Escribe Reynaldo Saccone, dirigente de Izquierda Socialista/FIT Unidad
En el centro de Londres, bajo el cielo lluvioso del sábado 6 de mayo de 2023, una multitud aguardó el paso del cortejo real de la coronación del rey Carlos III del Reino Unido en la abadía de Westminster. Se ofrecía al mundo, televisión mediante, el espectáculo cuidadosamente preparado de un país próspero y un régimen políticamente estable, democrático y respetuoso, en el que conviven armoniosamente distintas tradiciones, religiones y diversidades. Los hábiles primeros planos de las cámaras mostraban rostros de las más variadas etnias. La misma intención tuvo la ceremonia al interior de la abadía: un coro de afrodescendientes entonó un gospel, el primer ministro Rishi Sumak -de ascendencia india y religión hindú- leyó la epístola en la misa y el recién coronado Carlos -que es además jefe de la iglesia anglicana- saludó personalmente a obispos católicos, rabinos, imanes musulmanes y ministros de distintos credos presentes por primera vez en tal ceremonia. Se exhibía al país y al mundo que eran una realidad las palabras de la princesa Ana, hermana del rey, que días antes había dicho a los medios “…la Monarquía facilita un nivel de estabilidad a largo plazo que sería difícil conseguir de cualquier otra manera”. Sin embargo, la realidad es muy distinta de lo que se presenta. Veamos qué hay detrás de las cámaras.
El régimen de la monarquía constitucional o parlamentaria
La clase capitalista imperialista ejerce su dominio en todos los países a través de distintos regímenes políticos burgueses. Nahuel Moreno distinguía en sus cursos, a grandes rasgos, tres tipos de regímenes políticos. Uno, originado en la revolución norteamericana, lo constituyen los regímenes democráticos republicanos con división de poderes, parlamento, partidos políticos y elecciones periódicas. En algunos de estos, el presidente ejerce directamente el gobierno -con mayor o menor control del parlamento- como Estados Unidos y las repúblicas latinoamericanas. En otros el peso del parlamento es decisivo y aunque el presidente surge de elecciones, quien gobierna es un primer ministro -designado por el presidente con acuerdo del parlamento-, como en Francia, Alemania e Italia, entre otros. Un segundo tipo son los regímenes dictatoriales, sin parlamento, partidos ni elecciones libres en el que gobiernan directamente las fuerzas armadas como fue el caso de las dictaduras genocidas del Cono Sur de América de los ’70 o mediatizadas por el partido único como en China donde ejerce una feroz dictadura capitalista el partido comunista. En estos regímenes muchas veces coexisten instituciones parlamentarias electivas, pero de escaso o nulo poder.
El tercer tipo de régimen es el de las monarquías parlamentarias como España, Reino Unido, Holanda, Bélgica y otros países imperialistas europeos. Es una combinación de la monarquía, institución remanente de la época feudal, con otras que son propias de la democracia burguesa capitalista como el parlamento, los partidos políticos y las elecciones. La monarquía ya no es feudal; cambió su contenido de clase y es una institución política burguesa. Estas tres son variantes básicas, esquemáticas, que no siempre se dan en forma pura. Por el contrario, admiten un sinfín de combinaciones entre sí.
Con referencia a la monarquía parlamentaria, Nahuel Moreno decía: “No se trata para nada de un poder compartido entre nobles feudales y políticos burgueses. El rey contemporáneo ya es parte de la burguesía, un gran burgués. Un buen ejemplo es la familia real inglesa. El Reino Unido es una monarquía parlamentaria desde fines del siglo XVII, su régimen político ya lleva más de tres siglos. El gobierno inglés es como el de cualquier otro país imperialista…”. Al primer ministro lo elige el Parlamento, no el rey; el Parlamento, -quien vota las leyes-, es a su vez producto de elecciones donde compiten partidos políticos, todas instituciones de la democracia burguesa. Pareciera, cómo se dice popularmente, que “el rey reina, pero no gobierna”.
“Aparentemente [los reyes] no cumplirían ninguna función” sigue Moreno, “Pero no es así: son muy útiles para mantener y consolidar el dominio burgués. En primer lugar, envenenan más que cualquier gobierno republicano, las creencias populares. El pueblo los homenajea, y encima, financia con los impuestos sus gastos suntuosísimos. Cuando hay crisis políticas o situaciones revolucionarias, esos reyes actúan y prueban su peligrosidad”. En efecto, en estos regímenes el rey sigue siendo el comandante en jefe de todas las fuerzas armadas y, en muchos de ellos, tiene la potestad de disolver el parlamento y convocar a nuevas elecciones.
La misma monarquía británica ofrece un ejemplo de esta peligrosidad. En los años ´30 del siglo pasado, Eduardo VIII, tío abuelo del actual soberano, intentó ejecutar un golpe de estado respondiendo a las intenciones de un ala fascista de la burguesía británica que quería alinear al país con Hitler. Como pretexto del golpe y para engañar a las masas, se presentó al rey como víctima de las tradiciones y el parlamento que le impedían casarse con una plebeya estadounidense y divorciada. El plan consistía en que el soberano, con la excusa de poder cumplir su sueño de amor -lo que despertaría la simpatía popular-, utilizara el derecho real de disolver el parlamento y designara un nuevo gobierno pro fascista. Una ingeniosa maniobra política que fracasó porque el Partido Laborista -y también gran parte del Conservador-, los sindicatos y toda la burguesía anti fascista, se opusieron y obligaron al rey a abdicar la corona.
Concluye Moreno: “Es decir, llegado el momento, la monarquía puede volverse muy peligrosa porque es una institución que sirve siempre a la burguesía. No se nota en las épocas tranquilas, sino cuando las papas queman; como en la Inglaterra de esa época, de huelgas y una gran desocupación” (Nahuel Moreno, “Sobre el marxismo” nahuelmoreno.org).
Un régimen profundamente reaccionario
Contra lo que se exhibe, el régimen político de monarquía parlamentaria británico es muy poco democrático, incluso en los parámetros de las concepciones democrático burguesas. Posee dos cámaras: la de los Comunes, elegida por sufragio popular y la de los Lores cuyos miembros son designados por el rey. La Cámara de los Lores, que puede frenar leyes aprobadas por los Comunes, es increíblemente antidemocrática. No tiene un número fijo de bancas, oscila por arriba de los 800. De ellas, 92 son hereditarias por generaciones; 26 son obispos de la Iglesia Anglicana; alrededor de 600 son miembros vitalicios nombrados por el rey a propuesta del gobierno. También están los “lores de derecho”, miembros del Tribunal Supremo y jueces importantes. Finalmente, los “lores no afiliados” que son personalidades independientes o de partidos minoritarios, también designados por el rey.
La Cámara de los Comunes posee 650 miembros que son resultado de elecciones generales cada cinco años. El jefe de la mayoría es el candidato nato a primer ministro que debe ser invitado por el rey a formar gobierno; mediante un voto de censura, la Cámara puede obligarlo a renunciar y su reemplazante -también nombrado por el rey- debe obtener un voto de confianza para hacerse cargo del gobierno. La elección de los miembros de los Comunes es poco democrática: no hay renovaciones parciales ni representación proporcional. Se eligen por circunscripciones uninominales donde “el que gana, toma todo” lo que no refleja la real distribución en la sociedad del peso de los partidos. Finalmente, en una crisis la cámara puede ser disuelta anticipadamente por el rey, con acuerdo del primer ministro.
En el Reino Unido no existe la separación entre la Iglesia y el Estado. El jefe de la Iglesia Anglicana no es un obispo sino el propio rey. Ésta, además de tener una representación terrenal y nada espiritual en la Cámara de los Lores, todavía posee -aunque felizmente en forma decreciente- un peso considerable en la conciencia de las masas que refuerza el rol reaccionario de la Corona. La escena simbólica del arzobispo de Canterbury colocando en la cabeza del monarca la corona pretende consolidar en el pueblo la idea de que su rey lo es por derecho divino, que la familia Windsor ha sido puesta por Dios por encima de todas las demás y que su soberanía es algo natural, como lo es la ley de gravedad. Esta ideología, tan sencilla como falsa, es la que sostiene y justifica la estabilidad del dominio burgués y adormece la conciencia de gran parte del pueblo británico.
Una monarquía capitalista parásita y corrupta
Para cumplir su rol político, la Corona tiene una existencia material en innumerables posesiones de tierras, palacios, empresas y negocios dentro y fuera del Reino Unido. Una estimación de CNN sostiene que los activos de la Corona (Crown Estate), que los “royals” disfrutan sin poseer, serían unos 20.000 millones de dólares. A este fondo pertenecen palacios, centros comerciales y (lo que no tiene precio) la costa y el lecho marino de Gran Bretaña que se han vuelto valiosísimos por el actual desarrollo de los parques eólicos marinos. Los Windsor tienen además su propia fortuna que incrementan día a día con las oportunidades y relaciones que le ofrece su ubicación. Un caudal muy difícil de igualar.
Para atender sus innumerables tareas políticas, ceremoniales y también las menos simbólicas como servicios personales, custodia y mantenimiento de las propiedades, la monarquía cuenta con un verdadero ejército de dignatarios, funcionarios y trabajadores pagados en gran parte por el Estado. En relación a estos últimos, la prensa de izquierda británica documentó que la familia real -que siempre pagó bajos salarios- en 2020 tenía contratos precarios con 291 trabajadores en los que no se garantiza al empleado un mínimo diario de horas pagas. En 2016 los servidores del palacio de Kensington debieron amenazar con una huelga para que les pagaran salarios atrasados. Como se ve, una patronal capitalista “normal”, bien terrenal y sin ningún indicio de origen divino.
Por sus inversiones globales la realeza integra la plutocracia internacional de grandes multimillonarios. Tienen la enorme ventaja sobre un Elon Musk o un Bill Gates de estar ligados en forma permanente y por generaciones al aparato del Estado de un gran imperialismo que, aunque en decadencia, sigue estando entre las primeras economías mundiales. Como hacen otras familias reales -la española y la holandesa, por ejemplo- esta privilegiada ubicación les permite concretar muy buenos negocios, al mismo tiempo que se sumergen en la corrupción propia del capitalismo.
Una monarquía y un régimen corrupto
El príncipe Andrés, hijo preferido de la reina Isabel, es un buen ejemplo de lo que decimos. En 2001 fue nombrado representante especial para el Comercio e Inversión del Reino Unido. [La prensa detectó que inició negocios con el hijo del dictador libio Muamar Gaddafi y con la familia del tirano que gobierna Kazajistán. A éste le vendió una mansión sobrepreciada en cuatro millones de euros. Fue acusado también de utilizar su influencia para beneficiar los negocios financieros en paraísos fiscales del magnate David Rowland, principal donante del partido Conservador al que aportó entre 2009 y 2017 cuatro millones de libras (unos cinco millones de dólares).
El príncipe ya era mencionado por la prensa amarilla por sus amoríos con “pornostars” cuando cobró notoriedad internacional por su amistad con Jeffrey Epstein. Este multimillonario financista, explotaba unas ochenta chicas menores de edad que eran ofrecidas en el mundo de las altas finanzas. La foto del príncipe Andrés abrazando a una de esas adolescentes de 17 años recorrió el mundo. Cuando Epstein fue encarcelado en Nueva York por pedofilia, Andrés lo visitó y, aún más, lo defendió públicamente. La Corona no tuvo más remedio que retirarle su título de Alteza real, sus grados militares y su patrocinio de entidades de caridad. La gran paradoja fue que su hija, la princesa Eugenia, participaba en una entidad que lucha contra la esclavitud moderna. Tampoco se salva el rey Carlos de las salpicaduras de la corruptela: un ejecutivo de una de sus ONGs caritativas tuvo que renunciar por ayudar a conseguir un título de Sir y la ciudadanía británica a un millonario donante saudí.
No se quedan atrás los miembros del Parlamento. La cuarta parte de los conservadores tienen contratos por un total de cuatro millones de libras anuales para hacer lobby a favor de empresas privadas, que les aseguran un lugar en los directorios al fin de sus mandatos. Geoffrey Cox, miembro del Consejo Privado del rey y ex procurador general, seguía en su banca mientras ganaba al mismo tiempo seis millones de libras al año como abogado de inversores en los paraísos fiscales del reino. La oposición también tiene lo suyo: bajo tres primeros ministros, dos de los cuales eran laboristas, se otorgaron títulos de Sir y Dame a unos cien donantes de sus respectivos partidos por un total de 338 millones de libras.
Una monarquía experta en el engaño a las masas
Seducir a las masas fue una necesidad que se hizo urgente cuando la revolución de febrero de 1917 derribó al Zar de Rusia y las casas reales europeas se sintieron amenazadas. Ese año, en plena guerra contra Alemania, el rey Jorge V cambió el apellido alemán de la familia real, Sajonia-Coburgo y Gotha, por el más inglés de Windsor. Con el mismo objetivo creó la Orden del Imperio Británico para cooptar a súbditos destacados y consolidar una base de apoyo al régimen. El título de Sir o Dame los incorpora a una aristocracia simbólica valorada por la clase dominante. Millonarios, universitarios, políticos, artistas y deportistas se desesperan por “pertenecer”. La imagen de Keir Starmer, actual líder del opositor Partido Laborista, de rodillas ante el príncipe Carlos mientras era designado caballero en 2014 certifica que la clase dominante no tiene nada que temer de este partido creado por los sindicatos y que desde hace más de un siglo actúa como un partido burgués más.
Desgraciadamente para la clase obrera, entre los desesperados por estos honores se cuentan miembros de la burocracia sindical. Uno de los tantos es -el ahora Sir- Brendan Barber, secretario general hasta 2013 de la sesquicentenaria central obrera del Reino Unido (TUC por sus iniciales en inglés). Su sucesora Frances O’Grady, la primera mujer en la historia de la clase obrera en dirigir la poderosa TUC, al terminar su mandato en 2022 fue nombrada titular vitalicia en la Cámara de los Lores con el título de baronesa de Upper Holloway. Cuán diferente fue la digna actitud de John Lennon que en 1969 devolvió su título de Sir, otorgado por la reina Isabel II a los Beatles, en protesta por el apoyo del Gobierno británico a la invasión estadounidense de Vietnam y la intervención en la guerra civil de su ex colonia Nigeria.
La Corona se ha especializado en desarrollar iniciativas mediáticas y simbólicas que levanten su prestigio. Entre ellas patrocinar y desarrollar numerosísimas ONGs caritativas, deportivas, artísticas y de preservación del medio ambiente, flora y fauna silvestre y las más variadas actividades. Todas ostentan el patronazgo de algún miembro de la familia real y reciben los consiguientes subsidios. En esa línea, Carlos III reforzó recientemente el “embellecimiento” de la institución monárquica disponiendo que las ganancias de los parques eólicos de la Corona pasarán al gobierno para el “bien público en general”.
Una burguesía imperialista rapaz y sanguinaria
En esa línea de “aggiornar” la realeza, Carlos III esbozó una autocrítica sobre el pasado protagonismo de la Corona en el comercio de esclavos. Se calcula que durante los siglos que duró esa infame transacción, 3,5 millones de personas fueron trasladadas desde África y los capitalistas negreros, (entre los que se encontraba la Corona) aportaron más de 100.000 millones de dólares a la acumulación capitalista que hizo posible la revolución industrial, y con ella el desarrollo de la rapaz y sanguinaria burguesía imperialista británica. El saqueo de Asia, África, América, Oceanía y la sufrida Irlanda, el sometimiento de sus pueblos por las armas y la represión genocida de sus protestas está en la base de la riqueza actual de Gran Bretaña. Naciones y etnias enteras fueron desposeídas, explotadas, diezmadas y reducidas a condiciones de vida precarias.
Esta degradación de la vida humana ha sido de tal magnitud que sus secuelas han sobrevivido al imperio y se expresan en cifras espeluznantes. De los seis países con más de 100 millones de habitantes que hoy en día tienen tasas de desnutrición superiores a la media mundial (FAO), cuatro fueron colonias británicas: India, Bangladesh, Pakistán y Nigeria. De los 800 millones de hambrientos que la OMS detecta hoy en el mundo, más de la mitad habita en países que fueron colonias de Su Majestad.
La explotación brutal de su propia clase obrera también aportó al desarrollo de la enorme riqueza acumulada por la clase capitalista del Reino Unido, incluida la realeza. Desde muy temprano los trabajadores británicos sufrieron la misma represión armada que los pueblos colonizados. Algunas de esas represiones pasaron a la historia como la Masacre de Peterloo de 1821 en que el ejército disparó sobre una multitud de 60.000 personas contando las mujeres y los niños que realizaban una de las primeras manifestaciones de la historia del movimiento obrero mundial. No es necesario remontarse tanto en el tiempo ni alejarse demasiado de Londres para encontrar testimonios de la crueldad de esta burguesía genocida. De los 70 años que duró el reinado de Isabel II el ejército, del que ella fue la comandante, pasó cuarenta y cinco años -hasta 1997- librando una guerra sucia en Irlanda, su colonia más antigua, para aplastar al pueblo que luchaba por su libertad.
Una burguesía imperialista decadente pero aún poderosa
La derrota del nazifascismo en 1945 tuvo como efecto inmediato el resurgimiento de las luchas de las masas. India, Pakistán, Nigeria y otras colonias de la Corona pasaron a ser naciones políticamente independientes. En la metrópolis, a su vez, los trabajadores arrancaron a la burguesía imperialista los beneficios sociales que constituyeron el llamado Estado de Bienestar. El principal de éstos fue el Servicio Nacional de Salud que garantiza aún hoy -a pesar de su desguace progresivo- asistencia médica gratuita a toda la población.
Durante el reinado de Isabel II terminó de disolverse el imperio. Fue sustituido por una organización más laxa de relaciones económicas, políticas y militares llamada Mancomunidad de Naciones. Está formada por cincuenta y cuatro países, de los cuales solo dieciséis reconocen al monarca británico como su jefe de Estado (entre ellos Canadá, Australia y Nueva Zelanda). Los otros guardan distintos grados de sometimiento a la metrópolis. La desaparición del imperio permitió la penetración del capital yanqui especialmente en los tres mencionados arriba. Aún más, el propio Reino Unido quedó atado a Estados Unidos por lazos económicos y pactos políticos y militares. La poderosísima burguesía británica, que desde el declive de la aristocracia terrateniente en el siglo XIX era hegemonizada por el sector financiero, perdió definitivamente su preponderancia en el mercado mundial.
A pesar de su decadencia, el Reino Unido es por PBI la sexta economía mundial, superada solo por Estados Unidos, China, Japón, Alemania e India. Al considerar el PBI per cápita, es la tercera detrás de Estados Unidos y Alemania. Una potencia mundial con la segunda industria aeroespacial del mundo; el cuarto productor de armamentos después de Estados Unidos, Rusia y China. Shell y British Petroleum, están entre las principales multinacionales de la energía, así como AstraZeneca y GlaxoSmithKline, dentro de las “top ten” farmacéuticas.
Para enfrentar la decadencia del imperio y la competencia de Wall Street, los financistas londinenses crearon a partir de los ´50 del siglo pasado un mercado de divisas desregulado con filiales en posesiones de la Corona como las Islas Caimán, las Bermudas y otras. Atrajeron inversiones de todo el mundo, especialmente de Estados Unidos, pero también recibieron petrodólares de Medio Oriente, fortunas “narco”, tesoros de dictadores y toda empresa y particulares que quisieran evadir impuestos en su país de radicación. Caudales que eran blanqueados luego por bancos londinenses. En los ‘80 la primera ministra Margaret Thatcher reformó la Bolsa, instauró un sistema de cotización electrónica continua y la abrió a los grandes bancos estadounidenses, japoneses y europeos que invirtieron masivamente.
La City recuperó entonces un papel protagónico que convirtió al Reino Unido en el primer exportador mundial de servicios financieros, con un superávit comercial de más de 75.000 millones de dólares en 2020. El sector de servicios, particularmente las finanzas, aporta el 80% del PBI. Londres es la segunda plaza financiera del mundo solo superada por Nueva York. Casi 860.000 personas -el 18% de la población activa de Londres- estarían empleadas en el sector de los servicios financieros. La aplastante influencia de la burguesía financiera se manifiesta casi sin mediaciones en el gobierno: el primer ministro fue ejecutivo de Goldman Sachs, se dedicó luego a fondos de alto riesgo con su propia empresa y es uno de los más importantes millonarios del reino. Desde el gobierno, preconiza hoy una nueva desregulación más favorable aún al sector. Por otra parte, las “relaciones peligrosas” del príncipe Andrés son también una expresión superestructural de las conexiones de la Corona con el poderoso sector financiero de la clase dominante.
Detrás de los oropeles asoman las penurias de los trabajadores
Un reciente informe del FMI predijo que el Reino Unido será el único país del G7 cuya economía se contraerá en 2023. Después de tres años de la salida de la Unión Europea (Brexit) la promesa de mejoramiento económico que iba a traer aparejado no se cumplió. Solo un 32% considera ahora al Brexit una decisión certera; una mayoría del 56% hoy votaría en contra. Sin embargo, no les va mal a todos. En medio de la crisis, la burguesía financiera es un ganador neto que gracias al Brexit puede eludir los controles recíprocos con la Unión Europea y tener las manos libres para su gran negocio de lavado de dinero. También tiene un perdedor neto: la clase obrera que padece un brutal aumento del costo de vida del 10% anual con bajos salarios de bolsillo, deterioro de las prestaciones sociales conquistadas, desocupación juvenil y sobre exigencias laborales extenuantes.
El Reino Unido es uno de los países occidentales con mayores desigualdades, tanto entre regiones como al interior de las mismas y es lo que se denomina “la geografía del descontento”. Por ejemplo, el PBI y la renta per cápita de los londinenses es más del doble que la de las poblaciones del Norte, la esperanza de vida varía en casi diez años entre el Norte y el Sur, y hay una brecha del 8% en los índices de jóvenes que aprueban el secundario. Por otra parte, mientras que algunas regiones se han beneficiado de un fuerte crecimiento económico y habían vuelto en 2019 a los niveles económicos anteriores a la crisis de 2008, otras, las del Este de Inglaterra, sufren un aumento de la desigualdad y el empobrecimiento de los trabajadores y sectores populares. La juventud es el sector más castigado por la crisis. En 2020 el 75% de los jóvenes menores de veinticinco años perdió el empleo. Dos años después, mientras la tasa de desocupación se mantenía relativamente baja para la población general, en los menores de veinticinco años ascendía a 13,9 en los hombres y 8,6 en las mujeres.
Una muestra del deterioro general del nivel de vida de los trabajadores es que la calidad del Servicio Nacional de Salud (NHS por sus siglas en inglés) sigue empeorando. Una nota del Guardian informa que el número de pacientes que esperan más de dieciocho semanas para una operación ha aumentado la friolera de un 163% desde 2015. Es que uno de los objetivos actuales de las finanzas y que afecta en forma directa a los trabajadores es el desmantelamiento de las prestaciones sociales brindadas por el Estado y su absorción por el capital financiero, pero a cargo del bolsillo del “beneficiario” como en los fondos de pensión y la cobertura universal de salud.
La reacción de los trabajadores no se ha hecho esperar. Desde el año pasado una ola de huelgas sacude el Reino Unido. Afecta mayormente a servidores públicos de distintos ramos como educación, salud, ferrocarriles, controladores de frontera, bomberos, oficinistas y también trabajadores industriales. A pesar de sus traiciones, la burocracia de la TUC no pudo impedir que el 1/2/2023 se viviera la mayor jornada de huelga en once años con la participación de más de medio millón de trabajadores. Los conflictos siguieron durante febrero, marzo, abril y mayo; aunque cada sector tiene sus reclamos específicos, los une la exigencia de un aumento salarial que supere la inflación anual del 10,5%, cifra descomunal para el Reino Unido.
Previendo inevitables conflictos, el gobierno conservador -con acuerdo pleno de la oposición laborista- formuló una nueva ley de orden público que amplía las facultades de la policía, tipifica nuevos delitos, permite arrestos de personas ante la mera sospecha y prevé penas de un año de cárcel para quienes bloqueen carreteras o calles y de seis meses para quienes impidan el paso de personas, entre otras disposiciones.
¿Hay futuro para la monarquía?
La población actual es muy diferente de la que vio coronar a Isabel II en 1953. El 20% proviene ahora de grupos étnicos minoritarios, comparando con el 1% en los ´50. En las escuelas se registran más de trescientos idiomas hablados por los niños en sus hogares; solamente se dice cristiana algo menos de la mitad de la población. El lujo de la gran burguesía, nobles, obispos y militares contrasta con la austeridad obligada de la mayoría de la población que debe ajustarse el cinturón y muchos deben recurrir a comedores populares.
La caída del prestigio de la monarquía en las masas puede inferirse por los ratings televisivos. La coronación de Isabel II en 1953 fue seguida por veinte millones de personas que representaban entonces el 40% de la población. En la ceremonia de Carlos, la cifra de veinte millones solamente se alcanzó en el momento estricto de la coronación, pero ahora es solo al 33% de la población. La audiencia cayó a 16 millones (23%) el resto de la ceremonia. Carlos también pierde frente a grandes eventos. Al funeral de Isabel II lo vieron veintiséis millones, como a la última final de la Premier League. Ni hablar de la apertura de los juegos olímpicos de 2012 vista por veinticuatro millones.
Una encuesta de la BBC muestra que el sostén a la monarquía, si bien sigue siendo mayoritario, ha caído de un 75% hace diez años a un 58% a fines de abril. En cambio, en los menores de veinticinco años los sostenedores de la monarquía son solo el 32%, y llegan al 40% los que están por su abolición. Precisamente en el sector donde golpea con mayor fuerza la desocupación y la superexplotación. Revelador del mal humor con los “royals” es que se están oyendo más frecuentemente cánticos de rechazo en los estadios. Circulan fotos de aficionados del Liverpool sosteniendo un cartel que dice “No es mi rey” mientras que en otros estadios los “hooligans” han abucheado el himno nacional en el momento que dice precisamente “Dios salve al rey”.
En la medida en que la crisis del capitalismo se profundice y crezcan las luchas de los trabajadores, estos verán con más claridad los rasgos explotadores y sanguinarios de estas instituciones con las que la burguesía imperialista ejerce su dominio. Trotsky reivindicaba la revolución burguesa contra el feudalismo en el siglo XVII porque la veía como un anticipo de la revolución obrera de nuestra era. Dirigida por Cromwell, la revolución burguesa derrocó al rey Carlos I, lo juzgó y decapitó, disolvió la Cámara de los Lores y barrió al feudalismo estableciendo las bases de la Inglaterra capitalista. Como dice Trotsky en “Adonde va Inglaterra”: “La revolución infaliblemente alumbrará en la clase obrera inglesa las mayores pasiones, tan astutamente contenidas y reprimidas por el entrenamiento social, por la Iglesia y la prensa; tan hábilmente canalizadas con ayuda del boxeo, del fútbol, de las carreras y demás deportes”. La clase obrera británica irá creando su propia dirección revolucionaria mientras enfrenta a los burócratas sindicales traidores y a estas instituciones de dominio burgués, sanguinarias y corruptas a los que, junto con el capitalismo, arrojará finalmente al basurero de la Historia.