Escribe Federico Novo Foti
Hace 80 años se llevó a cabo la Conferencia de Potsdam. Tras la rendición del nazismo en la Segunda Guerra Mundial, los líderes de las potencias vencedoras se reunieron para terminar de delinear un nuevo orden mundial capitalista dominado por Estados Unidos y para repartirse zonas de influencia con los burócratas que gobernaban la URSS.
Entre el 17 de julio y el 2 de agosto de 1945 se celebró la Conferencia. La localidad, cercana a Berlín (Alemania), antigua capital de la monarquía prusiana, recibió a los líderes de las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial. Ellos eran el presidente de Estados Unidos, Harry Truman (que había reemplazado al fallecido Franklin D. Roosevelt), el primer ministro británico, Winston Churchill (que sería reemplazado durante la conferencia, tras perder las elecciones, por el laborista Clement Attlee) y José Stalin de la URSS.
Desde febrero de 1943, después del triunfo soviético en la batalla de Stalingrado, el avance del Ejército Rojo sobre los ejércitos alemanes en Europa oriental se volvió arrollador. En junio de 1944 se produjo el desembarco en Normandía de las tropas inglesas, norteamericanas y de otros países capitalistas que avanzaron sobre el territorio francés ocupado por los nazis. En abril de 1945, el Ejército Rojo entró en Berlín. La derrota final del nazismo, a comienzos de mayo, quedó inmortalizada en la imagen del soldado soviético colocando la bandera roja en lo alto del edificio del Reichtag (Parlamento) alemán.
Entre tanto, los líderes de las potencias aliadas comenzaron a tejer acuerdos para delinear el orden capitalista de la posguerra. La primera conferencia se hizo en Teherán (Irán) a fines de noviembre de 1943. La conferencia de Yalta (actual Crimea, hoy invadida por Rusia) se desarrolló en febrero de 1945. La de Potsdam fue la tercera y última.
Salvar el dominio imperialista mundial
El triunfo del Ejército Rojo en Stalingrado había cambiado el curso de la guerra y provocado un inmenso ascenso de las masas europeas contra el nazismo. Entre abril y mayo de 1943 se levantó el gueto judío de la ciudad de Varsovia (Polonia). En agosto de 1944 estalló la insurrección de toda la ciudad. Se fortalecieron los maquis y partisanos, las organizaciones de la resistencia antifascista francesa e italiana. En Grecia se consolidó la guerrilla antifascista dirigida por el Partido Comunista, que comenzó a ser combatida por las tropas británicas para evitar que tomaran el poder. En Yugoslavia las fuerzas de Josip Tito avanzaron sobre los ocupantes nazis hasta dominar casi todo el territorio.
Los líderes imperialistas temieron que su dominio se viera cuestionado por el ascenso revolucionario de las masas. Así fue que pergeñaron, con la criminal colaboración de Stalin, aquellas conferencias, cuyo objetivo era frenar o aplastar la revolución socialista en Europa y en el mundo.
En Potsdam, Truman, Churchill y Stalin pactaron la “desmilitarización” y partición de Alemania. Berlín quedó dividida en cuatro zonas, con tropas de ocupación rusas, yanquis, inglesas y francesas. A pesar de la pretendida “desnazificación” del país, el objetivo era desmembrar al poderoso proletariado alemán, para no correr el riesgo de que recuperara su experiencia de organización y tradición marxista.
Asimismo, acordaron dividir Europa en “dos esferas de influencia”. La parte occidental fue reconstruida económicamente con la ayuda estadounidense (el Plan Marshall). Stalin se comprometió a que los partidos comunistas de Italia y Francia, que dirigían importantes organizaciones de la resistencia abandonaran las armas y se volcaran a la reconstrucción capitalista. Ordenó detener un proceso que se podía encaminar al triunfo de la revolución obrera y socialista en esos países. En Europa oriental, dominada por el Ejército Rojo, Stalin se comprometió a mantener el capitalismo e instalar gobiernos “de unidad nacional” con las respectivas burguesías locales, sin avanzar en su expropiación. En contrapartida, los aliados reconocieron esos territorios como parte de la influencia soviética.
A pocos días de terminada la conferencia, Estados Unidos lanzó las bombas atómicas sobre la población de Hiroshima y Nagasaki en Japón. La rendición japonesa del 15 de agosto marcó el final de la guerra.
El desorden capitalista mundial
A pesar de los pactos de finales de la guerra, de la hegemonía del imperialismo estadounidense y de la traición del estalinismo, el ascenso revolucionario de las masas continuó. Se expropió y terminó con el poder burgués en los países de Europa oriental, surgiendo nuevos estados obreros, aunque dominados por la burocracia. Se liberaron gran parte de las colonias, en especial las británicas y francesas, en Asia y África. En 1949, la revolución china encabezada por el PC y Mao Tse Tung terminó expropiando a la burguesía, constituyendo un nuevo estado obrero burocrático. En el marco del dominio mundial del capitalismo imperialista, en un tercio de la humanidad se había expropiado a la burguesía.
En 1989, la caída del muro de Berlín, símbolo de la división de Alemania, marcó el inicio de un nuevo ascenso de masas que terminaría con las dictaduras estalinistas en los países de Europa oriental y la URSS. La posterior restauración capitalista en aquel tercio de la humanidad no pudo revertir su crisis y decadencia. Por el contrario, desde 2008 atraviesa la crisis económica más grave de su historia. Se han profundizado la crisis de la hegemonía estadounidense y el desorden mundial. Avanza el fenómeno de la ultraderecha y se acelera la carrera armamentística en Europa, incluida Alemania, mientras Rusia sigue empantanada en su invasión a Ucrania por la resistencia del pueblo ucraniano.
Todo esto ha llevado al gobierno de Donald Trump a cuestionar los pactos y el orden de posguerra, e intentar una contraofensiva imperialista contrarrevolucionaria con el objetivo de reforzar la hegemonía estadounidense, derrotar las luchas de las masas, barrer sus conquistas y reforzar la explotación de la clase trabajadora.
Sin embargo, los pueblos del mundo, con lógicas desigualdades, continúan enfrentando las políticas de ajuste, saqueo y la opresión capitalista. Prueba de ello es la heroica resistencia del pueblo palestino contra el genocida Estado de Israel. La pelea sigue abierta.
Ver Correspondencia Internacional, Nº 54, abril-julio 2025 y www.uit-ci.org
Escribe Federico Novo Foti
Nahuel Moreno, dirigente y fundador de nuestra corriente trotskista, señaló tres aspectos fundamentales de los acuerdos de finales de la Segunda Guerra Mundial.
Primero, afirmó que “a partir de la postguerra, todo el mundo capitalista, incluidos los países imperialistas, tiene que aceptar el liderazgo y dominio norteamericano”.
En segundo lugar que “se establece un frente único contrarrevolucionario entre el imperialismo y la burocracia del Kremlin (estalinista), sobre la base de la coexistencia pacífica, concretado en Yalta (febrero 1945), Potsdam (julio-agosto 1945) y el nuevo ordenamiento mundial: la ONU, el reparto de zonas de influencia, etcétera. Aunque se produce “la guerra fría” y profundos roces entre Washington y Moscú, aunque se dan varias guerras calientes contrarrevolucionarias, como las de Corea e Indochina (Vietnam), tanto Washington como Moscú actúan en general de acuerdo y defendiendo ese nuevo orden mundial organizado en Yalta y Potsdam. Stalin y Roosevelt se dividen el mundo en dos bloques controlados por el imperialismo norteamericano y el Kremlin, con el objetivo de frenar, desviar, aplastar o controlar la revolución de los trabajadores en el mundo”. Y agrega que “gracias a este acuerdo contrarrevolucionario y a la colaboración indispensable del estalinismo, el imperialismo estadounidense puede implementar el ‘Plan Marshall’ que lleva al establecimiento y estabilización de la economía capitalista en el occidente de Europa y en Japón, y la división de Alemania y su proletariado”. Por último, afirma que “contra todos los pronósticos del marxismo revolucionario, el colosal ascenso, como sus triunfos, no significaron la crisis de la socialdemocracia y del estalinismo y nuestro fortalecimiento, es decir que se comenzara a superar la crisis de dirección del proletariado mundial. […] Esta crisis de dirección es la razón fundamental de todos los fenómenos altamente contradictorios que hemos vista en esta postguerra, desde la reconstrucción capitalista de Europa y Japón hasta los estados obreros burocratizados, pasando por la división de Alemania y las invasiones militares de unos estados obreros por otros. El ascenso revolucionario se ha expresado hasta la fecha a través de las organizaciones tradicionales del movimiento de masas, llegando a que todas las expropiaciones de las burguesías nacionales se han llevado a cabo a través de direcciones burocráticas o pequeños-burguesas que originaron estados obreros burocráticos.”
Nahuel Moreno. “Actualización del Programa de Transición”. (1980) Ediciones El Socialista, Buenos Aires, 2014. Disponible en www.nahuelmoreno.org
*Foto de portada: Columnas de obreros movilizados contra el plan económico del gobierno peronista. Facsimil del periódico del PST. Julio de 1975
Escribe Federico Novo Foti
En junio de 1975, Celestino Rodrigo, ministro de Economía de Isabel Perón, impuso un feroz ajuste contra las y los trabajadores. Sin embargo, tras un mes de paros, movilizaciones y la primera huelga general contra un gobierno peronista, el plan de ajuste y el funcionario fueron derrotados. Luego del triunfo, la traición de la burocracia de la CGT detuvo la lucha y allanó el camino para el golpe de Estado.
En 1973, las y los trabajadores celebraron como un gran triunfo el regreso del peronismo al gobierno, con la esperanza de recuperar las conquistas perdidas durante los 18 años de proscripción. Sin embargo, a pesar de las expectativas generadas, el gobierno peronista impuso el “Pacto Social”, que congelaba los salarios por dos años y suspendía las paritarias, mientras los empresarios continuaban aumentando los precios y el costo de vida. Frente a la persistencia de las luchas obreras, el gobierno reformó el Código Penal, decretó el Estado de Sitio y promovió la acción de bandas fascistas, como la Triple A, contra el activismo obrero y popular.
El 1º de julio de 1974 falleció Juan Domingo Perón, entonces presidente de la Nación, y el poder quedó en manos de su esposa y vicepresidenta, Isabel Perón. Sin embargo, el verdadero poder en las sombras lo concentraba el ministro de Bienestar Social, José “el brujo” López Rega.
En 1975 se reabrieron las negociaciones paritarias y creció la presión de las bases obreras para recuperar lo perdido. Sin embargo, en junio asumió un nuevo ministro de Economía: Celestino Rodrigo, un hombre cercano a López Rega. Sus medidas representaron una verdadera declaración de guerra contra las y los trabajadores: el gas aumentó un 60%, la electricidad y los colectivos un 75%, el subte un 150%, y los artículos de la canasta familiar iniciaron una escalada impresionante, con incrementos que rondaban el 200%. Mientras tanto, para los salarios se fijó un tope del 38% y se impuso, de hecho, la suspensión de las paritarias. Fue un plan de ajuste al servicio de los monopolios del sector bancario y financiero, de la oligarquía agroexportadora y de la penetración imperialista.
La respuesta obrera al “Plan Rodrigo”
Ese fue un “invierno caliente”. La protesta comenzó con los mecánicos y metalúrgicos cordobeses, a quienes siguió un paro de 48 horas en Santa Fe. La marea de conflictos no dejó de crecer. Ocho mil obreros de Ford marcharon desde la planta de Pacheco para exigir aumentos del 100% en las paritarias. Se sumaron los trabajadores del transporte y los metalúrgicos de Capital Federal y del sur del Gran Buenos Aires. En pocos días, conmocionado por los anuncios de Rodrigo, el país se transformó en una gran asamblea: en las calles, en los transportes, en las fábricas y oficinas se debatía cómo actuar y se expresaba el enojo generalizado contra el gobierno, mientras las bandas fascistas seguían operando.
Rodrigo comenzó a retroceder: otorgó un aumento del 45%, en reemplazo del 38% inicial. Luego anunció que los salarios se ajustarían trimestralmente. Sin embargo, los gremios más importantes ya habían negociado aumentos superiores al 50% e incluso del 130%, lo que incrementó la presión para que Isabel Perón homologara los acuerdos. A pesar de sus maniobras, la dirigencia de la CGT empezó a advertir que las luchas que se extendían por todo el país los estaban desbordando, y comenzaron a exigir “paritarias libres”.
El Partido Socialista de los Trabajadores (PST), antecesor de Izquierda Socialista, reclamaba entonces la convocatoria a una huelga general: “Las luchas que se siguen dando y que abarcan a centenares de miles de trabajadores plantean una salida: es urgente que las direcciones sindicales impulsen la unificación de estas luchas para lograr mayor fuerza contra las patronales. El aislamiento de los paros y las medidas de fuerza sólo puede dificultar el camino hacia las reivindicaciones de los gremios que siguen en lucha”¹. Finalmente, la CGT cedió a la presión y convocó a un paro con concentración frente a la Casa Rosada para el viernes 27 de junio.
El “Rodrigazo”
Aquel viernes comenzaron a llegar a Plaza de Mayo las primeras columnas obreras de metalúrgicos, bancarios, textiles y telefónicos desde temprano. Al mediodía se sumaron enormes delegaciones provenientes del Gran Buenos Aires.
La movilización no se limitó a exigir la homologación de los convenios salariales, sino que también reclamó la salida del gobierno del sector lopezrreguista. En la plaza se coreaba: “¡Rodrigo, boludo, buscate otro laburo!” y “¡Isabel, coraje, al brujo dale el raje!”².
Pero Isabel no se presentó. Fue la primera vez que un presidente peronista no salió al balcón ante una concentración en Plaza de Mayo. Desde su periódico Avanzada Socialista, el PST afirmaba: “Es un verdadero 17 de octubre, pero los obreros no se han movilizado para sacar a Perón de la cárcel. Han salido contra los planes del gobierno peronista”³.
Al día siguiente, Isabel Perón dio un discurso por radio y televisión con un tono enérgico, en un intento por reafirmar su “autoridad” y su decisión de gobernar con “unos pocos amigos”, prescindiendo de dirigentes gremiales y políticos “que no comprenden la gravedad de la situación”. Lejos de calmar los ánimos, sus palabras intensificaron el malestar.
El lunes 30 de junio se produjo un paro general espontáneo. Miles de trabajadoras y trabajadores se reunieron en los portones de las fábricas y salieron en manifestación. Las coordinadoras zonales (ver recuadro) se transformaron en espacios clave para la organización de comisiones internas, activistas sindicales y militantes políticos.
La burocracia sindical “acompañó” la jornada con el fin de contener el desborde. Enormes columnas provenientes de la zona norte y sur del Gran Buenos Aires confluyeron frente a la sede de la CGT, en Azopardo e Independencia, y en Plaza de Mayo.
Durante los días siguientes continuaron las huelgas y manifestaciones en las principales ciudades del país. La CGT se vio obligada a convocar una huelga general para el 7 y 8 de julio.
Ante la contundencia del primer día de paro, el gobierno homologó los convenios acordados, sin aplicar ningún tope a los aumentos. Poco después presentó su renuncia Celestino Rodrigo y luego José López Rega, quien huyó del país.
El “Rodrigazo” representó un triunfo impresionante de la clase trabajadora. Al calor de ese proceso surgieron esbozos de una dirección alternativa a la burocracia sindical, y muchos trabajadores y trabajadoras comenzaron a romper con el gobierno peronista, que quedó aún más debilitado. La clase obrera demostró su enorme capacidad de movilización.
El PST planteó la necesidad de continuar la lucha porque “nadie puede creer que nuestra victoria es definitiva” y lanzó consignas como: “la presidenta y los ministros deben renunciar” y, como salida de fondo, “un gobierno obrero y popular para una Argentina socialista”⁴.
Sin embargo, la burocracia de la CGT frenó las movilizaciones. Gracias a esa tregua, los sectores patronales, sus partidos y las Fuerzas Armadas lograron recomponer sus filas y comenzaron un proceso de discusiones y forcejeos que desembocaron en el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, que impuso (a sangre y fuego) un plan económico muy similar al de Rodrigo.
1. Ver Ricardo de Titto. “Historia del PST”. Tomo 3. CEHuS, Buenos Aires, 2024.
2. Ídem.
3. Ídem.
4. Ídem.
Foto de portada: Marcha de la Coordinadora nacional hacia la CGT en 1975
Escribe Federico Novo Foti
Delegados y comisiones internas antiburocráticas cumplieron un rol fundamental en las movilizaciones de aquellos días, y de esa experiencia surgió la necesidad de la coordinación. El Partido Socialista de los Trabajadores (PST) participó activamente en el proceso que dio lugar a la conformación de las coordinadoras de zona norte (a través, principalmente, de nuestros compañeros en De Carlo y Astarsa), en zona sur (con presencia en Propulsora Siderúrgica, Astillero Río Santiago e Indeco) y en la coordinadora metalúrgica del oeste (con Indiel, Yelmo y Motores Man).
El PST impulsó la movilización unitaria por la homologación de los convenios y contra la represión del gobierno y las bandas fascistas, al tiempo que polemizó fuertemente con otras corrientes, como la JTP (JP/Montoneros) y el PRT, que optaron por “cortarse solos”. El sábado 28, luego del paro y la concentración del día anterior, se realizó el primer plenario de las coordinadoras. Las fábricas agrupadas en estos espacios se colocaron a la vanguardia del paro y la movilización del lunes 30. La policía intentó impedir el acceso a la Capital Federal, pero la presión obrera fue tan grande que no logró frenarla. La marcha llegó hasta las puertas de la CGT, donde tomaron la palabra los dirigentes de las fábricas movilizadas.
Las coordinadoras fabriles volvieron a marchar hacia Plaza de Mayo el 3 de julio, pero fueron nuevamente detenidas en los accesos a la ciudad: 15 mil obreros desde la zona norte, una cifra similar desde el oeste, y 5 mil desde el sur. El 20 de julio, 116 comisiones internas y 11 sindicatos se reunieron para hacer un balance del proceso vivido. Las coordinadoras continuaron existiendo durante los meses siguientes, aunque ya sin el protagonismo de aquellas jornadas históricas. Este embrión de organización independiente de la clase trabajadora fue finalmente desmantelado por la represión, la persecución y el genocidio implementado por la dictadura.
Escribe Francisco Moreira
El 14 de junio de 1905, los marineros del buque Potemkin de la Armada Imperial rusa se rebelaron contra sus oficiales. Se sumaron así a la corriente revolucionaria que sacudía al imperio de los zares. La sublevación del Potemkin y la primera revolución rusa fueron derrotadas, pero representaron el ensayo general para la victoria de la Revolución de Octubre en 1917.
“¡Contramaestre: llame a la guardia y traiga una lona!”, ordenó Eugene Golikov, el capitán del acorazado Príncipe Potemkin, el buque más poderoso de la Armada Imperial rusa en el Mar Negro. Transportaba a 700 marineros y estaba equipado con el armamento más moderno de la época, capaz de lanzar hasta 50 toneladas de explosivos sobre sus objetivos. De inmediato, los marineros comprendieron el mensaje: la práctica naval establecía que, para terminar con un intento de sublevación, debía colocarse una lona sobre los amotinados antes de fusilarlos.
El conflicto había comenzado pocas horas antes, por las malas condiciones de la cocina y la carne podrida que recibían los marineros. Cuando la lona subió a cubierta, el capitán volvió a ordenar que comieran la carne que les habían servido. Ninguno lo hizo. Entonces, los oficiales comenzaron a seleccionar marineros al azar para taparlos con la lona. Fue en ese momento cuando el contramaestre de torpedos, Atanasio Matushenko (militante del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso -POSDR-), se abrió paso entre los marineros y reclamó al pelotón de fusilamiento: “¡No disparen a sus propios camaradas!”. Su voz corrió como reguero de pólvora, y los marineros se enfrentaron a la oficialidad con sus propios rifles. En el entrevero cayó muerto el marinero Gregory Vakulinchuk. El capitán Filip Golikov y varios oficiales fueron arrestados por la tripulación. El 14 de junio (de acuerdo con el calendario juliano utilizado entonces en Rusia) había comenzado el motín del acorazado Potemkin.
La revolución rusa de 1905
La sublevación de los marineros no fue un hecho aislado. En 1905 en el inmenso imperio de los zares estalló la revolución provocada por los sufrimientos que imponía al pueblo la dictadura de la familia Romanov, agravados por la guerra entre Rusia y Japón, iniciada un año antes.
El 9 de enero de 1905 tuvo lugar el “Domingo Sangriento”. Una enorme manifestación de obreros con sus familias, encabezada por el cura Georgy Gapón, se dirigía pacíficamente desde distintos barrios obreros hacia el Palacio de Invierno, residencia de la monarquía en San Petersburgo, portando retratos del zar Nicolás II, a quien rogaban “justicia y protección”. Pedían amnistía, libertades públicas, separación de la Iglesia y el Estado, la jornada de ocho horas, aumento de salarios, cesión progresiva de la tierra al pueblo y, fundamentalmente, una Asamblea Constituyente elegida por sufragio universal.
La movilización había sido precedida por la huelga en una de las más grandes fábricas metalúrgicas (Putilov) y 140 mil huelguistas en San Petersburgo. Sin embargo, el Zar no tuvo ninguna contemplación y ordenó masacrar a los manifestantes. Hubo centenares de muertos y miles de heridos. Como respuesta, una oleada de huelgas sacudió al imperio. En 122 ciudades y localidades, varias minas del Donetz y diez compañías ferroviarias, hubo huelgas durante dos meses. En marzo comenzó el movimiento de los campesinos.
En junio se iniciaron los levantamientos en la marina y el ejército, agotados por el esfuerzo de guerra en el Pacífico. El motín del acorazado Potemkin fue una expresión de la desmoralización general que dominaba a las fuerzas armadas. Evidenció el rechazo creciente al abusivo régimen de los cuarteles que sufrían marineros y soldados a manos de oficiales de origen noble, promovido por un incipiente trabajo de propaganda socialista revolucionaria del POSDR.
Cuando la tripulación amotinada encerró a la mayoría de los oficiales, decidió fusilar al capitán Golikov y ancló en el puerto de Odessa (Ucrania) el mismo 14 de junio ondeando la bandera roja fue recibida con gran algarabía por la población. Es que por aquellos días la ciudad de Odessa también se había sumado a la corriente revolucionaria. Sus trabajadoras y trabajadores habían declarado la huelga general y venían protagonizando feroces enfrentamientos callejeros con las autoridades.
El funeral de Vakulinchuk dos días después se convirtió en una manifestación que las autoridades reprimieron a sangre y fuego. En la refriega decenas de personas fueron asesinadas. El hecho quedó inmortalizado en la escena de la escalinata de Odessa en la película El acorazado Potemkin (1925) de Serguéi Eisenstein.1 Como represalia, el acorazado disparó dos proyectiles contra el teatro en el que iban a celebrar una reunión militares zaristas. Los barcos de los escuadrones navales enviados por el gobierno para forzar la rendición del Potemkin se negaron a abrir fuego.
El final del motín y la primera revolución rusa
En los primeros días de julio los sublevados lograron zarpar bajo la persecución de dos nuevos escuadrones que tenían la orden de obligarlos a rendirse o hundir el acorazado. El 7 de julio, tras varios intentos de evasión, Matushenko y los amotinados llegaron al puerto de Constanza (Rumania) donde se rindieron.
Sin embargo el espíritu de rebelión aún no había muerto. La revolución continuó durante los meses siguientes. En octubre, al calor de una nueva huelga general, surgieron soviets (consejos democráticos) de obreros, campesinos y soldados, primero en San Petersburgo y luego en Moscú y otras ciudades. León Trotsky, destacado dirigente del POSDR, fue su principal animador, llegando a ser elegido presidente del soviet de San Petersburgo.
En la obra en la que balanceó la experiencia de la revolución de 1905, Trotsky señalaría que “el 14 de junio, con la revuelta del Potemkin, la revolución demostraba que podía transformarse en una fuerza material; con la huelga de octubre probó que era capaz de desorganizar al enemigo, de paralizar su voluntad y reducirlo al último grado de humillación. Por último, organizando por todas partes soviets obreros, la revolución dejaba bien claro que sabía constituir un poder”.2
Pero el pico revolucionario final se produjo a finales de año. El 3 de diciembre fueron detenidos Trotsky y demás dirigentes del soviet de San Petersburgo. Del 9 al 17 se produjo la insurrección de Moscú. Miles de obreros armados desafiaron al gobierno. No actuó la guarnición local y solo los doblegaron con un regimiento de élite de San Petersburgo. Así la revolución comenzó a declinar.
Vladimir Lenin, uno de los principales dirigentes del POSDR, diría que el proceso revolucionario de 1905, incluyendo el motín de marineros del Potemkin, fue un “ensayo general” de la revolución y una lección histórica sobre cómo conducir la lucha por el poder político para el partido revolucionario.3 Doce años después, luego de un período de reacción y en medio de los sufrimientos de la Primera Guerra Mundial, finalmente en febrero de 1917, otra insurrección, esta vez triunfante, acabó con el zarismo. Y a los pocos meses triunfó el primer gobierno obrero y campesino de la historia, encabezado por los soviets de obreros, campesinos y soldados, y el Partido Bolchevique de Lenin y Trotsky.
1. “El acorazado Potemkin” (1925) de S. Eisenstein. La versión original de la película, antes de la censura realizada por la burocracia de José Stalin, comenzaba con la frase de Trotsky: “El espíritu de la revolución planeó sobre la revolución rusa. Un misterioso proceso estaba ocurriendo en multitud de corazones. La personalidad individual, sin apenas tiempo de tomar conciencia de sí misma, se disuelve en el grupo y éste se disuelve en el movimiento revolucionario”. Disponible en Youtube.
2. León Trotsky. “1905. Resultados y perspectivas”. Ruedo Ibérico, París, 1971. Disponible en www.marxists.org
3. V. Lenin. “El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo” (1920) Editorial Anteo, Buenos Aires, 1973. Disponible en www.marxists.org