Escribe Mariana Morena
“Soy partidario del traslado forzoso, no veo nada inmoral en él.” Así se expresaba el líder sionista David Ben Gurion en 1938, insinuando el plan de limpieza étnica que diez años después el movimiento sionista ejecutaría en Palestina para crear un Estado exclusivamente judío, supuestamente sobre “una tierra vacía”.
A partir de marzo de 1948, la política sionista apuntó a la expulsión forzosa y sistemática de vastas áreas rurales y urbanas del país. De este modo, el Plan D (Dalet en hebreo) fue el más contundente proyecto para Palestina. Al término de seis meses, se expulsó a más de la mitad de su población nativa (cerca de 800.000 personas), se destruyeron 531 aldeas y se vaciaron once barrios urbanos.
Un plan sistemático de limpieza étnica
Las operaciones de limpieza étnica comenzaron en diciembre de 1947, una vez que la ONU definió la partición de Palestina en dos Estados, con la ciudad de Jerusalén bajo un régimen internacional especial (Resolución 181 de la Asamblea General, 29/11/1947). Lo hizo capitulando a las exigencias nacionalistas del sionismo y buscando compensar a los judíos por los horrores del genocidio nazi en Europa. De esta forma, se les entregó un territorio que abarcaba más de la mitad del país, con la mayor cantidad de tierra fértil y que incluía unas cuatrocientas aldeas palestinas. Los sionistas se lanzaron a la ofensiva y en diciembre comenzaron las primeras acciones contra unas pocas aldeas indefensas, que se intensificaron en los meses siguientes.
El 10 de marzo de 1948 se adoptó el Plan Dalet, que sería desarrollado por un ejército profesional que llegó a contar con 80.000 soldados bien entrenados, la Haganá (hasta entonces cuerpo paramilitar sionista en la zona); fuerza aérea, tanques, vehículos blindados, artillería pesada y lanzallamas. Operaron junto con otras organizaciones terroristas: el Irgún, dirigido por Menachem Begin (futuro primer ministro), la banda de Stern (Lehi) y las unidades de comando especiales del Palmaj. Las fuerzas sionistas recibieron órdenes militares donde se asignaba a cada unidad una lista de aldeas y barrios, detallando los métodos que deberían emplearse para el desalojo por la fuerza de los palestinos. Entre ellos, la intimidación a gran escala, el asedio y bombardeo, el incendio y demolición de propiedades, el saqueo, la expulsión y transferencia, el envenenamiento de fuentes de agua potable y la siembra de minas entre los escombros para impedir el regreso. La expulsión masiva fue acompañada de masacres, violaciones, torturas, encarcelamiento en campos de trabajo forzoso y actos de terrorismo.
Einstein condenó la masacre
La primera avanzada del Plan Dalet ocurrió entre abril y mayo de 1948. Se seleccionaron las aldeas rurales de las laderas occidentales de las montañas de Jerusalén, a lo largo de la carretera hacia Tel Aviv, con la orden de que no se perdonara a ninguna. Una por una fueron rodeadas, atacadas y ocupadas, sus habitantes expulsados y sus edificaciones demolidas, algunas veces acompañadas por masacres como la de Deir Yassin, una aldea pastoril que tenía un acuerdo de no agresión con la Haganá.
Los soldados judíos del Irgún y Lehi irrumpieron en la aldea con fuego de ametralladora, matando a muchos de sus habitantes. Después reunieron al resto y los asesinaron a sangre fría, decapitándolos, destripándolos, violando mujeres y maltratando cadáveres. Finalmente, se dinamitaron las casas que todavía quedaban en pie. Algunos sobrevivientes fueron paseados en camiones por las calles de Jerusalén Occidental, mientras los residentes judíos los insultaban, escupían y lanzaban piedras.
La masacre de Deir Yassin impulsó el éxodo masivo de los palestinos aterrorizados. Albert Einstein y otros judíos reconocidos de Nueva York la condenaron en una carta publicada el 4 de diciembre de 1948 en el New York Times.
El Estado de Israel se constituyó meses después sobre masacres como esta. Y no ha dejado de oprimir, asesinar y expulsar palestinos hasta el día de hoy. Los socialistas revolucionarios seguimos impulsando la solidaridad incondicional con el pueblo palestino, el retorno de los refugiados, el fin del Estado racista y terrorista de Israel y el establecimiento de un único Estado en Palestina, laico, democrático y no racista.
Fuentes: Ilan Pappé, La limpieza étnica de Palestina, Crítica, Barcelona, 2008. | “La masacre del poblado palestino de Deir Yassin: por qué el mundo nunca debe de olvidar”, Palestinalibre.org, 2008. | “Testimonies from the censored Deir Yassin Massacre: ‘They piled bodies and burned them’”,
Haaretz, 2017.
Escribe Martín Fu
Un 2 de abril de 1982 tropas argentinas desembarcaban en Malvinas. Las islas estaban ocupada desde 1833 por la corona británica y el gobierno militar encabezado por Leopoldo Fortunato Galtieri buscaba aire para una dictadura casi agónica acorralada por la bronca y las constantes movilizaciones, con paros generales de la CGT incluidos. Desde el PST (Partido Socialista de los Trabajadores, antecesor de Izquierda Socialista), a la vez que denunciábamos el carácter aventurero de esta jugada de Galtieri, nos poníamos claramente en contra del imperialismo británico. La recuperación de las Malvinas generó en un primero momento, una inmensa simpatía popular, transformándose luego en apoyo y solidaridad de miles de argentinos que se anotaban como voluntarios para ir a la guerra u organizaban colectas de víveres para los soldados. Hasta se generó un fondo “patriótico” para ayudar a financiar la guerra. No faltaron las comisiones de solidaridad con Malvinas en fábricas, universidades y barrios. Los trabajadores, estudiantes y sectores populares tenían el reflejo de cerrar filas contra el imperialismo inglés. En nuestros periódicos y volantes llamábamos a redoblar estos comités y exigirle a la CGT que se ponga a la cabeza de esa organización y de su centralización. A la Junta le exigíamos la expropiación de todos los capitales del imperialismo inglés y que aceptará la ayuda militar de países como Cuba, Venezuela, Perú, Libia, entre tantos que se solidarizaban con la Argentina.
Nada de eso sucedió, la conducción militar solo pretendía negociar con Gran Bretaña, con mediación yanqui, buscando alguna salida al atolladero. Pero los ingleses, apoyados por Estados Unidos y el conjunto de los países europeos, llegaron con su flota y comenzó la guerra. Nuestros jóvenes soldados combatieron heroicamente contra el invasor imperialista, a pesar del abandono que en las últimas semanas hicieron de las tropas los altos mandos militares. Nuestra aviación ocasionó enormes daños a unas de las flotas más modernas y poderosas, poniendo en jaque a toda la campaña británica en las islas.
Pero la junta militar no quería ganar. Nunca se tomó la más mínima represalia contra los intereses económicos en Argentina e incluso se siguió pagando la deuda externa a los propios británicos. Finalmente, Galtieri terminó rindiéndose ante el imperialismo y la bronca popular incendió las plazas de todo el país: “los pibes murieron, los jefes lo vendieron”, se gritó esa tarde en una multitudinaria movilización en Plaza de Mayo. El destino de la última dictadura estaba sellado.
Nuestro recuerdo para quienes, armas mediante, combatieron cara a cara contra el imperialismo inglés. En un nuevo aniversario, desde Izquierda Socialista brindamos nuestro más sentido homenaje para los únicos héroes y mártires de esta gesta.
Escribe Juan Carlos Giordano
El golpe genocida de 1976 tuvo a la cúpula de la Iglesia Católica entre sus más destacados apoyos. Lo hizo vía la Conferencia Episcopal, presidida por el entonces cardenal Primatesta, quien bendijo las torturas y el robo de bebés. Como toda institución capitalista y reaccionaria apoyó los golpes en toda Latinoamérica bajo las órdenes del imperialismo yanqui. La consigna “cárcel a los genocidas y sus cómplices”, que levantamos desde hace décadas, incluye en forma privilegiada a la cúpula de la iglesia.
En 2007 fue condenado a perpetua el cura Christian Von Wernich, capellán de la policía de la provincia de Buenos Aires, por su participación en secuestros, homicidios y torturas. Fue la primera vez que un miembro de la iglesia iba a juicio y recibía condena. Con el retorno de los gobiernos constitucionales en 1983, la iglesia desplegó toda su influencia al servicio de encubrir a los genocidas hablando de “reconciliación”. Lo mismo que dice ahora, a 42 años del golpe. El obispo castrense Santiago Olivera señaló que “hay que respetar los derechos humanos de nuestros fieles militares” (Página12, 10/03). Al día de hoy la jerarquía eclesiástica sigue sin entregar sus archivos a la Justicia.
Jorge Bergoglio, el actual Papa, llegó a ser arzobispo primado de Argentina continuando con la política de encubrimiento de su antecesor Quarracino. Durante la última dictadura militar Bergoglio era titular de la Compañía de Jesús a la cual pertenecían los curas jesuitas Orlando Yorio y Francisco Jalics, secuestrados y torturados en 1976. Cuando tuvo que declarar por estos hechos, reconoció que no hizo ninguna denuncia judicial y que se limitó a “informar a mis superiores”, es decir, a los cómplices de los asesinos.
Sueldazos, pedofilia y contra el aborto
El jefe de Gabinete Marcos Peña volvió a reconocer hace días en el Congreso los sueldazos que les paga el pueblo argentino a obispos y curas. Lo mismo nos contestó cuando desde la banca de Izquierda Socialista le preguntamos sobre ello el año pasado. Es que el financiamiento a la Iglesia Católica se ampara en el artículo 2° de la Constitución Nacional, que dice: “El gobierno federal sostiene el culto católico, apostólico, romano”. Esto significa pago de sueldos y jubilaciones a los obispos hasta la exención impositiva de las parroquias. A su vez, el gobierno costea las obras y reformas de las basílicas y catedrales, entrega terrenos públicos a los monasterios y subvenciona a las escuelas confesionales de todo el país.
Las leyes 21.950 y 21.450, sancionadas por Videla y Martínez de Hoz en 1979, establecen la paga a los obispos de un sueldo equivalente al 80% de lo que gana un juez nacional y les otorga jubilaciones de privilegio. Estas normas no fueron derogadas por los posteriores gobiernos. Radicales, peronistas kirchneristas y macristas son cómplices al sostener estos privilegios que insumen 130 millones de pesos. Solo la izquierda propone terminar con ellos.
Recientemente distintos políticos patronales y referentes sociales enviaron una carta al Papa felicitándolo por sus 5 años de pontificado, desde Vidal, Massa, Baradel, Felipe Solá, Hebe de Bonafini, Estela Carlotto, pasando por el burócrata de la CGT Héctor Daer hasta Alderete (CCC) y dirigentes de los movimientos sociales, como Grabois de CTEP. El Papa agradeció diciendo que “la unidad es superior al conflicto” (es decir, llamando a no hacer olas ante el gobierno de Macri) y que “defiende la vida”, en clara alusión a su posición en contra del aborto. Además, la iglesia siempre se opuso al uso de preservativos y de cualquier otro método anticonceptivo, y el propio papa Francisco mantiene en cargos de jerarquía a curas pederastas.
Complicidad con la dictadura y los gobiernos de la impunidad, postura antiaborto, sueldazos, privilegios y curas pedófilos caracterizan a una institución retrógrada y reaccionaria a la que hay que seguir combatiendo. A 42 años del golpe no olvidamos ni perdonamos.
Escribe Mariana Morena
La masificación del reclamo por el juicio y castigo a los militares asesinos hizo que Alfonsín tomara la “causa democrática” como un eje de campaña. A cinco días de asumir, en diciembre de 1983, creó la Conadep para investigar las violaciones a los derechos humanos del Proceso.
Se trató de una comisión de “personalidades” sin atribuciones para citar a militares, lo contrario de lo que se reclamaba, que era una comisión independiente compuesta por los organismos de derechos humanos con amplias facultades para investigar y obligar a comparecer a los genocidas. Alfonsín trató también de que los militares “se juzgaran a ellos mismos” en el fuero militar. Recién después del fracaso de ese intento comenzaría el juicio a las juntas, donde Videla y Massera fueron condenados a perpetua, un triunfo importante pero parcial de la lucha popular.
El Punto Final y la Obediencia Debida
Pero no era intención de Alfonsín seguir avanzando más allá del juicio a los altos mandos militares. En 1986, hizo aprobar la Ley de Punto Final, con un plazo de 60 días para presentar nuevas denuncias, pasado el cual las causas prescribían, violando el derecho internacional que encuadra el genocidio como delito de lesa humanidad y por tal motivo imprescriptible. Sin embargo, en 60 días se presentaron miles de denuncias y se citaron más militares que en los tres años previos. La reacción estalló en Semana Santa de 1987, cuando el teniente coronel Rico se atrincheró en Campo de Mayo con un centenar de oficiales y la mayoría del Ejército se negó a reprimir la sublevación. La movilización popular en defensa de la democracia colmó Plaza de Mayo el domingo de Pascua, con anuncio de paro general. Alfonsín terminó cediendo a los “carapintadas” sobre “el debido reconocimiento de los niveles de responsabilidad” en el Proceso. Solo se opusieron las Madres de Plaza de Mayo y el MAS (precursor de Izquierda Socialista), que se retiró de la Plaza antes del famoso saludo desde el balcón, “felices Pascuas, la casa está en orden”. En junio de ese mismo año se aprobó la Ley de Obediencia Debida que, nuevamente contra la jurisprudencia internacional, eximía de culpabilidad por participación en el genocidio del grado de teniente coronel hacia abajo. Genocidas como Astiz, Etchecolatz, el médico Bergés y decenas de otros condenados quedaron en libertad al promulgarse la ley.
Menem y los indultos a los genocidas
Las leyes aberrantes de Alfonsín lograron que solo permanecieran en la cárcel los máximos jefes de la dictadura y los militares “carapintadas”. Sobre la base de una supuesta “reconciliación” todos ellos fueron liberados por Menem con decretos de indulto en 1989 y 1990.
Inmediatamente hubo un inmenso repudio popular, con manifestaciones en todo el país. En la ciudad de Buenos Aires tuvo lugar una de las más grandes que se recuerde, el 9 de septiembre de 1989, con unas 150.000 personas. Menem se vio forzado a retroceder parcialmente y solo firmó un indulto a los carapintadas, a la junta militar de Malvinas y a algunos montoneros, excluyendo a los jefes del Proceso. Recién en diciembre de 1990 indultó también a Videla, Massera, Viola, Camps y Suárez Mason.
La movilización no pudo impedir estos decretos de impunidad, pero abrió una nueva brecha en la Justicia por el delito de robo de bebés, que Menem no se animó a incluir. Se avanzó con nuevos procesos y condenas a los jefes genocidas, aunque volvieron a sortear la cárcel por tener más de 70 años. La movilización social en repudio de los indultos comenzó a minar la popularidad inicial de Menem.
Escribe José Castillo
El ascenso al poder de la dictadura tenía como objetivo parar la enorme movilización obrera y popular que había comenzado con el Cordobazo en 1969. Para cortarla de raíz llevó adelante un auténtico genocidio con 30.000 desaparecidos y miles de presos políticos. Al mismo tiempo, profundizó la entrega del país, dando origen a la aún existente deuda externa.
El 24 de marzo de 1976 los militares derrocaban al gobierno de Isabel Perón, dando comienzo a la peor dictadura de la historia argentina. Ese mismo día, centenares de delegados y activistas fueron secuestrados en sus propios lugares de trabajo. En las semanas, meses y años siguientes, la dictadura llevó adelante una brutal represión con grupos de tareas, centros clandestinos de detención y desatando un auténtico terror sobre el conjunto del pueblo trabajador.
La dictadura militar no fue un simple “exceso” de cúpulas militares aisladas. Fue parte de un plan sistemático que buscó cortar de raíz el ascenso de las luchas obreras, populares y juveniles que en nuestro país había comenzado con el Cordobazo de 1969.
La complicidad peronista y radical
Los militares tomaron el poder después del fracaso del plan de las patronales y el imperialismo para frenar las luchas y radicalización política que venían creciendo desde fines de los ‘60: traerlo a Perón para que, con su autoridad y prestigio, pusiera “en caja” a la clase trabajadora y la juventud. Pero aun así no pudieron parar la movilización y la ruptura de la inmensa nueva vanguardia luchadora que había surgido en esos años. El propio Perón, y más adelante Isabel, con su nefasto ministro López Rega, comenzaron una feroz represión parapolicial y paramilitar desde 1974 por medio de las bandas conocidas como la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina). Claro que, a pesar del terror desatado, no pudieron evitar enormes movilizaciones e incluso la primera huelga general contra un gobierno peronista, que derrotó el plan de ajuste de junio-julio de 1975 conocido como Rodrigazo e incluso tiró a López Rega. Fue el peronismo también, por medio del presidente provisional Ítalo Lúder (que reemplazó durante dos meses a Isabel) quien promulgó el decreto de “aniquilación de la subversión”, poniendo el país bajo el control operacional de las fuerzas armadas y dando cobertura legal a la represión militar.
Los radicales, por su parte, también aportaron para justificar el accionar represivo. Ricardo Balbín, el líder de la UCR en esos momentos, llamó a terminar con la “guerrilla fabril”, como denominaba a los activistas, comisiones internas y delegados que peleaban contra el gobierno y la burocracia sindical. Fue el propio Balbín el que dijo por cadena nacional, en los días previos al golpe, que “no tenía soluciones”, haciendo un llamado implícito al alzamiento militar.
Un golpe al servicio de los negocios capitalistas
La otra pata de apoyo al golpe fueron los empresarios locales y extranjeros, las grandes patronales, el sistema financiero y, por detrás de ellos, las instituciones como el FMI o el Banco Mundial.
El dictador Videla nombró como ministro de Economía a José Alfredo Martínez de Hoz, miembro de una familia tradicional fundadora de la Sociedad Rural Argentina y él mismo directivo de Acindar, una de las empresas industriales más importantes de entonces. Martínez de Hoz llevaría adelante un feroz plan de ajuste, reduciendo los salarios 40% sólo en el primer año, acompañando esto con una reforma financiera que habilitó por primera vez lo que se llamaría “bicicleta financiera”, a la vez que se llevaba adelante una apertura económica total. En apenas un par de años, miles de empresas cerraron y dejaron a sus trabajadores en la calle. La contracara de esto será que el gobierno militar contraería una enorme deuda externa, a la vez que promovía que sus empresas amigas (nacionales y extranjeras) también lo hicieran. Más adelante, cuando esa fenomenal especulación estalló, “estatizaron” esa deuda privada, endosándosela al conjunto del pueblo trabajador.
Los grandes grupos económicos locales y extranjeros se beneficiaron enormemente con la política de la dictadura, que incluyó la represión de la clase obrera y la prohibición de toda actividad sindical, permitiéndole bajar sueldos, despedir trabajadores e incrementar al infinito los tiempos de trabajo. Para poder llevarlo adelante, las patronales denunciaban a los delegados y activistas a los militares, e incluso hubo empresas donde se habilitaron centros clandestinos de detención en sus propios predios, como fue el caso de Ford.
La dictadura terminó cayendo, masivamente repudiada luego de la derrota de Malvinas. En los años y las décadas siguientes, se alzaró el clamor por el juicio y castigo a los responsables civiles y militares del genocidio y por el desmantelamiento del aparato represivo. A pesar de los intentos de impunidad llevados adelante por todos los gobiernos posteriores a 1983, continuamos en la pelea, como gritamos cada 24 de marzo: “Como a los nazis les va a pasar, a donde vayan los iremos a buscar”.