuvo motivada por la pasión política y la tarea cotidiana de construir un partido revolucionario, marcó un hito en la historiografía marxista local, una de las tres corrientes del pensamiento histórico argentino.
Cincuenta años después, es de especial interés su reedición y lectura. Se trata de un texto liminar de la producción historiográfica americana y una de las principales obras del dirigente trotskista más importante de estas latitudes. Su publicación, tal vez, anime a investigadores de formación marxista a continuar y actualizar el texto, en el mismo espíritu crítico de su autor, enriqueciéndolo, como seguramente a él le hubiera gustado, con los aportes propios de la investigación científica que Moreno tanto respetaba.
2. No es tampoco casual que en 1964 se desprendiera del grupo Praxis, comandado por Silvio Frondizi, un grupo trotskista, dirigido por Jorge Altamira y conocido por el nombre de su publicación, Política Obrera.
3. Casi coincidentemente, muy poco antes, Palabra Obrera presentó otro escrito de Moreno, Argentina, un país en crisis (Editorial Estrategia, 1964), un trabajo de otra envergadura y pretensiones que el Método de interpretación... pero de indudable valor en su momento para armar al partido, y en el que pueden leerse muchas líneas coincidentes con este texto. Este trabajo, poco conocido, será reeditado en esta misma colección junto con La lucha recién comienza, de 1966.
4. En abril de ese mismo año se había fundado Vanguardia Comunista, un grupo que, proveniente de una división del viejo Partido Socialista y simpatizante del castrismo, captó a dirigentes expulsados del PC (como el dirigente de prensa Emilio Jáuregui), y evolucionó hacia el maoísmo.
5. Para el lector que desee una continuidad es, tal vez, recomendable empalmar con ¿Qué es y qué fue el peronismo?, de Ernesto González, publicado por primera vez en 1973 con la intención de polemizar con la nueva vanguardia obrera y estudiantil surgida desde el Cordobazo. Y continuar con 1982, empieza la revolución, del mismo Moreno (www.nahuelmoreno.org), que analiza el período siguiente –en particular los años de la dictadura–, hasta la Guerra de Malvinas y sus consecuencias. Si bien ambos trabajos tienen un perfil más político que intención historiográfica, son indudables continuidades de este Método de interpretación... y actualizan su mirada hasta el retorno de la democracia en 1983. En el plano político, permiten llegar hasta el lanzamiento del último proyecto orientado y dirigido por Moreno, el Movimiento al Socialismo (MAS), creado a fines de 1982.
6. Al respecto, consultar “Milcíades Peña: el testamento silenciado”, en es.scribd.com/doc/60492655/Mil-CIA-Des
7. Entre las obras publicadas hasta 1960 merecen mencionarse, entre otras, El general Paz y los dos caudillajes, Anaconda, Buenos Aires, 1933; El otro Rosas, Claridad, Buenos Aires, 1945; Rosas entre anécdotas, Claridad, Buenos Aires, 1946; Antes y después de Caseros, Reconstruir, Buenos Aires, 1954; Sarmiento y Martí, Lautaro, Buenos Aires 1958; Biografía Patria, Stilcograf, Buenos Aires, 1958; Domingo F. Sarmiento (antología), Cía. Gral. Fabril Editora, Buenos Aires, 1959.
8. Las Fichas salieron hasta poco después del suicidio de Milcíades Peña, ocurrrido en diciembre de 1965.
9. Nahuel Moreno, “Dos métodos frente la revolución latinoamericana”, revista Estrategia, año 1, Nº 2, tercera época, septiembre de 1964, pp. 33-84. Véase www.nahuelmoreno.org. También disponible en: http://www.marxists.org/espanol/moreno/obras/05_nm.htm
10. En la síntesis final de “Dos métodos...” Moreno comienza por resaltar los puntos en común con Guevara, el rechazo a la colaboración con la burguesía, el carácter violento de la revolución y su visión internacionalista y, a continuación, puntualiza con precisión las diferencias teóricas y prácticas con las tácticas del foquismo.
11. En el texto se menciona al historiador Sergio Bagú, que en 1949 publicó Economía de la sociedad colonial y tres años después, Estructura social de la Colonia, afirmando una visión similar, apoyada en una carga empírica sustancial. Bagú, desde entonces, fue considerado un decisivo teórico mundial de la dependencia y de las relaciones centro-periferia, junto con Theotonio Dos Santos, André Gunder Frank y Celso Furtado, entre otros. Moreno –con quien por entonces colaboraba Milcíades Peña- encontró en este estudio un nuevo sustento para las elaboraciones que ya venían realizando en el GOM-POR, y para las definiciones anticipadas en las Tesis de 1949. En efecto, en La economía Bagú había afirmado: “El régimen económico luso-hispano del período colonial no es feudalismo. Es capitalismo colonial [...]. Lejos de revivir el ciclo feudal, América ingresó con sorprendente celeridad dentro del ciclo del capitalismo comercial [...]. Más aún: América contribuyó a dar a ese ciclo un vigor colosal, haciendo posible la iniciación del período del capitalismo industrial, siglos más tarde”. Como se aprecia, Bagú tomaba al capitalismo como un fenómeno mundial e incluía la conquista y colonización de América en ese proceso, más allá de las variadas formas que tomara el modo de producción. Para quien esté interesado en ampliar esta cuestión, la he desarrollado en R. de Titto, La joya más preciada. Una historia general de la Argentina, cap. 2, El Ateneo, Buenos Aires, 2008.
*Ricardo de Titto: investigador y docente, miembro de la Asociación Argentina de Investigadores de Historia (AsAIH).
Es autor, entre otras obras, de Los hechos que cambiaron la historia argentina en el siglo XIX y en el siglo XX (obra en dos tomos, El Ateneo, 2002, 2004), Voces en las calles. Los volantes políticos en la historia argentina (Aguilar, 2007), La joya más preciada. Una historia general de la Argentina (El Ateneo, 2008), Hombres de Mayo (Norma, 2010), Breve historia de la política argentina (El Ateneo, 2010), Yo, Sarmiento (El Ateneo, 2011), y director de la colección “Claves del Bicentenario”, y autor y compilador de los catorce tomos de “Pensamiento político argentino” (El Ateneo, 2009-2010).