Jul 16, 2024 Last Updated 9:12 PM, Jul 15, 2024

Escribe Mariana Morena

El 1° de marzo de 1948 Perón dispuso la estatización de los ferrocarriles mediante una “compra” ampliamente beneficiosa para el imperialismo inglés. Sin embargo, fue una de las medidas que permitió que la Argentina dejara de ser una semicolonia inglesa e iniciara una etapa de relativa independencia nacional. La red ferroviaria creció hasta 1957, transformándose en la más extensa de América latina y dando un gran empuje a la industria ferroviaria y al desarrollo de los pueblos

Los ferrocarriles surgieron en 1854 por iniciativa de la provincia de Buenos Aires, cuando otorgó la concesión a un grupo de ciudadanos porteños para construir una línea ferroviaria desde la ciudad de Buenos Aires hacia el oeste. Con el tiempo, se constituyeron en una herramienta clave para unir las enormes distancias del territorio nacional, llegando a las regiones más despobladas del Noroeste, Cuyo, el Chaco y la Patagonia con un servicio eficiente, confortable y con tarifas accesibles.

A partir de 1889, una campaña de desacreditación de los ferrocarriles estatales abrió las puertas para su privatización a manos de firmas inglesas y francesas, lo que se transformó en uno de los principales instrumentos de dominación del imperialismo británico. Fueron notorios los beneficios a sus empresas, a las que se cedió extensos territorios ubicados en los márgenes de las vías (que se destinaron a lucrativos negocios inmobiliarios), mientras se las mantenía exentas del pago de impuestos. Emblemáticas huelgas ferroviarias expresaban repudio frente a semejante entrega y la exigencia de mejoras salariales y en las condiciones de trabajo.
De manera progresiva, el desarrollo de la red ferroviaria fue respondiendo al crecimiento agropecuario del país y la exportación de materias primas al Viejo Continente. En 1941, con 42.000 kilómetros en vías férreas, la Argentina ocupaba el octavo lugar en el mundo, después de Estados Unidos, Rusia, India, Canadá, Alemania, Francia y Australia, pero con una distribución muy desigual: 29.094 kilómetros de vías en manos extranjeras y 12.942 a cargo del Estado. Su trazado a modo de embudo que desembocaba en el puerto de Buenos Aires, y con los ramales de las zonas altamente productivas en poder de las empresas extranjeras, también era fiel reflejo del saqueo imperialista a un país semicolonial.

Una estatización sumamente beneficiosa para los ingleses
Desde la Primera Guerra Mundial comenzó a declinar la hegemonía del comercio internacional de Gran Bretaña, lo que se reflejó en la desinversión en nuestra red ferroviaria. El estancamiento se afianzó con la crisis económica del ’30, que provocó una fuerte reducción de las exportaciones argentinas. Entre 1929 y 1935 las cargas transportadas por ferrocarril disminuyeron 23% y los ingresos 40%; las ganancias decayeron entre cuatro y cinco veces y las acciones ferroviarias hasta 70%. La ampliación de la red vial y la competencia del transporte automotor acentuaron el retroceso del ferrocarril y la prensa británica reclamó que el Estado argentino se hiciera cargo de las pérdidas. En 1940, el ministro de Economía y abogado de las compañías Federico Pinedo (abuelo del actual senador de PRO), presentó un plan de “estatización progresiva”, con rendimiento garantizado por el Estado.
Cuando Perón asumió la presidencia en 1946, comenzaron las negociaciones con los ingleses, que intentaron imponer una empresa mixta antes de que venciera la concesión. El imperialismo yanqui, que avanzaba sobre toda América latina y ambicionaba quedarse con el negocio, frustró ese proyecto, y el gobierno justicialista terminó comprando las empresas francesas e inglesas. El 1º de marzo de 1948 se realizó el acto formal de posesión por parte del Estado de las líneas San Martín, Belgrano, Mitre, Urquiza, Roca, Sarmiento y Patagónico. Una multitud se reunió en Retiro para festejar sin que Perón pudiese estar presente, operado de apendicitis.
La estatización resultó un gran regalo para Gran Bretaña y Francia: Perón les pagó 600 millones de dólares (en libras) a los ingleses y 45 a los franceses (los cálculos de la época afirmaban que valían menos de un tercio de lo que se terminó pagando). Una fortuna por un sistema en grave estado de deterioro, con más de 30 años de antigüedad, en el que se había invertido muy poco en relación con las suculentas ganancias robadas por décadas. Lo que confirma el carácter burgués del gobierno nacionalista de Perón, que les “compró” a los piratas imperialistas lo que era legítimamente nuestro.

Un gran paso en la recuperación de la soberanía
Sin apoyar a Perón, y aun denunciando el negociado, la corriente trotskista de Nahuel Moreno (antecesora de Izquierda Socialista), consideró que la estatización era un gran paso adelante, ya que “de manera parcial y contradictoria, avanzaba en la recuperación de la soberanía del país”1.
Caído el acuerdo comercial colonial Roca-Runciman de la década infame, también los ferrocarriles dejaron de ser una herramienta de dependencia y atraso, que solo producía ganancias para sus dueños imperialistas, para dar gran impulso a la industria ferroviaria y la recuperación de patrimonio nacional. Se reorganizó la red ferroviaria, ampliándose hasta 47.000 kilómetros. El tren llegó a cientos de localidades, impulsando su desarrollo. Aumentó la cantidad de formaciones para carga y transporte de pasajeros con tarifas accesibles. Se fabricó la primera locomotora de vapor mientras la locomotora diésel eléctrica “Justicialista” cubría el recorrido entre Constitución y Mar del Plata en 3 horas y 45 minutos. Se pudo acceder al puerto de Buenos Aires y a otros, como Bahía Blanca. Asimismo, el Estado se apropió de unas 25.000 propiedades inglesas, como empresas eléctricas y de aguas corrientes, empacadoras de frutas, campos petrolíferos y destilerías, tranvías y expresos, hoteles, edificios y terrenos de enorme valor. Junto con otras nacionalizaciones y medidas de planificación económica, los ferrocarriles estatales fueron un factor esencial para elevar las condiciones de vida de millones de trabajadores urbanos y rurales.

1. Nahuel Moreno, Método de interpretación de la historia argentina, Ediciones El Socialista, Buenos Aires, 2012.


La privatización y el desguace de la red ferroviaria

A partir del golpe gorila de 1955, la Argentina se transformó en una semicolonia del imperialismo yanqui. En relación con los ferrocarriles, se sucedieron distintos proyectos y avances de privatización, desmantelamiento y ataques a las conquistas históricas de los ferroviarios en medio de una descomunal corrupción.
Finalmente, en la década del del ’90, otro gobierno peronista, el de Menem, liquidó por completo la conquista de 1948, privatizando la empresa estatal Ferrocarriles Argentinos con complicidad de la Unión Ferroviaria a cargo del burócrata Pedraza. Pese a la heroica lucha de los ferroviarios, se levantaron 24.000 kilómetros de vías y se despidieron 90.000 trabajadores. Desaparecieron los trenes de larga distancia y centenares de pueblos quedaron aislados. Más adelante, los Kirchner mantuvieron las privatizaciones y regalaron jugosos subsidios a las concesionarias, que no invirtieron un peso en los ferrocarriles. Millones de trabajadores pagaban tarifas cada vez más elevadas pero viajaban como ganado, y se sucedían los accidentes evitables. El asesinato de Mariano Ferreyra y la masacre social de Once, con 52 muertos y 700 heridos, desnudaron brutalmente el doble discurso kirchnerista sobre los ferrocarriles, pese a la demagogia de los “trenes de cartón” y los materiales comprados a China, con durmientes incluidos. Hoy el gobierno de Macri sigue con los negocios de Jaime, Schiavi y De Vido, por eso continúa con la obra faraónica del soterramiento del Sarmiento en beneficio de la megacorrupta Odebrecht; el Belgrano Cargas sigue concesionado al servicio del agronegocio, las mineras y las petroleras, y el ministro Dietrich fue autorizado a cerrar ramales y talleres para beneficio del negocio inmobiliario. Al mismo tiempo se compran vagones sin licitación y la gobernadora Vidal decreta el cierre de Ferrobaires desde el próximo 15 de marzo. La política de destrucción del sistema ferroviario se profundiza, pese a lo cual no se detiene la lucha en su defensa.
Los ferroviarios del Sarmiento y la Bordó Nacional, apoyados por gran parte de la población, vienen sosteniendo que el único modo de brindar un servicio seguro, eficiente, accesible y no contaminante, es reestatizando el sistema ferroviario sin indemnizar a las privadas, uniendo el transporte de carga y de pasajeros y poniéndolo a funcionar bajo control, gestión y administración de trabajadores y usuarios, recuperando los talleres, ramales y terrenos ferroviarios.

La revolución social triunfante era el pronóstico más importante del Manifiesto. Se haría realidad por primera vez en Rusia en 1917. Era, finalmente, “la conquista del cielo por asalto”, liderada por el Partido Bolchevique de Lenin y Trotsky, con los soviets tomando el poder, expropiando a la burguesía, gobernando con la más amplia democracia para los trabajadores y comenzando a construir una dirección revolucionaria mundial con la III Internacional.

Sin embargo, esas esperanzas se truncaron a los pocos años. Fue el surgimiento del estalinismo, esa burocracia contrarrevolucionaria que deformó al Estado obrero soviético que se había comenzado a construir. A la muerte de Lenin y desplazando primero y expulsando del país después a Trotsky, Stalin ejecutó un brutal proceso de represión que terminó por liquidar físicamente a la vanguardia de luchadores obreros forjados al calor del proceso revolucionario de 1917. Con su utópica y reaccionaria política de colaboración de clases y de “socialismo en un solo país”, el estalinismo terminó echando por tierra todas las conquistas de la revolución, a la vez que frenaba cuanto proceso revolucionario estallaba en el mundo. El estalinismo, y sus “hijos menores” como el maoísmo o el castrismo, además de traicionar innumerables luchas revolucionarias en el siglo XX y construir regímenes dictatoriales de partido único alejados de cualquier principio de democracia obrera, terminaron llevando a los países donde se había expropiado a la burguesía a la restauración capitalista. Quisieron apropiarse del Manifiesto Comunista, pero fueron justamente su negación.

Nosotros, los socialistas revolucionarios que reivindicamos el legado de Lenin y Trotsky, somos los auténticos herederos de aquel programa de 1848.

Escribe Mariana Morena

El 21 de febrero de 1848 se publicó por primera vez en Londres, en forma de folleto, el Manifiesto Comunista, con autoría de Marx y Engels. Europa estaba inmersa en una gravísima crisis económica, que pronto resultó en la primera oleada revolucionaria obrera del Viejo Continente. Desde entonces, siguen plenamente vigentes sus definiciones sobre el sistema económico capitalista imperialista, así como las tareas propuestas a los trabajadores del mundo para terminar con la propiedad privada y la explotación.

“Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo.” Con esta frase cargada de dramatismo y muy a tono con el estilo literario de la época, Marx y Engels, dos jóvenes pensadores y dirigentes revolucionarios, daban inicio al Manifiesto del Partido Comunista, escrito en Bruselas por encargo de la organización de obreros alemanes en la que militaban, la Liga de los Comunistas, como programa oficial. Traducido a multitud de idiomas y publicado en tiradas masivas, se convirtió en uno de los ensayos políticos más influyentes de la historia.

Hacia fines de 1847 Europa se hundía en una profunda crisis económica que agravaba las penurias de millones de obreros y campesinos. Mientras, las clases ricas y poderosas temblaban frente a la posibilidad de estallidos que confrontaran el injusto orden social. Precisamente tres días después de su publicación en Londres, el 24 de febrero de 1848, cien mil obreros ganaron las calles de París, levantaron barricadas en toda la ciudad y, apoyados por la Guardia Nacional, jaquearon al rey Luis Felipe forzándolo a abdicar y exigiendo el sufragio universal, la libertad de prensa y la reducción de la jornada laboral.

Las protestas se extendieron más allá del río Rin: a comienzos de marzo estallaron revueltas en Viena y días más tarde en Berlín. La denominada “primavera de los pueblos” también alcanzó a Hungría e Italia, donde los trabajadores se alzaron por libertades democráticas y reformas sociales. Decididos a participar activamente del proceso, Marx y Engels fundaron en Colonia, un importante centro industrial, el periódico Nueva Gaceta Renana, que se publicaría hasta mayo del año siguiente, cuando la ola revolucionaria fue aplastada y se restauró la monarquía absoluta. Marx fue expulsado de Alemania y Engels enjuiciado por delito de prensa. Sin embargo, el programa revolucionario del Manifiesto Comunista atravesó triunfante ese primer ensayo revolucionario  de la clase obrera europea.

Un programa probado por la historia

El Manifiesto desarrolla una serie de ideas “que conservan todo su vigor”, como bien señalaría Trotsky en el prefacio que escribió noventa años después de su primera publicación, a la luz de experiencias revolucionarias posteriores como la Comuna de París de 1871 y la mismísima Revolución Rusa de 1917.

Una de estas ideas es la concepción materialista de la historia, que desterró todas las demás interpretaciones del proceso histórico (como la existencia de dioses o super-hombres que influyeran en el curso de los acontecimientos), y postuló que la historia de las sociedades es la historia de las luchas entre clases. En particular, el Manifiesto desarrolló las líneas generales del funcionamiento del capitalismo (que Marx describiría en forma acabada en El Capital), señalando el rol progresivo de la burguesía en sus inicios, que llevó a un desarrollo de las fuerzas productivas como nunca antes en la historia, pero advirtiendo su tendencia a empobrecer inexorablemente el nivel de vida de los trabajadores. Caracteriza al Estado como “la junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa”, confirmando por lo tanto que la democracia creada por la burguesía solo está al servicio de esta clase.

Por esta razón, el Manifiesto sigue postulando que, además de organizarse sindicalmente para pelear por sus derechos como trabajadores frente a los patrones (de quienes los separan intereses de clase irreconciliables), los trabajadores deben organizarse como clase en un partido político, con independencia de todos los sectores burgueses. Ese partido tiene una tarea: tomar el poder del Estado y hacer la revolución socialista que expropie a la burguesía y encamine la transformación socialista de la sociedad. El gobierno de los trabajadores será, entonces, la única y verdadera democracia proletaria, que, junto con el propio Estado, dejarán de ser necesarios al desaparecer las clases.

Por último, y si bien fue escrito antes del desarrollo del capitalismo como sistema imperialista, el Manifiesto enfatiza el carácter internacional de la revolución socialista. Asegura que “los trabajadores no tienen patria”, y que “en resumen, los comunistas apoyan por doquier todo movimiento revolucionario contra el régimen social y político existente.” De más está aclarar la necesidad actual de la lucha de los trabajadores en todos los países y la solidaridad internacionalista en las peleas contra cada uno de los regímenes que oprimen y explotan a los pueblos del mundo.

La herramienta para avanzar con el programa revolucionario

Hoy, en todo el mundo aumentan la pobreza, la desocupación y el hambre, junto con una desigualdad brutal. El 82% de la riqueza mundial generada durante el año pasado fue a parar a manos del 1% más rico, mientras el 50% más pobre –unos 3.700 millones de personas– no se benefició en lo más mínimo. Asimismo, el imperialismo, expresión superior del poder del capitalismo, sigue masacrando pueblos, como actualmente ocurre en Medio Oriente. La propia existencia del planeta está en riesgo debido a la explotación de recursos no renovables y a la contaminación que ocasionan las grandes multinacionales. No queda más que terminar con esta barbarie.

Los socialistas revolucionarios seguimos reafirmando la vigencia del Manifiesto Comunista como programa para la revolución socialista mundial, mientras luchamos por la construcción de una alternativa política independiente para los trabajadores y sectores populares, tanto en cada país como apostando al fortalecimiento de una dirección internacional. “Que las clases gobernantes tiemblen ante una revolución comunista. Los proletarios no tienen nada que perder en ella más que sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo que ganar. ¡Proletarios de todos los países, uníos!” Seguimos fieles a esta arenga revolucionaria que ilumina la larga y heroica historia de lucha de la clase obrera.

Escribe Mariana Morena

El 2 de febrero de 1943 las fuerzas alemanas se rindieron ante el Ejército Rojo tras 200 días de asedio a la ciudad de Stalingrado. Después de años de heroica resistencia de las masas al horror del nazismo, con su descomunal maquinaria bélica y sus campos de concentración y trabajo forzado, Stalingrado significó un punto de inflexión en la expansión del Tercer Reich, cambiando el curso de la Segunda Guerra Mundial. El pueblo soviético no se doblegó ante la ofensiva germana y defendió las conquistas sociales de la revolución de 1917 pese a la dictadura de Stalin. La derrota definitiva del nazismo no tardaría en llegar.

El 22 de junio de 1941, la Alemania nazi inició la invasión de la Unión Soviética con tres millones de soldados y la mayor maquinaria bélica de la historia. La ofensiva tomó por sorpresa a las masas trabajadoras soviéticas, adormecidas como resultado de las infames políticas estalinistas (la estrategia de los frentes populares aprobada en 1935 por la Internacional Comunista, la “tregua” pactada con el nazismo en 1939 y el descabezamiento de los mandos experimentados del Ejército Rojo en uno de los “juicios de Moscú”). 

En diciembre de 1941, pese a haber aniquilado y capturado a cientos de miles de soldados del Ejército Rojo, era evidente el fracaso nazi de la denominada Operación Barbarroja en su objetivo de conquistar Leningrado y Moscú vía una campaña “relámpago”. A partir de entonces Hitler priorizará una nueva ofensiva a gran escala con el propósito de invadir la región del Cáucaso y acceder a los yacimientos de petróleo. La Operación Azul comenzó en junio de 1942 con importantes victorias alemanas. Y por sucesivas modificaciones al plan original, Stalingrado se terminó convirtiendo en un objetivo principal.
Ubicada en el curso del río Volga, a 480 kilómetros de su desembocadura en el mar Caspio, y fundada como Tsaritsyn, fue renombrada Stalingrado entre 1925 y 1961 a raíz del culto a la personalidad de Stalin (que fue su comisario político durante la guerra civil). En ese momento, la ciudad (actualmente Volgogrado) tenía 600.000 habitantes y una importante industria militar (con la fábrica de cañones y municiones Barricady y de tractores Octubre Rojo), plantas químicas y petroleras, silos cerealeros, un puerto fluvial y un nudo ferroviario crucial de la línea que unía Moscú con la región del Cáucaso.
El Sexto Ejército del general Paulus y el Cuarto Ejército Panzer del general Hoth avanzaron juntos sobre Stalingrado, con 330.000 de las mejores tropas de la Wehrmacht asistidas por más de 2.000 aviones, carros de combate, artillería pesada, y regimientos de sus aliados húngaros, rumanos e italianos. El 23 de agosto de 1942, exactamente tres años después de la firma del tratado de no agresión entre Hitler y Stalin, la Luftwaffe reducía gran parte de la ciudad a escombros en un atroz bombardeo. En las dos semanas que siguieron murieron 40.000 de sus habitantes.


La heroica resistencia  popular soviética
El ataque duró hasta mediados de noviembre. La población quedó atrapada bajo los interminables bombardeos alemanes. Se volvió habitual vivir en agujeros excavados en las barrancas occidentales del Volga, y comer barro cuando se acabó el pan. Sin embargo, muchísimos jóvenes fueron incorporándose a las fábricas militares y luego a las filas del ejército; incluso hubo mujeres pilotos de combate y regimientos antiaéreos formados exclusivamente por ellas, mientras las adolescentes se sumaban a las tareas de rescate y auxilio de los heridos en quirófanos improvisados en los mismos barrancos.
Las fuerzas alemanas atenazaron Stalingrado pero las tropas soviéticas, dirigidas por el general Zhukov, las forzaron a una batalla fragmentada, calle por calle, fábrica por fábrica, casa por casa, cuerpo contra cuerpo aun en sótanos y cloacas, con bayonetas, minas antipersonales, bombardeos nocturnos, francotiradores y emboscadas, en un tipo de combate para el cual los nazis no estaban preparados (la rattenkrieg, “guerra de ratas”). Soldados alemanes sobrevivientes declararían que la ciudad era una “picadora de carne”, con el olor a descomposición de centenares de miles de muertos. Las temperaturas extremas del invierno ruso y el desabastecimiento fueron otros factores decisivos para definir el curso de la batalla. Durante el mes de octubre y los primeros días de noviembre, Stalin reforzó el 62° Ejército del general Chuikov para sostener la lucha por las ruinas de Stalingrado, al tiempo que reunía tropas frescas con las que llevar a cabo la contraofensiva.

El cambio del curso de la guerra
Se la llamó Operación Urano: lanzada el 19 de noviembre, aniquiló los flancos más vulnerables de las desmotivadas y desprovistas fuerzas rumanas, húngaras e italianas, y “embolsó” al Sexto Ejército y a la mayor parte del Cuarto Ejército Panzer con siete ejércitos soviéticos, rechazando todo intento alemán de socorrerlos y lanzando nuevas ofensivas que obligaron al ascendido mariscal Paulus, desobedeciendo a Hitler, a capitular. Junto con él se rindieron veintidós generales y 91.000 hombres desmoralizados, hambrientos, congelados y atacados por epidemias. Las bajas totales del Eje ascendieron a 800.000, entre muertos, heridos, desaparecidos o capturados. El Sexto Ejército y el Cuarto Ejército Panzer alemanes, y los ejércitos italiano, húngaro y rumano fueron aniquilados.
La batalla de Stalingrado, la mayor de la Segunda Guerra Mundial y la más sangrienta de la historia, redujo a una de las ciudades industriales más importantes de la URSS a un gigantesco campo de ruinas. Pero la heroica resistencia popular soviética, pese a la dirección burocrática de Stalin, le asestó al nazismo una derrota estratégica, frenando el avance expansionista de una maquinaria bélica que hasta ese momento se consideraba imparable. Los pueblos ocupados recuperaron la esperanza de derrotar a los nazis y la resistencia se fortaleció en todas partes. Seis meses más tarde, el Ejército Rojo les asestaría en Kursk el golpe definitivo y no detendría su avance arrollador hasta liberar Berlín en mayo de 1945.

Stalingrado cambió el curso de la historia

La Primera Guerra Mundial fue la manifestación más clara de que el capitalismo había entrado en un nueva época histórica: el imperialismo, tiempo de guerra y revoluciones, fase “superior” o “final” del capitalismo, tal como la definió Lenin.1 Se abría así una etapa donde estaba a la orden del día la posibilidad y necesidad del triunfo de la revolución socialista.
Pero la época imperialista no fue siempre igual. Tuvo distintos momentos. Nahuel Moreno decía que a una primera etapa revolucionaria (entre 1917 y 1922) signada por la revolución de octubre y el ascenso obrero y popular que le siguió, la continuó una segunda (abierta a partir del triunfo del fascismo en Italia), donde lo que prevalecieron fueron las derrotas. En los veinte años siguientes se dieron a continuación la burocratización de la URSS y el ascenso de Stalin, el acceso de los nazis al poder, las derrotas de las revoluciones china y española y, como expresión más terrible, el comienzo de la Segunda Guerra Mundial y el avance arrollador del Eje conquistando casi toda Europa.
Stalingrado cambió el signo de la guerra. Fue el principio del fin para el nazismo. Pero además abrió una nueva etapa, modificando las relaciones de fuerza a escala mundial: se iniciaba un alza de masas que llegaría a la expropiación de la burguesía en un tercio del planeta y al hundimiento de todos los imperios coloniales preexistentes. Nahuel Moreno lo explicaba así: “Toda época tiene sus etapas. Estas son períodos prolongados en que se mantiene constante la relación de fuerzas entre las clases en lucha […] La nueva etapa revolucionaria se inicia con la derrota en Stalingrado del ejército nazi y abre un período de revoluciones triunfantes que se extiende hasta el presente. La primera de ellas es la yugoslava; pasa por su máxima expresión con la Revolución China, y ha tenido su última victoria… hasta ahora, en Vietnam (1974) […] a diferencia de la etapa abierta por la Revolución Rusa, que redujo sus efectos a algunos países de Europa y Oriente, en ésta la revolución estalla, y en ocasiones triunfa, en cualquier parte del globo”2.

1. Lenin, Vladimir, Imperialismo, fase superior del capitalismo, Buenos Aires, Anteo, 1973.
2. Moreno, Nahuel, Revoluciones del siglo XX, Buenos Aires, Cuadernos de Solidaridad Socialista, 1984.

Escribe Francisco Moreira

Fue un incansable constructor de partidos revolucionarios y de la Cuarta Internacional. Polemizó con aquellos trotskistas que abandonaban el programa revolucionario y la tarea de construir partidos. También, con quienes buscaban atajos influidos por distintas ideologías burguesas. CEHUS acaba de editar Problemas de organización (1984) junto con El partido (1943) y fragmentos del ¿Qué hacer? (1902) de Lenin, textos de gran utilidad para seguir dando esas peleas.

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