El 25 de enero de 1987, a los 62 años, murió en Buenos Aires el mayor dirigente del trotskismo latinoamericano, defensor inclaudicable de las banderas de Trotsky y fundador de la corriente política en la que militamos.
Hugo Miguel Bressano Capacete nació en 1924 en Alberdi, un pueblo agroganadero de la provincia de Buenos Aires. Desde muy joven abrazó los principios del socialismo revolucionario y, cuando se instaló en Buenos Aires para cursar sus estudios secundarios, fue Liborio Justo, hijo del presidente Agustín P. Justo y pionero del trotskismo en la Argentina, quien lo renombró Nahuel (que significa tigre en lengua mapuche) Moreno, por el color de su cabello.
En 1944 abandonó las discusiones de salón del trotskismo nativo para fundar el GOM (Grupo Obrero Marxista) con un pequeño grupo de obreros de Villa Crespo. Con ellos se trasladó a Villa Pobladora, en el partido de Avellaneda, que era en ese tiempo el polo industrial del país. Allí desarrolló su primera experiencia de inserción en la clase trabajadora, compartiendo la vida del populoso barrio y vinculándose en las fábricas con su vanguardia combativa y sus métodos de lucha. Fueron emblemáticas las huelgas del frigorífico Anglo-Ciabasa, donde Avellaneda fue convertida en una “comuna” del trotskismo, y la intervención de los trotskistas en distintos sindicatos apoyando las luchas obreras para que triunfaran aplicando un método de organización sindical independiente con la mayor democracia, sin claudicar ante la burocracia peronista. Esta experiencia de ligazón con el movimiento obrero quedó grabada para siempre en Moreno y es la piedra basal del “trotskismo bárbaro” que caracterizó a todos los partidos revolucionarios que contribuyó a fundar en las décadas siguientes en la Argentina (como el PRT, el “glorioso” PST y el MAS, que llegó a ser uno de los partidos trotskistas más importantes) y en otros países como Colombia, donde estuvo exiliado en los años de la dictadura.
Asimismo, convencido de que los problemas de los trabajadores y sectores populares no pueden ser resueltos en el marco nacional, Moreno intervino en los grandes debates teóricos y políticos que desafiaron a las vanguardias a nivel mundial, impactando también en el disperso movimiento trotskista. Su capacidad de elaboración teórica y política le permitió dar respuesta correcta a los nuevos fenómenos de la lucha de clases, como los Estados obreros burocráticos de Europa Oriental, las direcciones guerrilleras que, como el castrismo, expropiaron a la burguesía, las revoluciones políticas, entre otros. A la par, bregó por fortalecer la organización mundial de los revolucionarios, la Cuarta Internacional fundada por León Trotsky en 1938, luchando contra el revisionismo de la corriente mayoritaria y su claudicación a la conciliación de clases, a los movimientos nacionalistas burgueses y a dirigentes pseudorrevolucionarios. Hasta que, por falta de principios y métodos burocráticos, no dudó en fundar una nueva organización internacional de la cual se reivindica sucesora la actual UIT-CI, de la que formamos parte con Izquierda Socialista y otros partidos hermanos en el mundo.
Treinta y dos años después, nuestro mejor homenaje sigue siendo desarrollar con fuerza su legado de absoluta vigencia. Esto es, la lucha por la construcción de una dirección revolucionaria en cada país y en el mundo para avanzar por gobiernos de trabajadores y el socialismo con democracia obrera. En esa tarea seguimos consecuentemente comprometidos, reivindicando los principios y la moral revolucionaria que caracterizaron a Moreno durante toda su vida, así como su confianza en que la clase trabajadora puede derrotar para siempre al sistema imperialista patriarcal inhumano. “No hay ningún dios que haya fijado que no podamos hacerlo”. ¡Maestro Nahuel Moreno, presente, hasta el socialismo siempre! ¡Viva la organización revolucionaria de las trabajadoras y los trabajadores y la Cuarta Internacional!
Escribe Mariana Morena
A fines de la Primera Guerra Mundial un motín de marineros fue el inicio de una revuelta obrera que se extendió por toda Alemania, logró el fin de la monarquía y avanzó por un “gobierno de consejos”, similar al de los soviets en Rusia. El Partido Socialdemócrata alemán traicionó la revolución, concilió con sectores burgueses y aristocráticos y, en alianza con el comando militar, encabezó la contrarrevolución que liquidó el levantamiento espartaquista y a sus principales referentes, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo.
Tras cuatro años de guerra interimperialista, el hartazgo de soldados, trabajadores y campesinos alemanes por las penurias padecidas, junto con el impacto que provocó la derrota del imperio alemán, se expresaron en un amotinamiento en la flota militar apostada en Kiel. A fines de octubre de 1918, los marineros se negaron a intervenir en la última batalla contra los británicos. Respondiendo a la represión del motín, desarmaron a oficiales, ocuparon los barcos y liberaron a los presos. Formaron un “consejo de trabajadores y soldados” que tomó el control del puerto y envió delegaciones a todas las grandes ciudades alemanas. La revolución se extendió rápidamente.
La traición del Partido Socialdemócrata alemán (SPD)
Ya hacía varias décadas que el SPD estaba a la cabeza del movimiento obrero alemán y de los congresos de la II Internacional. Para 1914 tenía un millón de miembros, dos millones de afiliados en los sindicatos, 110 diputados nacionales, 220 provinciales y 2.886 municipales. Publicaba noventa periódicos en todo el país. Su primera gran traición a la clase obrera se produjo en agosto de 1914, cuando sus diputados votaron a favor de los créditos de la guerra, apoyando la participación en la “carnicería” interimperialista por el reparto del mundo. La excepción fue Karl Liebknecht, quien por este motivo fue expulsado del partido y detenido a solicitud del mismo SPD. Junto con Rosa Luxemburgo y otros marxistas revolucionarios, que más tarde fundarían la Liga Espartaquista, fueron perseguidos y encarcelados por el káiser por denunciar la “unión sagrada” y la “paz civil” para intervenir en la guerra contra “el enemigo de afuera”.
De la revolución alemana a “el orden reina en Berlín”
Desde 1916 el poder pasó a manos del Comando Militar Supremo y se impuso el estado de sitio. En abril de 1917 el SPD se dividió en dos fracciones: una mayoría liderada por Friedrich Ebert, y una de “independientes” (Kautsky, Bernstein) que, junto con los espartaquistas, estaban por el fin inmediato de la guerra y la democratización, si bien carecían de programa político. Ese año hubo masivas huelgas organizadas de aproximadamente 300.000 trabajadores de la industria bélica en Berlín, Leipzig y Dusseldorf, y en enero tuvo lugar un verdadero “ensayo de revolución”, con un millón de trabajadores movilizados por los consejos de trabajadores y soldados. Cada vez más manifestantes luchaban por el fin de la guerra, la paz sin anexiones, contra la carestía de la vida y la monarquía. El káiser se vio forzado a prometer elecciones generales y Ebert se sumó a la dirección de los consejos, formados mayoritariamente por huelguistas del SPD, para frenar la movilización.
En agosto de 1918 cayó el frente occidental alemán, y a fines de octubre se inició el motín de los marineros que encendió la llama de la revolución por toda Alemania. “Si el emperador no abdica, la revolución social es inevitable. Pero yo no la quiero, la odio con toda el alma”, declaró Ebert. El káiser Guillermo II abdicó el 9 de noviembre y todos los príncipes de los estados alemanes lo hicieron en los días siguientes. El príncipe Max von Baden asumió como canciller de la república burguesa, con poder subordinado a la mayoría del Parlamento. El SPD celebró “el nacimiento de la democracia alemana” y se dispuso a conciliar con los partidos burgueses para definir la forma del Estado en el marco de la continuidad del régimen capitalista.
Pero ya en la noche del 8 de noviembre un centenar de jefes revolucionarios habían ocupado el Reichstag (parlamento). Conformaron un “consejo de representantes del pueblo” y llamaron a un congreso de los consejos de soldados y trabajadores. Mientras tanto, Ebert asumía como canciller del “nuevo gobierno de obreros”. Era una auténtica farsa: el aparato administrativo y represivo del Estado se mantuvo intacto. Para acabar con la radicalización del proceso, Ebert pactó con el alto mando del ejército y sus fuerzas paramilitares (llamadas Freikorps, afines a la monarquía) terminar con la influencia de los consejos.
La ausencia de partido revolucionario: un factor determinante
Hacia fines de diciembre los espartaquistas se decidieron a separarse de los socialdemócratas y fundar el Partido Comunista de Alemania (KPD). Rosa Luxemburgo redactó su programa. Pero ya era tarde. En enero un levantamiento con Liebknecht a la cabeza exigió el derrocamiento del gobierno y fue sofocado violentamente. Con la anuencia del propio SPD, que así terminó de consumar su segunda traición histórica a la clase obrera, cientos de trabajadores revolucionarios fueron fusilados por los Freikorps solo en Berlín. La noche del 15 de enero de 1919, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fueron apresados, torturados y asesinados. La falta de una dirección revolucionaria independiente, consolidada y consecuente como la de los bolcheviques de Lenin y Trotsky en Rusia, impidió que el levantamiento de los trabajadores alemanes impulsara la revolución europea que pudo haber cambiado definitivamente el curso de la historia.
Escribe Mariana Morena
El único modo de homenajear a Rosa Luxemburgo es seguir preparando la revolución a la que ella dedicó su vida. Nació en 1871 en Polonia bajo la dominación del regimen zarista ruso. Pertenecía a una familia de comerciantes judíos. Cuando tenía 15 años comenzó su militancia en el partido revolucionario Proletariat.
Tenía plena conciencia de la discriminación a la que estaba sometida por su condición de mujer, judía y polaca, pero no se dejó doblegar. Luchó por el socialismo, que iba a acabar con toda opresión, explotación y genocidio. Su apuesta por el socialismo y su confianza en la clase trabajadora como pilar de la victoria final de la revolución eran indiscutibles. “Si no se avanza hacia el socialismo solo queda la barbarie”, afirmaba. Y se preguntaba “¿acaso hay más patria que las masas de trabajadoras y trabajadores?”, desde el hondo sentido humanitario que inspiraba su arrolladora militancia revolucionaria.
De Varsovia pasó clandestinamente a Zürich, donde fue una estudiante destacada y se vinculó al movimiento de socialistas polacos en el exilio, en el que conoció a quien sería varios años su compañero, Leo Jogiches. Una vez en Berlín, ingresó al SPD, donde se vinculó con Clara Zetkin y se convirtió en líder de su ala izquierdista. Fué una gran luchadora feminista, por el voto universal y contra el feminismo burgués. En 1910, en la II Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas, impulsó el 8 de marzo como Día Internacional de la Mujer Trabajadora en memoria de las trabajadoras textiles que murieron carbonizadas en Nueva York luchando por mejores salarios y jornadas de menos de diez horas.
Rosa se destacó como teórica marxista, aguda polemista y como agitadora de masas que lograba conmover a grandes auditorios obreros. Escribió libros y fue redactora de periódicos y folletos. No temió involucrase en los grandes debates marxistas de la época. Así, refutó la tendencia revisionista de Bernstein en el libro “Reforma o revolución”, de 1899, donde planteó la vigencia de la revolución y la lucha de clases frente al logro de conquistas obreras por medio de la democracia parlamentaria. En 1905, al estallar el “ensayo de revolución” en Rusia, criticó equivocadamente las concepciones de “centralismo democrático” del partido revolucionario y “dictadura del proletariado” que defendía Lenin, así como su postura sobre la cuestión nacional. Sin embargo, en 1917 apoyó a los bolcheviques en todas las cuestiones fundamentales y fue una firme defensora de la revolución rusa.
Lenin dijo de ella que era representante del “marxismo sin falsificaciones”.
Ante la inminencia de la primera guerra dio una feroz “guerra a la guerra” contra la claudicación de la socialdemocracia (“un cadáver putrefacto”) y la Segunda Internacional al apoyar a sus propias burguesías, y agitó por la objeción de conciencia contra el servicio militar. Esto le valió la cárcel durante los cuatro años que duró la guerra, de la que salió para unirse a sus compañeros de la Liga Espartaco en las jornadas revolucionarias de noviembre y diciembre de 1918. La tardía fundación del Partido Comunista Alemán no la hizo dudar sobre la feroz contraofensiva que preparaba el gobierno socialdemócrata frente a la falta de una dirección revolucionaria para las masas movilizadas y sus organismos. Pero permaneció en su trinchera de lucha hasta el final. El 15 de enero de 1919 fuerzas paramilitares la secuestraron y mataron salvajemente en Berlín junto con Liebknecht, arrojando su cuerpo a un canal. El congreso de fundación de la Tercera Internacional los declaró sus mejores representantes. Los socialistas revolucionarios reivindicamos una vez más la lucha apasionada e inclaudicable de la Rosa Roja y, en nombre de la revolución, con ella seguimos afirmando: “¡Yo fui, yo soy, yo seré!” (*).
(*) Del último texto de Rosa Luxemburgo, “El orden reina en Berlín”, redactado pocas horas antes de ser secuestrada y asesinada.
Escribe Mariana Morena
El 31 de octubre de 1978 el Congreso de Diputados y el Senado de España aprobaron una Constitución que le garantizó una falsa legitimidad democrática a un régimen monárquico que era continuidad del odiado franquismo. Parodiando al “generalísimo”, todo quedó “atado y bien atado” para preservar “el antiguo orden”. Sólo la enorme traición del PCE y el PSOE explica el retroceso de un movimiento obrero y popular en extraordinario ascenso por la República.
Entre la muerte del dictador Francisco Franco en 1975 (en el poder desde el levantamiento fascista contra la República el 18 de julio de 1936, consolidado tras tres años de guerra civil) y el primer gobierno del PSOE en 1982, el Estado español vivió la denominada “transición a la democracia”. Fue el período donde se consolidó un nuevo régimen monárquico que debía salvaguardar el armazón de las instituciones tras cuarenta años de dictadura. Pese al rechazo que generaba la monarquía en el movimiento de masas -con ansias de libertad y democracia, y entusiasmadas por el triunfo de las revoluciones políticas en Portugal y Grecia-, la corona encabezada por Juan Carlos de Borbón, -designado por el mismo Franco-, los partidos institucionales, la Iglesia y la prensa intentaron hacer ver que se trataba de un proceso “modelo” de salida de la dictadura hacia la democracia, sin “ruptura”. Se pretendió incluso exportarla a Chile y Túnez.
Los pilares de la “transición”
Para legitimar el relato de las “bondades del nuevo régimen”, la transición se apoyó en tres pilares: una ley de amnistía, los pactos de la Moncloa (ver recuadro) y la Constitución. La ley de amnistía significó la impunidad de los crímenes del franquismo entre 1936 y 1948, unos 150.000 asesinatos cometidos con el fin de exterminar a la vanguardia obrera y popular revolucionaria; al mismo tiempo garantizó que los cuerpos de seguridad, los servicios de inteligencia y el aparato político y judicial del viejo régimen pasaran a ser los encargados de velar por el “nuevo orden”. A esto hay que sumar los 600 asesinatos cometidos entre 1975 y 1982 por fuerzas de seguridad públicas y grupos fascistas, así como los miles de detenidos en la represión de las luchas obreras y de los movimientos nacionalistas en Catalunya y el País Vasco.
La Constitución aprobada por las Cortes Generales el 31 de octubre de 1978 constituyó el “broche” de la transición. Su texto fue elaborado por una comisión formada por cinco representantes de los partidos burgueses, uno del PCE y uno del PSOE, lo cual confirma el contenido social del mismo. Con el silencio de la izquierda, la monarquía se aseguró la economía capitalista, la unidad de la patria contra el derecho a la autodeterminación del País Vasco y de Catalunya; los privilegios de la Iglesia, incluyendo el control de un sector importante de la educación que le dio el franquismo, y las tierras para los terratenientes, sin mención alguna de reforma agraria. Así se preservó el régimen con las reformas que aseguraban un funcionamiento democrático parlamentario donde encajaban los partidos de izquierda legalizados (PCE, PSOE) con la figura del rey, no elegible, como jefe de Estado y de las fuerzas armadas garantizando la unidad de España. El mismo rol de Franco por encima de las estructuras del Estado, incluyendo el parlamento, y conservando sus principales símbolos, la bandera y el himno. Ahí nomás se convocaron las primeras elecciones generales, ganadas por la UCD de Adolfo Suárez, el secretario general del movimiento que ahora se vestía de partido político de corte europeo y democristiano.
De este modo se consolidó una verdadera “máscara pseudo-democrática” con raíces franquistas al servicio de los ricos, la banca y las multinacionales, con una corrupción generalizada e impune, y también una auténtica “cárcel de los pueblos” como quedó demostrado el año pasado en Catalunya. El antiguo “orden” sigue prevaleciendo. Como sigue planteada la lucha por una federación de repúblicas socialistas al servicio de los trabajadores y los pueblos.
Los Pactos de la Moncloa
Para cortar de raíz las protestas obreras que estallaron a partir del ’73 frente a la miseria generalizada por la crisis del petróleo, con grandes huelgas, vigorosas asambleas, ocupaciones de fábricas e inmensas movilizaciones por reclamos salariales, contra los expedientes de crisis y cierres, en solidaridad con despedidos y otras fábricas en lucha, por derechos sindicales y políticos y contra la violencia represiva, los partidos políticos ya legalizados, incluyendo al PCE (con Santiago Carrillo como secretario general) y el PSOE (con Felipe González), negociaron los Pactos de la Moncloa, firmados en octubre del `77. Si bien el gobierno del “reformista” Adolfo Suárez (líder de la UCD, el partido sucesor del Movimiento Nacional desmantelado durante la transición) garantizó algunas libertades democráticas (los derechos de reunión, asociación política y libertad de expresión y menos restricciones a la libertad de prensa), los pactos significaron un golpe tremendo para el movimiento obrero: legalizaron los despidos libres (hasta 5% de las plantillas), introdujeron la contratación temporal de los jóvenes y fijaron límites en el aumento de los salarios y una devaluación de la moneda. Pero lo más importante fue la exigencia de paz social y del fin de la lucha obrera, que hizo que los grandes sindicatos CCOO y UGT (controlados por el PCE y el PSOE respectivamente) acataran en silencio a cambio de nuevas fuentes de financiación para sus aparatos. Como “contribución” a la estabilización de la monarquía, empezaron a hacer retroceder y traicionar las luchas, debilitando la enorme capacidad combativa del movimiento obrero.
El rol traidor del Partido Comunista Español
El PCE, dirigido por Ramón Carrillo, era el partido que controlaba la mayor parte del movimiento de masas. Su fuerza no se limitaba al movimiento sindical, con las Comisiones Obreras (CCOO) que nucleaban a la mayoría de los trabajadores desde finales de los años `50, sino que tenía gran influencia en barrios y pueblos entre intelectuales y artistas. Políticamente el PCE encabezaba la corriente del “eurocomunismo”, con un discurso y un programa de socialdemocratización desde la perspectiva de que era imposible un proceso revolucionario en Europa occidental, por lo que se fijó tareas democráticas a través de las elecciones y el parlamento burgués. Así fue como el PCE negoció su legalización aceptando las exigencias del gobierno de la transición, que apuntaba a reformar el viejo régimen pactando con el franquismo y la monarquía. Puso todo su aparato político y sindical a trabajar por la legitimidad del régimen heredero de la dictadura, enterrando sus crímenes y avalando que los policías y jueces involucrados en la represión sistemática siguieran en sus puestos. Lo hizo al costo de traicionar las aspiraciones de los trabajadores y los pueblos de luchar por un verdadero régimen democrático representado por la República, y hasta por una revolución obrera.
La política de reforma aplicada por el PCE fue especialmente grave en el terreno sindical, donde ordenó a las CCOO intervenir en el único sindicato permitido por el franquismo, conocido como el Sindicato Vertical (que agrupaba trabajadores y empresarios por la “armonización y la cooperación de clases”), herido de muerte y sin peso en el movimiento obrero. Otro tanto hizo su política de reforma en Catalunya, donde el PSUC tenía influencia de masas en la lucha contra la dictadura, para terminar renunciando a la pelea por la autodeterminación, permitiendo el ascenso del nacionalismo burgués catalán.
Escribe Mariana Morena
El 2 de octubre de 1968 el gobierno mexicano aplastó con una sanguinaria represión la gran protesta estudiantil que en los dos meses previos avanzó contra su política autoritaria y represiva. Cincuenta años después, sus reclamos siguen más vigentes que nunca y los estudiantes mexicanos retoman las banderas de aquellos mártires de la libertad.
A poco del inicio de los Juegos Olímpicos de 1968, que por primera vez se desarrollaron en un país latinoamericano, el movimiento estudiantil mexicano tomó las universidades y las calles para protestar con fuerza contra el autoritarismo y la represión del gobierno del PRI (Partido Revolucionario Institucional, en el poder ininterrumpidamente desde 1929), la violación de la autonomía universitaria, a la vez que exigía libertad, respeto de los derechos humanos y reformas sociales y democráticas.
Al calor de la ola revolucionaria mundial
La revuelta estudiantil en México se desarrolló como parte del ascenso mundial de las luchas obreras y populares que comenzaron en el 59 con la Revolución Cubana y que tuvo expresiones emblemáticas en el Mayo Francés, la Primavera de Praga, el movimiento por los derechos civiles de los afroamericanos en Estados Unidos y las manifestaciones en todo el mundo contra la guerra de Vietnam.
A partir de julio del ‘68, en el Distrito Federal mexicano, hubo protestas y enfrentamientos de los estudiantes con el cuerpo de granaderos, que ingresó en las escuelas y detuvo a manifestantes. Varios establecimientos entraron en huelga, y el 26 de julio, una marcha en solidaridad con la Revolución Cubana fue brutalmente reprimida. El 2 de agosto se creó el Consejo Nacional de Huelga (CNH), que nucleaba a 75 escuelas y universidades, entre ellas la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y el Instituto Politécnico. Paralelamente, se constituyeron otras organizaciones que se sumaron a la protesta estudiantil, como la Coalición de Maestros y el Comité de Intelectuales, Artistas y Escritores, mientras la revuelta se extendía por todo el país.
El 7 de septiembre se llevó a cabo la Manifestación de las Antorchas en la Plaza de las Tres Culturas o Tlatelolco, y el 13, la Marcha del Silencio congregó que a más de 200.000 jóvenes en el Zócalo, la plaza principal de la ciudad, bajo el lema “Únete pueblo”. Los estudiantes amordazados con pañuelos levantaron pancartas por “¡Democracia directa y concreta ya!” y “¡Abajo el gobierno y la burguesía!”. La respuesta del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz fue desalojarlos con la tropa y tanques militares, mientras arrestaba a varios dirigentes de la CNH. El ejército ocupó el campus de la UNAM.
Los estudiantes radicalizaron sus demandas
La siguiente protesta fue convocada para el 2 de octubre en Tlatelolco, con el objetivo de conminar al gobierno a cumplir con las reivindicaciones estudiantiles, entre ellas: la libertad de los presos estudiantiles, magisteriales, obreros y campesinos; la derogación de artículos del código penal que cercenaban la libertad de expresión; la destitución de los jefes policiales capitalinos y la disolución del cuerpo de granaderos, instrumento directo en la represión; justicia para las víctimas de actos represivos y exigiendo la apertura de un canal de diálogo con el gobierno.
A diez días del comienzo de los Juegos Olímpicos, unos 15.000 estudiantes ocuparon Tlatelolco gritando “¡No queremos olimpiadas, queremos revolución!”. La plaza estaba completamente sitiada por militares, policías y tanques. Testigos de la matanza cuentan que a las 18:15 un helicóptero militar sobrevoló la plaza lanzando bengalas luminosas. Era el inicio de la Operación Galeana a cargo del Batallón Olimpia creado para la seguridad de los Juegos Olímpicos, la policía secreta de la Dirección Federal de Seguridad y el ejército, con activa asesoría de la CIA.
La señal hizo que francotiradores apostados en lo alto de los edificios comenzaran a disparar. No eran otros que agentes infiltrados del grupo parapolicial “Brigada Blanca” del Batallón Olimpia, vestidos de civil con un guante blanco en la mano izquierda para identificarse entre ellos. Sus disparos provocaron que miles de soldados con bayonetas empezaran a disparar a mansalva y por la espalda a los manifestantes. En medio del caos, una multitud echó a correr desesperadamente buscando una salida a esa emboscada mortal.
“¡Contra la pared hijos de la chingada! ¡Ahorita les vamos a dar su revolución!”, fue la frase histórica que pronunciaron los mandos del ejército mexicano al detener a los dirigentes estudiantiles. En el curso de la operación fueron masacrados más de 300 estudiantes, hubo miles de heridos y unos 3.000 manifestantes fueron detenidos, desnudados, golpeados y trasladados a distintas cárceles o campos militares, como el Palacio Negro de Lecumberri. La plaza se lavó a manguerazos para borrar las huellas de la masacre mientras el ejército imponía la censura informativa y el gobierno difundía la falsa noticia de un “complot comunista” contra las olimpiadas. La represión no cesó y muchos dirigentes fueron forzados al exilio. Unos días después, como si nada hubiera sucedido, comenzaban las Olimpiadas México ´68.
Una nueva generación de estudiantes vuelve a levantar las banderas
Desde aquel día, los estudiantes mexicanos luchan por mantener viva la memoria de sus compañeros mártires por la libertad. “¡2 de octubre no se olvida!” es la consigna que los convoca a marchar año tras año por memoria y justicia contra el avance de la impunidad. Tres décadas de gobiernos patronales han profundizado la desigualdad social y el salvajismo que acompañaron los ajustes y la entrega hasta la actual presidencia de Peña Nieto. En 2014, una nueva matanza de estudiantes, los 43 normalistas de Ayotzinapa, constituyó otro crimen de Estado en alianza con los carteles de la droga. A 50 años de la histórica lucha del movimiento estudiantil y Tlatelolco, los reclamos del 68 siguen más vigentes que nunca y ya son parte de los hitos históricos de los pueblos latinoamericanos por su liberación.