21 de marzo de 1824: llega a Buenos Aires el primer cónsul británico. La deuda eterna
Para América hay una antes y un después de 1824. El triunfo en la batalla de Ayacucho ponía fin a la dominación española de más de tres siglos. Para entonces, un nuevo imperio, el británico, ya había dado pasos para “conquistar” los mercados del Nuevo Mundo, mediante su comercio y sus préstamos: así fue como empezó la historia de la deuda externa.[1]
Escribe: Tito Mainer
El 9 de diciembre de 1824 aseguró la definitiva derrota de los ejércitos españoles en América del Sur. Al año siguiente se fundará Bolivia –su nombre es un homenaje a Bolívar−, comienza la guerra contra el Brasil que culmina con la separación del Uruguay y, el 1º de enero de 1825, Inglaterra reconoce la independencia de la República Argentina. El 2 de febrero se firma en Buenos Aires el primer tratado con una potencia extranjera y, en adelante, Gran Bretaña será considerada como “nación más favorecida”. El acuerdo se había “cocinado” ya en Londres, el año anterior. Por eso había enviado a Buenos Aires su primer cónsul, Woodbine Parish.
Los nuevos planes británicos
El ministro británico de Asuntos Exteriores, George Canning, vio claro que Inglaterra podía asegurar su posición como taller del mundo, y convertir a Sudamérica en su granja. Cuando se concretaba la definitiva independencia vaticinó: “La cosa está hecha, el clavo está puesto. Hispanoamérica es libre; y si nosotros no desgobernamos tristemente nuestros asuntos, es inglesa”. Y en una carta subrayó: “Cada vez estoy más convencido de que en el presente estado del mundo […] las cosas y los asuntos de la América meridional valen infinitamente más para nosotros que los de Europa. Y que si ahora no lo aprovechamos corremos el riesgo de perder una ocasión que pudiera no repetirse”.
Ya los británicos habían sido derrotados en sus intentos de invasión a Buenos Aires veinte años antes. La estrategia era, ahora, establecer un “amistoso intercambio político y comercial”. En adelante el imperio inglés conquistaría países con sus productos industriales y capitales, lo que no impediría ataques militares puntuales, como la usurpación de las Malvinas en 1833.
Rivadavia, un intermediario interesado
Terminada la Guerra de la Independencia (y sus gastos), Buenos Aires vivía, dominando el puerto y su aduana, desde 1822, un período de esplendor al que se conoce como “la feliz experiencia”. El 19 de agosto de 1822, la Junta de Representantes aprobó una ley que facultaba al gobierno a “negociar, dentro o fuera del país, un empréstito de tres o cuatro millones de pesos valor real” (5 millones de pesos fuertes equivalían a un millón de libras esterlinas, que fue la suma finalmente tramitada). Los fondos del préstamo debían ser utilizados para la construcción del puerto de Buenos Aires, el establecimiento de pueblos en la nueva frontera, y la fundación de tres ciudades sobre la costa marítima, además de proveer de agua corriente a la ciudad. Enviado Bernardino Rivadavia a Londres tramitó el empréstito que se acordó el 1º de julio de 1824, ante la Casa Baring. En ese préstamo quedaron plasmados dos aspectos que son, posiblemente, los más importantes de la historia económica y social argentina: el comienzo de la deuda externa y la consolidación de la estructura latifundista en la provincia de Buenos Aires, ya que la garantía ofrecida fueron “todos los bienes, rentas, tierras y territorios” de la provincia, que quedó hipotecada totalmente hasta la definitiva cancelación del préstamo. Una ley de 1826 permitirá su entrega a privados en enfiteusis (un arrendamiento para explotación que, al final, dará derecho a compra) asegurando la propiedad terrateniente.
El millón de libras devengaría un interés del 6% anual. Deducidos gastos, comisiones y pago anticipado de cuotas, a Buenos Aires llegaron solo 552.700… enviados en letras de cambio, o sea, papeles bancarios. Mediante una serie de artilugios legales y “letra chica”, para devolver el préstamo había que cancelar 65.000 libras por año durante 4 décadas, o sea, 2.600.000 libras esterlinas (13 millones de pesos fuertes). La inestabilidad política y económica de la Argentina impidió “cumplir” con lo acordado, de modo que hubo varias refinanciaciones y los intereses engordaron más y más el capital. El crédito terminó por pagarse en 1904. Acumulados todos los pagos hechos en 80 años, la Argentina abonó la suma de 23.750.000 pesos fuertes (4.746.953 libras), o sea, casi el doble del cálculo inicial con todos los intereses, que por cierto era, a su vez, de dos veces y media el supuesto capital prestado. Un negocio redondo para la banca inglesa, y también para Rivadavia y Manuel J. García, los intermediarios y “valijeros” de entonces. Igual para el banquero local Félix Castro y el gestor inglés Parish Robertson a punto tal que, mucho tiempo después, el propio agente de los prestamistas, Ferdinand White, se refería escandalizado a la inmoralidad del negocio pactado y acusaba a los gestores de haber aprovechado el crédito para obtener ganancias “extraordinarias e ilícitas”. La corrupción era nomás un síntoma de complicidad mutua. Cuando se tramitó el crédito, el cónsul inglés en Buenos Aires, Woodbine Parish, actuaba en temas internos de forma desembozada. Sobre la redacción de la Constitución Nacional de 1826, que aprobó el “Tratado de Amistad, Comercio y Navegación”, explicó: “Todas las noches me vi obligado a retocar las Actas del Congreso”.
Desde ya, no se hizo ninguna de las obras previstas y la parte del dinero que llegó terminó gastado en la guerra contra el Brasil (1825-1828).
Piratas británicos: los más “favorecidos”
El acuerdo con la Baring convirtió a la futura Argentina –porque hasta 1852 no será más que una confederación de “provincias unidas”− en un país dependiente de Inglaterra. Y al otorgarle el título de “nación más favorecida”, parte, de hecho, de su imperio. No importó si más “librecambista” como con Rivadavia, o más “proteccionista”, con Rosas; si “federal” con Urquiza, o “unitario” con Mitre; si “conservador” con Roca y Pellegrini, o “radical” con Yrigoyen y Alvear. Hasta el ascenso del peronismo en 1945, la Argentina, “desde el punto de vista económico”, será –como lo dijo sin empacho el vicepresidente Julio A. Roca (h.) en Londres, 1933− “una parte integrante del Imperio Británico”. Aunque hasta 1880 esa dependencia fue más relativa, y luego, descarada, hasta convertir a la Argentina en una semicolonia. Son, en total, nada menos que 120 años de nuestra historia, 80 de los cuales Argentina pagó cada peso exigido por la usura británica de aquel préstamo de 1824.
[1] Todas las citas corresponden a Ricardo de Titto, La joya más preciada. Una historia general de la Argentina, El Ateneo, Buenos Aires, 2008.
Baring Bank, símbolo británico
La familia Baring se repartía entre Inglaterra y Alemania. En 1762 sir Francis Baring fundó el Barings Bank que, desde 1806, pasó a llamarse Baring Brothers & Co. En aquellos años en los que, impulsada por la Revolución Industrial, Inglaterra se convirtió en “la reina de los mares” extendiendo su imperio comercial a todo el globo, la Casa Baring estuvo detrás de importantes negocios. En 1802 fue la intermediaria en la operación por la que los Estados Unidos compró a Francia el territorio que sería el estado de “Luisiana”, en homenaje a los reyes “Luises”. Su influencia fue tan decisiva como la de la diplomacia: llegó a controlar la poderosa East Indian Co. Sus ambiciosos préstamos y negocios financieros por todo el mundo –en especial con la Argentina y Uruguay− pusieron al banco al borde de la quiebra en 1890, cuando fue rescatado por el Banco de Inglaterra. Los Baring de cinco generaciones ostentaron títulos de nobleza (condes y lores) y una relación muy cercana con la monarquía gobernante. Hasta Lady Di, la princesa de Gales, era bisnieta de un Baring. Como consecuencia de una serie de manejos especulativos tuvo inmensas pérdidas de casi 1200 millones de dólares y quebró en 1995.
Sir William, el lord de Catamarca
Más de cien años después del primer acuerdo con la Banca Baring, en 1933, se firmó el Pacto Roca-Runciman que partió de refrendar los términos del tratado de 1825. Inglaterra siguió siendo la nación “más favorecida”, ahora, en cuanto a la provisión de carne y el manejo de los frigoríficos. El catamarqueño Guillermo Leguizamón, integrante de la delegación y director de una empresa ferroviaria inglesa estaba feliz, y en un banquete al que asistió el Príncipe de Gales dijo: “la Argentina es la joya más preciada de la Corona de Su Graciosa Majestad”. El príncipe, premiando su obsecuencia, decidió nombrarlo lord, y así sir William pasó a ser el único lord argentino.