El de Macri fue uno de los grupos empresariales más beneficiados por la dictadura entre escándalos y corrupción. El grupo Socma (Sociedades Macri), creado en 1976 con Franco Macri a la cabeza y su hijo Mauricio como uno de los principales directivos, pasó de tener siete empresas con una facturación anual que no superaba los 100 millones de dólares, a transformarse en uno de los emporios empresariales más importantes de la Argentina, con 47 empresas.
El gran salto fue resultado de la obtención de grandes contratos de obras públicas para el Banco Hipotecario Nacional a través de una de las empresas del grupo, Sideco, que le reportaron ganancias por 1.700 millones de dólares sólo hasta 1979 (entre otras obras: la represa Yacyretá, el puente Posadas-Encarnación, las centrales termoeléctricas de Río Tercero y Luján de Cuyo). Sin embargo, la mayor conquista fue la creación de Manliba junto con el contrato por diez años para la recolección de basura en la ciudad de Buenos Aires en 1980 que los Macri acordaron con el brigadier Osvaldo Cacciatore, el intendente de la dictadura.
En 1979, el grupo compró el Banco de Italia gracias a la Ley de Entidades Financieras de Martínez de Hoz, en una maniobra oscura que una posterior investigación del fiscal Guillermo Moreno Ocampo calificó de una estafa al Banco Central por 110 millones de dólares. Pero la gran maniobra vendría en 1982 con la compra de 65% de las acciones de Sevel (una fusión de las automotrices Fiat y Peugeot para Argentina) por el irrisorio valor de 30 millones de dólares. El misterio tenía su razón, y es que Macri logró que la deuda de Sevel con acreedores extranjeros por 170 millones de dólares fuera estatizada por el Banco Central dirigido por Domingo Cavallo. Mientras Macri y otros grandes empresarios amasaban fortunas, la dictadura ejecutaba un genocidio y sometía al pueblo y los trabajadores a un plan de hambre y saqueo y a la condena de la deuda externa. Lamentablemente, a partir de 1983, los distintos gobiernos de la democracia no impidieron que los negocios del actual presidente siguieran expandiéndose. M. M
Escribe Juliana García, Hija de desaparecidos
La dictadura en la Argentina fue parte de un plan imperialista para el continente, que durante los años ‘70 y ‘80 promovió regímenes militares en Brasil, Bolivia, Chile, Perú, Paraguay, Uruguay, Guatemala, Nicaragua, El Salvador y otros países latinoamericanos.El denominado Plan Cóndor coordinó acciones de represión que dejaron en conjunto más de cien mil desaparecidos. Para ello dispuso la formación de los altos mandos en la famosa Escuela de las Américas, en Panamá, a cargo de expertos del Pentágono, que incluso enseñaban a torturar. Además, todas las dictaduras latinoamericanas aplicaron planes económicos elaborados por los yanquis, generando la cadena de saqueo que daría lugar a las deudas externas de la región.
Las pruebas de que este genocidio fue comandado por Estados Unidos, con la CIA y el Pentágono, se encuentran en archivos desclasificados del Departamento de Estado norteamericano, pero también en declaraciones públicas, como las del todopoderoso y siniestro secretario de Estado en esa época Henry Kissinger, quien comandó el Plan Cóndor en Latinoamérica además de ser responsable de otras masacres como en Vietnam e Irán.
Finalmente, la intervención política de los yanquis encarnada por Kissinger sufrió una derrota colosal a manos de los pueblos, sus trabajadores y su juventud. Uno por uno, todos los dictadores latinoamericanos fueron derrocados, comenzando por Somoza en Nicaragua en 1975. En algunos casos, los militares se fueron repudiados por la población y enjuiciados, como en la Argentina. En Chile y Uruguay, contrariamente, los militares se replegaron ordenadamente, pactando con partidos tradicionales patronales y oligárquicos.
Escribe Mariana Morena
El 1° de marzo de 1948 Perón dispuso la estatización de los ferrocarriles mediante una “compra” ampliamente beneficiosa para el imperialismo inglés. Sin embargo, fue una de las medidas que permitió que la Argentina dejara de ser una semicolonia inglesa e iniciara una etapa de relativa independencia nacional. La red ferroviaria creció hasta 1957, transformándose en la más extensa de América latina y dando un gran empuje a la industria ferroviaria y al desarrollo de los pueblos
Los ferrocarriles surgieron en 1854 por iniciativa de la provincia de Buenos Aires, cuando otorgó la concesión a un grupo de ciudadanos porteños para construir una línea ferroviaria desde la ciudad de Buenos Aires hacia el oeste. Con el tiempo, se constituyeron en una herramienta clave para unir las enormes distancias del territorio nacional, llegando a las regiones más despobladas del Noroeste, Cuyo, el Chaco y la Patagonia con un servicio eficiente, confortable y con tarifas accesibles.
A partir de 1889, una campaña de desacreditación de los ferrocarriles estatales abrió las puertas para su privatización a manos de firmas inglesas y francesas, lo que se transformó en uno de los principales instrumentos de dominación del imperialismo británico. Fueron notorios los beneficios a sus empresas, a las que se cedió extensos territorios ubicados en los márgenes de las vías (que se destinaron a lucrativos negocios inmobiliarios), mientras se las mantenía exentas del pago de impuestos. Emblemáticas huelgas ferroviarias expresaban repudio frente a semejante entrega y la exigencia de mejoras salariales y en las condiciones de trabajo.
De manera progresiva, el desarrollo de la red ferroviaria fue respondiendo al crecimiento agropecuario del país y la exportación de materias primas al Viejo Continente. En 1941, con 42.000 kilómetros en vías férreas, la Argentina ocupaba el octavo lugar en el mundo, después de Estados Unidos, Rusia, India, Canadá, Alemania, Francia y Australia, pero con una distribución muy desigual: 29.094 kilómetros de vías en manos extranjeras y 12.942 a cargo del Estado. Su trazado a modo de embudo que desembocaba en el puerto de Buenos Aires, y con los ramales de las zonas altamente productivas en poder de las empresas extranjeras, también era fiel reflejo del saqueo imperialista a un país semicolonial.
Una estatización sumamente beneficiosa para los ingleses
Desde la Primera Guerra Mundial comenzó a declinar la hegemonía del comercio internacional de Gran Bretaña, lo que se reflejó en la desinversión en nuestra red ferroviaria. El estancamiento se afianzó con la crisis económica del ’30, que provocó una fuerte reducción de las exportaciones argentinas. Entre 1929 y 1935 las cargas transportadas por ferrocarril disminuyeron 23% y los ingresos 40%; las ganancias decayeron entre cuatro y cinco veces y las acciones ferroviarias hasta 70%. La ampliación de la red vial y la competencia del transporte automotor acentuaron el retroceso del ferrocarril y la prensa británica reclamó que el Estado argentino se hiciera cargo de las pérdidas. En 1940, el ministro de Economía y abogado de las compañías Federico Pinedo (abuelo del actual senador de PRO), presentó un plan de “estatización progresiva”, con rendimiento garantizado por el Estado.
Cuando Perón asumió la presidencia en 1946, comenzaron las negociaciones con los ingleses, que intentaron imponer una empresa mixta antes de que venciera la concesión. El imperialismo yanqui, que avanzaba sobre toda América latina y ambicionaba quedarse con el negocio, frustró ese proyecto, y el gobierno justicialista terminó comprando las empresas francesas e inglesas. El 1º de marzo de 1948 se realizó el acto formal de posesión por parte del Estado de las líneas San Martín, Belgrano, Mitre, Urquiza, Roca, Sarmiento y Patagónico. Una multitud se reunió en Retiro para festejar sin que Perón pudiese estar presente, operado de apendicitis.
La estatización resultó un gran regalo para Gran Bretaña y Francia: Perón les pagó 600 millones de dólares (en libras) a los ingleses y 45 a los franceses (los cálculos de la época afirmaban que valían menos de un tercio de lo que se terminó pagando). Una fortuna por un sistema en grave estado de deterioro, con más de 30 años de antigüedad, en el que se había invertido muy poco en relación con las suculentas ganancias robadas por décadas. Lo que confirma el carácter burgués del gobierno nacionalista de Perón, que les “compró” a los piratas imperialistas lo que era legítimamente nuestro.
Un gran paso en la recuperación de la soberanía
Sin apoyar a Perón, y aun denunciando el negociado, la corriente trotskista de Nahuel Moreno (antecesora de Izquierda Socialista), consideró que la estatización era un gran paso adelante, ya que “de manera parcial y contradictoria, avanzaba en la recuperación de la soberanía del país”1.
Caído el acuerdo comercial colonial Roca-Runciman de la década infame, también los ferrocarriles dejaron de ser una herramienta de dependencia y atraso, que solo producía ganancias para sus dueños imperialistas, para dar gran impulso a la industria ferroviaria y la recuperación de patrimonio nacional. Se reorganizó la red ferroviaria, ampliándose hasta 47.000 kilómetros. El tren llegó a cientos de localidades, impulsando su desarrollo. Aumentó la cantidad de formaciones para carga y transporte de pasajeros con tarifas accesibles. Se fabricó la primera locomotora de vapor mientras la locomotora diésel eléctrica “Justicialista” cubría el recorrido entre Constitución y Mar del Plata en 3 horas y 45 minutos. Se pudo acceder al puerto de Buenos Aires y a otros, como Bahía Blanca. Asimismo, el Estado se apropió de unas 25.000 propiedades inglesas, como empresas eléctricas y de aguas corrientes, empacadoras de frutas, campos petrolíferos y destilerías, tranvías y expresos, hoteles, edificios y terrenos de enorme valor. Junto con otras nacionalizaciones y medidas de planificación económica, los ferrocarriles estatales fueron un factor esencial para elevar las condiciones de vida de millones de trabajadores urbanos y rurales.
1. Nahuel Moreno, Método de interpretación de la historia argentina, Ediciones El Socialista, Buenos Aires, 2012.
A partir del golpe gorila de 1955, la Argentina se transformó en una semicolonia del imperialismo yanqui. En relación con los ferrocarriles, se sucedieron distintos proyectos y avances de privatización, desmantelamiento y ataques a las conquistas históricas de los ferroviarios en medio de una descomunal corrupción.
Finalmente, en la década del del ’90, otro gobierno peronista, el de Menem, liquidó por completo la conquista de 1948, privatizando la empresa estatal Ferrocarriles Argentinos con complicidad de la Unión Ferroviaria a cargo del burócrata Pedraza. Pese a la heroica lucha de los ferroviarios, se levantaron 24.000 kilómetros de vías y se despidieron 90.000 trabajadores. Desaparecieron los trenes de larga distancia y centenares de pueblos quedaron aislados. Más adelante, los Kirchner mantuvieron las privatizaciones y regalaron jugosos subsidios a las concesionarias, que no invirtieron un peso en los ferrocarriles. Millones de trabajadores pagaban tarifas cada vez más elevadas pero viajaban como ganado, y se sucedían los accidentes evitables. El asesinato de Mariano Ferreyra y la masacre social de Once, con 52 muertos y 700 heridos, desnudaron brutalmente el doble discurso kirchnerista sobre los ferrocarriles, pese a la demagogia de los “trenes de cartón” y los materiales comprados a China, con durmientes incluidos. Hoy el gobierno de Macri sigue con los negocios de Jaime, Schiavi y De Vido, por eso continúa con la obra faraónica del soterramiento del Sarmiento en beneficio de la megacorrupta Odebrecht; el Belgrano Cargas sigue concesionado al servicio del agronegocio, las mineras y las petroleras, y el ministro Dietrich fue autorizado a cerrar ramales y talleres para beneficio del negocio inmobiliario. Al mismo tiempo se compran vagones sin licitación y la gobernadora Vidal decreta el cierre de Ferrobaires desde el próximo 15 de marzo. La política de destrucción del sistema ferroviario se profundiza, pese a lo cual no se detiene la lucha en su defensa.
Los ferroviarios del Sarmiento y la Bordó Nacional, apoyados por gran parte de la población, vienen sosteniendo que el único modo de brindar un servicio seguro, eficiente, accesible y no contaminante, es reestatizando el sistema ferroviario sin indemnizar a las privadas, uniendo el transporte de carga y de pasajeros y poniéndolo a funcionar bajo control, gestión y administración de trabajadores y usuarios, recuperando los talleres, ramales y terrenos ferroviarios.
La revolución social triunfante era el pronóstico más importante del Manifiesto. Se haría realidad por primera vez en Rusia en 1917. Era, finalmente, “la conquista del cielo por asalto”, liderada por el Partido Bolchevique de Lenin y Trotsky, con los soviets tomando el poder, expropiando a la burguesía, gobernando con la más amplia democracia para los trabajadores y comenzando a construir una dirección revolucionaria mundial con la III Internacional.
Sin embargo, esas esperanzas se truncaron a los pocos años. Fue el surgimiento del estalinismo, esa burocracia contrarrevolucionaria que deformó al Estado obrero soviético que se había comenzado a construir. A la muerte de Lenin y desplazando primero y expulsando del país después a Trotsky, Stalin ejecutó un brutal proceso de represión que terminó por liquidar físicamente a la vanguardia de luchadores obreros forjados al calor del proceso revolucionario de 1917. Con su utópica y reaccionaria política de colaboración de clases y de “socialismo en un solo país”, el estalinismo terminó echando por tierra todas las conquistas de la revolución, a la vez que frenaba cuanto proceso revolucionario estallaba en el mundo. El estalinismo, y sus “hijos menores” como el maoísmo o el castrismo, además de traicionar innumerables luchas revolucionarias en el siglo XX y construir regímenes dictatoriales de partido único alejados de cualquier principio de democracia obrera, terminaron llevando a los países donde se había expropiado a la burguesía a la restauración capitalista. Quisieron apropiarse del Manifiesto Comunista, pero fueron justamente su negación.
Nosotros, los socialistas revolucionarios que reivindicamos el legado de Lenin y Trotsky, somos los auténticos herederos de aquel programa de 1848.
Escribe Mariana Morena
El 21 de febrero de 1848 se publicó por primera vez en Londres, en forma de folleto, el Manifiesto Comunista, con autoría de Marx y Engels. Europa estaba inmersa en una gravísima crisis económica, que pronto resultó en la primera oleada revolucionaria obrera del Viejo Continente. Desde entonces, siguen plenamente vigentes sus definiciones sobre el sistema económico capitalista imperialista, así como las tareas propuestas a los trabajadores del mundo para terminar con la propiedad privada y la explotación.
“Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo.” Con esta frase cargada de dramatismo y muy a tono con el estilo literario de la época, Marx y Engels, dos jóvenes pensadores y dirigentes revolucionarios, daban inicio al Manifiesto del Partido Comunista, escrito en Bruselas por encargo de la organización de obreros alemanes en la que militaban, la Liga de los Comunistas, como programa oficial. Traducido a multitud de idiomas y publicado en tiradas masivas, se convirtió en uno de los ensayos políticos más influyentes de la historia.
Hacia fines de 1847 Europa se hundía en una profunda crisis económica que agravaba las penurias de millones de obreros y campesinos. Mientras, las clases ricas y poderosas temblaban frente a la posibilidad de estallidos que confrontaran el injusto orden social. Precisamente tres días después de su publicación en Londres, el 24 de febrero de 1848, cien mil obreros ganaron las calles de París, levantaron barricadas en toda la ciudad y, apoyados por la Guardia Nacional, jaquearon al rey Luis Felipe forzándolo a abdicar y exigiendo el sufragio universal, la libertad de prensa y la reducción de la jornada laboral.
Las protestas se extendieron más allá del río Rin: a comienzos de marzo estallaron revueltas en Viena y días más tarde en Berlín. La denominada “primavera de los pueblos” también alcanzó a Hungría e Italia, donde los trabajadores se alzaron por libertades democráticas y reformas sociales. Decididos a participar activamente del proceso, Marx y Engels fundaron en Colonia, un importante centro industrial, el periódico Nueva Gaceta Renana, que se publicaría hasta mayo del año siguiente, cuando la ola revolucionaria fue aplastada y se restauró la monarquía absoluta. Marx fue expulsado de Alemania y Engels enjuiciado por delito de prensa. Sin embargo, el programa revolucionario del Manifiesto Comunista atravesó triunfante ese primer ensayo revolucionario de la clase obrera europea.
Un programa probado por la historia
El Manifiesto desarrolla una serie de ideas “que conservan todo su vigor”, como bien señalaría Trotsky en el prefacio que escribió noventa años después de su primera publicación, a la luz de experiencias revolucionarias posteriores como la Comuna de París de 1871 y la mismísima Revolución Rusa de 1917.
Una de estas ideas es la concepción materialista de la historia, que desterró todas las demás interpretaciones del proceso histórico (como la existencia de dioses o super-hombres que influyeran en el curso de los acontecimientos), y postuló que la historia de las sociedades es la historia de las luchas entre clases. En particular, el Manifiesto desarrolló las líneas generales del funcionamiento del capitalismo (que Marx describiría en forma acabada en El Capital), señalando el rol progresivo de la burguesía en sus inicios, que llevó a un desarrollo de las fuerzas productivas como nunca antes en la historia, pero advirtiendo su tendencia a empobrecer inexorablemente el nivel de vida de los trabajadores. Caracteriza al Estado como “la junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa”, confirmando por lo tanto que la democracia creada por la burguesía solo está al servicio de esta clase.
Por esta razón, el Manifiesto sigue postulando que, además de organizarse sindicalmente para pelear por sus derechos como trabajadores frente a los patrones (de quienes los separan intereses de clase irreconciliables), los trabajadores deben organizarse como clase en un partido político, con independencia de todos los sectores burgueses. Ese partido tiene una tarea: tomar el poder del Estado y hacer la revolución socialista que expropie a la burguesía y encamine la transformación socialista de la sociedad. El gobierno de los trabajadores será, entonces, la única y verdadera democracia proletaria, que, junto con el propio Estado, dejarán de ser necesarios al desaparecer las clases.
Por último, y si bien fue escrito antes del desarrollo del capitalismo como sistema imperialista, el Manifiesto enfatiza el carácter internacional de la revolución socialista. Asegura que “los trabajadores no tienen patria”, y que “en resumen, los comunistas apoyan por doquier todo movimiento revolucionario contra el régimen social y político existente.” De más está aclarar la necesidad actual de la lucha de los trabajadores en todos los países y la solidaridad internacionalista en las peleas contra cada uno de los regímenes que oprimen y explotan a los pueblos del mundo.
La herramienta para avanzar con el programa revolucionario
Hoy, en todo el mundo aumentan la pobreza, la desocupación y el hambre, junto con una desigualdad brutal. El 82% de la riqueza mundial generada durante el año pasado fue a parar a manos del 1% más rico, mientras el 50% más pobre –unos 3.700 millones de personas– no se benefició en lo más mínimo. Asimismo, el imperialismo, expresión superior del poder del capitalismo, sigue masacrando pueblos, como actualmente ocurre en Medio Oriente. La propia existencia del planeta está en riesgo debido a la explotación de recursos no renovables y a la contaminación que ocasionan las grandes multinacionales. No queda más que terminar con esta barbarie.
Los socialistas revolucionarios seguimos reafirmando la vigencia del Manifiesto Comunista como programa para la revolución socialista mundial, mientras luchamos por la construcción de una alternativa política independiente para los trabajadores y sectores populares, tanto en cada país como apostando al fortalecimiento de una dirección internacional. “Que las clases gobernantes tiemblen ante una revolución comunista. Los proletarios no tienen nada que perder en ella más que sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo que ganar. ¡Proletarios de todos los países, uníos!” Seguimos fieles a esta arenga revolucionaria que ilumina la larga y heroica historia de lucha de la clase obrera.