Jul 30, 2024 Last Updated 5:39 PM, Jul 29, 2024

Izquierda Socialista

El sábado 7 de noviembre se confirmó que el presidente yanqui Donald Trump perdió las elecciones, aunque él sigue diciendo que le hicieron fraude. Esto se da en medio de la pandemia y en la crisis más grave del capitalismo mundial.

Desde la UIT-CI compartimos el festejo de los trabajadores, el movimiento antirracista, el movimiento de mujeres, el movimiento ambientalista y la mayoría del pueblo estadounidense, así como en otros países. Salió derrotado el presidente y multimillonario derechista, imperialista, racista y misógino que negó el coronavirus, desmanteló el sistema de salud, defendió a la policía asesina de George Floyd y sometió a los pueblos del mundo con sus planes de saqueo a favor de las grandes transnacionales y los banqueros. Trump era el presidente del capitalismo imperialista que solo ofrece hambre, desigualdad social y es una amenaza para el planeta con la destrucción ambiental, llegando al extremo de negar el cambio climático producido por el uso irracional de recursos que hacen las transnacionales y los gobiernos capitalistas.

Que festejemos la derrota de Trump no implica apoyar o tener alguna expectativa en Joe Biden, quien ganó en nombre del otro partido patronal imperialista, el Partido Demócrata. Biden fue el vicepresidente del gobierno de Obama, no solo no solucionó los problemas de los trabajadores, los afrodescendientes o el pueblo pobre, sino que ante la crisis capitalista de 2008 salvó a los bancos y las multinacionales e impulsó también los planes de hambre en el resto del mundo.

Por eso la clase trabajadora y los pueblos del mundo no deben depositar ninguna esperanza en Biden, pero sí en las y los trabajadores, en el movimiento antirracista y de mujeres en lucha de los Estados Unidos que enfrentaron a Trump en las calles.

La derrota electoral de Trump es también una gran derrota política para toda la ultraderecha mundial, para los Salvini, Le Pen, Bolsonaro, los Orban de Hungría, el partido Vox del Estado español, los neonazis de Alemania, o de Aurora Dorada, de Grecia.

La derrota de Trump es la expresión electoral de la rebelión antirracista por el crimen de George Floyd y la crisis del Covid-19

Muy pocas veces un presidente de los Estados Unidos no ha sido reelecto. En los últimos cien años sólo cuatro no fueron reelegidos. Trump quedará en la historia como el quinto.

La participación electoral fue la mayor en la historia en un país donde el voto no es obligatorio y hay que inscribirse, y se aplican toda clase de maniobras para suprimir votantes en las distintas legislaciones de los estados. La participación llegó al 66% de los inscriptos, 155 millones. También fue récord el voto por correo, que llegó a cien millones pese a todos los intentos de Trump por disuadirlo y entorpecerlo.

Millones fueron a votar para sacarse de encima a Trump por el odio a su racismo, a la represión policial y a su negación del Covid-19. La derrota de Trump se explica porque antes estuvo la rebelión antirracista que se desató, a fines de mayo, por el crimen policial de George Floyd. Fue una rebelión nacional, con movilizaciones callejeras convocadas por el movimiento #BlackLivesMatter (Las vidas de las personas negras importan) en todas las grandes ciudades y que llegó a movilizar más de 20 millones de personas, superando las manifestaciones contra la guerra de Vietnam. El gobierno se dividió, no pudo sacar las tropas a las calles. El jefe del Pentágono, Mark Esper, y el jefe de las Fuerzas Armadas no estuvieron de acuerdo. Trump quedó entonces muy debilitado. Se puso en evidencia una crisis política. Ahora Trump “despidió” a Mark Esper por su cuenta de Twitter.

La rebelión antirracista se combinó con el desastre del tratamiento que dio Trump al Covid-19. Su negacionismo llevó al descontrol de la pandemia y que Estados Unidos sea el primer país de contagiados (10 millones) y muertos (240.000) por el Covid-19.

Una extrema polarización de la sociedad estadounidense a favor y en contra de Trump

El resultado electoral expresó la extrema polarización política y social que existe en el país y todas las contradicciones de la sociedad estadounidense.

Millones se volcaron a votar contra Trump dándole el triunfo a Biden. Pero también ha sorprendido a muchos que millones le dieron el voto a Trump.

Aunque Biden no logra un triunfo contundente, como habían previsto las encuestas, consigue el récord de 74 millones de votos para la fórmula del Partido Demócrata, nueve millones más que los logrados por Hillary Clinton en las elecciones de 2016. Pero Trump no dejó de hacer una buena elección y llegó a 70 millones, superando en ocho millones su elección de 2016.

Biden capitalizó el descontento popular y social contra Trump. De hecho, no hizo campaña poniendo énfasis en su programa, sino sobre todo “para salir de Trump”. Logró tener una diferencia en el voto popular de cuatro millones por sobre Trump. Sin embargo, por el sistema de votación indirecto de elección, a Biden le costó llegar a superar los 270 electores (estaría logrando 294) que se necesitan para triunfar en el Colegio Electoral. Un sistema antidemocrático que da electores por cada estado, sin proporcionalidad. El que gana se lleva todos los electores en cada estado. Por eso en 2016 Trump ganó la presidencia, aunque Hillary Clinton había obtenido tres millones de votos más que el republicano. Bush también ganó en 2000 con menos votos que el demócrata Gore.

El resultado electoral echó por tierra las maniobras de Trump para desconocerlo alegando fraude y recurriendo a la Justicia y a la movilización de su base para bloquear el conteo de votos; en ambos sentidos sus intentos fracasaron.

Trump pierde pero se consolida como líder de una extensa franja social ultraconservadora, reaccionaria y racista

Muchos, en Estados Unidos y el mundo, se preguntan cómo un personaje tan reaccionario y repudiable como Trump pudo lograr 70 millones de votos y ganar la elección en estados importantes, con gran parte de población latina y negra, como Texas y Florida.

El voto a Trump pone de manifiesto la extrema polarización social que existe en los Estados Unidos, que no tiene punto de comparación con otros países.  Trump se apoya en millones de personas de la tradicional base social de racistas, neofascistas, grupos de odio de supremacistas blancos, milicias armadas de la derecha, de xenofobia visceral, odio a feministas, ambientalistas, como también de una base popular de granjeros de las zonas rurales donde predomina el fundamentalismo evangélico. Pero también de una franja de trabajadores blancos del viejo cordón industrial en decadencia por la crisis capitalista. No hablamos de la totalidad o la mayoría de los obreros industriales, que tradicionalmente votan a los demócratas. Pero existe esa franja de trabajadores marginados y desencantados con el sistema que en su desesperación dan el voto a un personaje como Trump.

Esta polarización ha crecido con la crisis social combinada con la rebelión antirracista, el crecimiento del movimiento obrero, de mujeres o contra el cambio climático. Millones creen en el discurso “locoide” de que Biden puede “llevar al socialismo”, que se “va a Cuba y Venezuela” y que Biden es parte de la “ultraizquierda” que va a “destruir” los Estados Unidos. A mayor crisis social, crisis económica y luchas populares, mayor crecimiento del polo racista y fascistizante.

También muchos analistas se sorprendieron con el leve crecimiento de votos de Trump en sectores de población latina y negra. Cosa que es cierta. Pero siempre los republicanos han tenido votos en la franja latina y negra. Por ejemplo: “En 1984, el 37 por ciento de los latinos votaron por el republicano Ronald Reagan; el 40 por ciento votó por George W. Bush, también republicano, en 2004” (Isvett Verde, The New York Times, 6 de noviembre de 2020). Muchos votos latinos y de la población negra a Trump se dieron por el desencanto que provocó el gobierno de Obama. Pero la esencia de ese leve crecimiento se explica por el histórico aumento de votantes. Por eso aumentaron los votantes latinos y negros tanto para Trump como para Biden. Pero el 87% de las y los electores negros votaron contra Trump, fue un voto decisivo para su derrota (datos Reuters, 4/11). Y, pese al voto cubano de derecha en Florida, a nivel nacional dos tercios de los votos latinos fueron contra Trump.

En síntesis, Trump perdió, pero consolida su base social y va a intentar quedar como alternativa para las elecciones de 2024. El trumpismo no deja de ser una expresión de la crisis del Partido Republicano. Trump llegó a presidente por la falta de figuras de peso luego del fracaso de George Bush (h), el mismo que ya expresó sus diferencias con Trump enviando un saludo de reconocimiento a Biden.

Un cambio de mando del imperialismo yanqui en medio de su crisis global

El cambio de jefe imperialista también fue festejado en las alturas. La derrota de Trump fue bien recibida por sus competidores y aliados de las grandes potencias capitalistas como la Unión Europea (UE), el Reino Unido, el Vaticano o Canadá. Biden fue, rápidamente, felicitado por Angela Merkel, Emmanuel Macron, Pedro Sánchez y el Papa, entre otros. Rusia y China guardan silencio, por ahora. Todos ellos esperan un mejor trato y una apertura de nuevas negociaciones en medio de la profundización de la crisis económica mundial.

El triunfo de Biden y los demócratas no solucionará la crisis global que sufre el sistema capitalista imperialista. Se vive una de las más graves crisis de la historia del capitalismo combinada con la pandemia del coronavirus, sin solución a la vista aún. Trump no hizo más que meter leña al fuego de la crisis con sus “guerras económicas” y sus políticas de ajuste mundial. Con Biden es previsible un cambio en donde vuelva a primar la negociación, tanto con sus pares de las potencias capitalistas como con los gobiernos de las semicolonias. Volverá la vieja combinación imperialista de “zanahoria con garrote”.

Pero no hay posibilidades de que Biden supere la crisis política global capitalista. Además, está inmerso en la propia crisis política y social de su país, que todavía tendrá otros capítulos con el intento de Trump de seguir desconociendo el resultado electoral y posiblemente con mayoría republicana en el Senado. Crisis política que, probablemente, se seguirá expresando durante el gobierno Biden-Harris.

Lo seguro es que Biden no representa ningún cambio positivo para la clase trabajadora y los sectores populares de los Estados Unidos y del mundo. Biden y el gobierno imperialista del Partido Demócrata va a gobernar en nombre de las multinacionales, el capital financiero y el FMI. Al comienzo de su gobierno (asume el 20 de enero) adoptaría algunas medidas cosméticas, como quizás adherir al limitado Acuerdo de París del cambio climático, o volver a la Organización Mundial de la Salud (OMS), de donde se retiró Trump. Pero el centro de la política de Biden será seguir, con “rostro humano”, tratando de descargar la crisis sobre las y los trabajadores, con nuevos planes de ajuste y hambre impuestos por las multinacionales y el FMI.

La unidad de los trabajadores, las trabajadoras y los pobres del mundo será la poderosa herramienta para seguir enfrentando al imperialismo yanqui, a sus gobiernos aliados y a sus planes de recortes y ajustes. En la perspectiva de lograr gobiernos de la clase trabajadora que abran el camino del cambio de fondo, de terminar con el capitalismo y avanzar hacia un verdadero socialismo.

Desde la UIT-CI llamamos al pueblo trabajador estadounidense, al movimiento de mujeres, antirracista, ambientalista, a seguir movilizados por sus urgentes reclamos ante el nuevo gobierno y a formar una nueva alternativa política independiente. Hay que ofrecerle una alternativa a las y los miles que salieron en todo el país a festejar la derrota de Trump. Una alternativa al bipartidismo capitalista imperialista. Un nuevo partido o movimiento de izquierda unitario e independiente que represente verdaderamente los intereses de la clase trabajadora, la juventud y el movimiento antirracista.

Unidad Internacional de las y los Trabajadores-Cuarta Internacional (UIT-CI)

10 de noviembre de 2020

 

 

 

 

Escribe Adolfo Santos

Los sistemas electorales en los regímenes patronales contienen todo tipo de trampas para garantizarse el control sobre las masas para tratar de mantenerse en el poder. La elección indirecta en los Estados Unidos es uno de ellos. En la Argentina conocemos otros basados en leyes que permiten instituciones antidemocráticas como, por ejemplo, el Senado, o que impiden el acceso al Parlamento a partidos minoritarios, sobre todo de izquierda, imponiendo un alto piso electoral.

A muchos compañeros les llamó la atención que Biden, con millones de votos al frente de Trump, demorara tanto para tener certeza del triunfo. Esto es así porque la elección presidencial no se decide por el voto directo del elector. El voto de cada persona elige una lista de delegados designados por cada partido, en cada estado, que conforman un colegio electoral nacional de 538 representantes. Estos serán los que luego votarán al candidato por el cual se postularon. O sea, es una elección indirecta.

Pero las dificultades para entender este mecanismo no acaban ahí. Además se aplica lo que se denomina winner-take-all (el ganador se lleva todo), así, el candidato presidencial más votado en cada estado se lleva todos los delegados aunque haya ganado por un voto, es decir, no se considera el criterio de proporcionalidad, con lo que se ignora el sufragio de los perdedores. Por eso suele suceder que un candidato con más votos populares a nivel nacional acaba no teniendo mayoría en el colegio electoral. Por lo tanto, el colegio electoral no siempre representa la voluntad mayoritaria de los electores, algo que ya aconteció cinco veces en la historia de ese país.

O sea, no se considera el voto directo obtenido por cada candidato a nivel nacional, sino los representantes elegidos en cada uno de los cincuenta estados, que varían según su población. Por eso puede resultar más útil ganar en muchos estados, aunque sea por un voto de ventaja, que ganar en unos pocos estados por una abrumadora diferencia de millones de votos.

En 2016 Hillary Clinton consiguió casi tres millones más de votos que su rival, pero esos triunfos los obtuvo en apenas veinte estados y sumó 227 electores para el colegio electoral. Mientras que Donald Trump triunfó en treinta estados y sumó 304 votos del colegio electoral, quedándose con la presidencia aunque recibió menos votos. Otro caso reciente ocurrió en las elecciones de 2000, cuando el demócrata Al Gore, con 500.000 votos más que su adversario, perdió la presidencia frente a George W. Bush (hijo).

Esta vez el voto popular coincide con el resultado final que, se espera, determinará el colegio electoral. Biden obtuvo 76.402.525 votos, 50,8%, y Trump 71.492.918, 47,5 por ciento. Para el colegio electoral, 290 electores para Biden y 214 para su rival. La elección final y definitiva ocurrirá el 14 de diciembre y los miembros de ese cuerpo se reunirán en sus respectivos estados para emitir dos votos separados, uno para presidente y otro para vice. Significa que, además de todos los vericuetos antidemocráticos, aunque es difícil por la fidelidad de los electores, puede surgir un presidente de un partido y un vice de otro.

Una encuesta realizada por Gallup reflejó que el 61% de los norteamericanos está a favor de la abolición del colegio electoral y la instauración del voto directo. Este debate cobró intensidad después de la elección de 2016, sin embargo hay serias dificultades para que avance un cambio en ese sentido. Existe una gran resistencia de parte de los republicanos, que se benefician con la influencia electoral con que cuentan en estados rurales menos poblados. Por eso, sólo una gran movilización podría forzar una reforma del antidemocrático sistema electoral norteamericano.

Escribe Adolfo Santos

La disputa presidencial de los Estados Unidos generó un fenómeno particular, una llamativa unidad mundial alrededor de la derrota de Trump, lo que acabó aconteciendo y fue muy festejado. Claro que ese resultado confirmó el triunfo del Partido Demócrata y sus candidatos, Joe Biden y Kamala Harris y eso, evidentemente, no es para festejar.

Por más rechazo que nos provoquen la figura de Trump y sus políticas reaccionarias no se puede embellecer la figura de Joe Biden. El “tío Joe”, como lo llaman sus seguidores, es parte del establishment político norteamericano desde hace casi cuarenta años, cuando fue elegido senador por primera vez, en 1973. En estas cuatro décadas representó al Partido Demócrata, uno de los dos grandes partidos del imperialismo norteamericano, financiado por los banqueros de Wall Street, que ha apoyado guerras sangrientas y dictaduras asesinas y ha saqueado a los pueblos del mundo.

No es casual que el triunfo de Biden-Harris haya sido saludado con entusiasmo por los principales capitalistas del mundo, comenzando por los dos hombres más ricos del planeta, Jeff Bezos, dueño de Amazon, y Bill Gates, de Microsoft. Ese apoyo de los grandes empresarios también se vio reflejado en los aportes financieros que recibió Biden, muy superiores a los que obtuvo Trump. Alphabet Inc., el holding de Google, encabeza la lista, con más de 1.700 millones de dólares, seguido de cerca por las nombradas Amazon y Microsoft, Facebook, Apple, AT&T Corporation (telecomunicaciones), Walt Disney y las financieras Wells Fargo, Morgan & Morgan y JPMorgan Chase, entre otros. Apuestas que, sin dudas, esperan jugosos retornos.

Biden no representa nada nuevo, es lo viejo y conocido

Sus primeros pasos por el Congreso ya mostraban su perfil. A pesar de presentarse siempre como defensor de los derechos civiles, una de las primeras batallas que dio en el Senado fue al lado de parlamentarios segregacionistas, oponiéndose a la orden de un tribunal para que los alumnos fuesen llevados a frecuentar escuelas en barrios populares para combatir la segregación racial. Años después se negó a votar favorablemente en relación con las cuotas raciales para favorecer a los negros.

Tampoco las mujeres tienen una buena imagen de Biden. Existen denuncias de mujeres con las cuales se ha relacionado. Una de ellas, Lucy Flores, una política demócrata de Nevada, señaló que en un encuentro que tuvo con Biden en 2014, el vicepresidente acabó tocándola de una manera íntima, algo que ella solo acostumbraba a hacer con familiares o en relaciones románticas. “Me dejó paralizada”, dijo. El caso fue confirmado por el propio Biden, que divulgó un video afirmando que en adelante sería “más cuidadoso y respetuoso para no dejar a las mujeres incómodas”.

En 1988 apoyó la Ley Antidrogas, que establecía penas más duras para consumo de drogas como crack, usadas por minorías étnicas pobres. En 1994 presentó un proyecto que aumentó las sentencias mínimas y el financiamiento federal para policías y prisiones, lo que, según especialistas, fue un factor decisivo que contribuyó al aumento de la población carcelaria. Ese fue Biden senador, alguien que se diferenció poco de cualquier congresista conservador.

Un vice al servicio de las multinacionales y el sistema financiero

Pero su papel más sobresaliente como político patronal, defensor de los intereses de los grandes empresarios, lo tuvo como vice de Obama. Fueron ocho años de un gobierno que se dedicó a resolver la grave crisis económica desatada en 2008 bajo el gobierno de Bush y no fue para auxiliar a los trabajadores y los sectores populares, sino para montar un salvataje en favor de las grandes empresas multinacionales y los bancos.

El ejemplo más claro de esta política fue General Motors. El gobierno “estatizó” la empresa adquiriendo el 60% de las acciones por un valor superior a los 30.000 millones de dólares, pero para sanear las deudas disminuyó 20% los gastos salariales, despidió trabajadores y redujo los sueldos con el apoyo del Sindicato de Trabajadores de la Industria Automotriz (UAW). “Saneada”, GM fue devuelta a sus antiguos dueños. Lo mismo pasó con otras empresas automotrices en crisis, como Chrysler. Esos miles de trabajadores despedidos, que engrosaron el ejército de desocupados, fueron la base de apoyo para el triunfo del ultrarreaccionario Donald Trump.

Obama-Biden también fueron generosos con el sistema financiero. Mientras la población trabajadora sufría las consecuencias de la crisis con despidos y rebajas salariales y la pobreza crecía, el gobierno abría los cofres para los banqueros. En 2009, a través de su flamante secretario del Tesoro, Timothy Geithner, anunciaba un plan para estabilizar el sistema financiero a un costo de 2 billones de dólares, una suma equivalente a seis veces la economía de la Argentina (Clarín, 11/2/09).

Sin dudas, Biden llega para gobernar al servicio de las multinacionales y el sistema financiero repitiendo una política que ha dejado a millones de trabajadores en la calle y ha afectado la vida de los sectores más vulnerables. Este abogado de 77 años, exitoso económicamente, con cara de “tío simpático”, no trae nada nuevo, mucho menos de bueno para los trabajadores, las mujeres, los negros, las minorías étnicas y los sectores populares norteamericanos.

Escribe Adolfo Santos

La designación de Kamala Harris en la fórmula presidencial puede haber generado expectativas en el movimiento de mujeres por ser la primera vez en la historia que se elige a una negra como vicepresidenta de Estados Unidos. Sin embargo, su curriculum está lejos de ser feminista y progresista. Los demócratas necesitaban alguien con su perfil para ampliar sus votos entre minorías étnicas, las mujeres y los negros. Muchos dudaban de su elección, sobre todo por el duro enfrentamiento que había protagonizado durante las primarias, cuando en uno de esos debates Harris colocó a Biden en apuros. Ella, de madre india y padre jamaiquino, le recordó que había sido “esa pequeña niña negra que sufrió por la segregación en las escuelas públicas y que aunque no creía que él (Biden) fuera racista, le había dolido su apoyo a senadores de esa época que apoyaban la división racial”.

Kamala, veintiún años más joven que Biden, se ha convertido en la primera mujer vicepresidente de los Estados Unidos, y además, negra. Ex procuradora general de California, está en su primer mandato como senadora, cargo al que accedió en 2017. Si bien desde su banca realizó críticas a las políticas trumpistas, al candidatearse sus posiciones comenzaron a ser colocadas bajo la lupa. Los sectores más progresistas la criticaron por no dar respuestas claras a problemas importantes como los ataques de Trump a la salud. Ya nominada candidata, comenzó a caminar en el filo de la cornisa para no incomodar a moderados ni a progresistas, pero no lo logró con ninguno de los dos.

Sus posiciones dubitativas en relación con temas como la reforma policial, el combate a las drogas o las condenas equivocadas, que han tomado fuerza con motivo de la lucha antirracista, le han causado críticas de sectores progresistas del Partido Demócrata. Salió a la luz que ella se abstuvo de tomar posición frente a un proyecto de ley que determinaba “investigaciones independientes” en casos que envuelvan “uso de fuerza letal” por parte de la policía, siendo que en los Estados Unidos la policía mata personas de comunidades negras y latinas de forma desproporcionada. Con todo, durante la campaña se tuvo que reacomodar y defender la prisión de los policías que mataron a Breonna Taylor, mujer negra asesinada por la policía en su casa, y reivindicar uno de los símbolos de las protestas, #BlackLivesMatter (Las Vidas Negras Importan).

El origen indio y jamaiquino no cambia el carácter de clase de esta abogada, egresada de Harvard. Ella también es parte del establishment político del Partido Demócrata, si no fuese así no habría sido elegida a ocupar el segundo cargo en importancia del principal país imperialista del mundo. Kamala Harris, cambiando de opinión según las circunstancias, ha demostrado que le resulta fácil acomodarse a las necesidades de su partido, representante de los banqueros de Wall Street y del país imperialista que representa. Como vimos con Obama, el color de la piel de Kamala Harris no cambia el carácter burgués imperialista de la fórmula triunfante.

 

 

Escribe José Castillo

El gobierno de Alberto Fernández sigue hablando de que su prioridad son los más vulnerables y que el centro es reactivar la economía y crear trabajo. Sin embargo, utilizando una vieja frase del propio peronismo, “la única verdad es la realidad”. Llega al país una nueva misión del FMI con el objetivo de terminar de arreglar los números del plan de ajuste que se negocia con el gobierno del Frente de Todos. Para, recordemos, definir cómo pagar la deuda con el organismo contraída por Macri, utilizada en su totalidad para la fuga de capitales y el enriquecimiento de los pulpos del establishment financiero.

El pasado lunes, el ministro de Economía, Martín Guzmán, anunció explícitamente los detalles, el acuerdo con el FMI será el denominado “de facilidades extendidas”. Lo traducimos para nuestros lectores: los 49.000 millones de dólares de deuda de la Argentina con el FMI (44.000 de capital y 5.000 de intereses) se pagarán en doce cuotas consecutivas a partir de 2024 y hasta 2030. Serán de aproximadamente 4.000 millones de dólares cada una, por lo que nuestro país deberá abonar 8.000 millones de dólares por año. Un monto descomunal.

Pero lo peor son las exigencias que se deberán cumplir para acceder a ese acuerdo. Para que quede claro las vamos a dividir en dos: el ajuste permanente y las denominadas “reformas estructurales”.

Programa “plurianual” de ajuste

Ya en agosto pasado el gobierno de Alberto Fernández, cuando anunció que se iniciaban las negociaciones con el FMI, monitoreó las planillas del proyecto del presupuesto 2021. El propio ministro Guzmán fue el encargado de decir que el número más importante de dicho presupuesto era la reducción del actual déficit fiscal de 8% del PBI a 4,5% para 2021. Se trata de un ajuste enorme, el más grande desde 2002. Implica reducir 1,6 billones de dólares, un monto equivalente a todo el dinero que este año se destinó a la pandemia.

¿Cómo se va a ejecutar este ajuste? Primero, y principal, con la desaparición de todas esas partidas. No habrá un peso más de IFE, los 10.000 pesos que se otorgaban a nueve millones de familias sin ingresos. Tampoco para el ATP, que si bien siempre lo denunciamos como un subsidio a favor de las grandes empresas, ahora, ante su eliminación, va a ser utilizado por estas mismas patronales como excusa  para lanzar una ola de despidos. También se reducirá el presupuesto destinado al sistema de salud.

Lo segundo será la aplicación de una nueva fórmula jubilatoria a partir del próximo mes de marzo. Las jubilaciones no se reajustarán de acuerdo a la inflación, sino a la evolución de los salarios. Una vez más, perderán los jubilados.

Y, tercero, a partir de enero se comenzarán a descongelar las tarifas de los servicios públicos privatizados. En concreto, vuelven los tarifazos sobre la luz y el gas, que se sumarán a los aumentos en los combustibles y en las tarifas del transporte. 

Pero lo peor de todo es que el ministro Guzmán ya empezó a hablar de un programa plurianual. Esto quiere decir, en concreto, que el FMI exigirá un ajuste mayor aún para 2022, otro más duro para 2023, y así sucesivamente.

Reformas estructurales

Todo acuerdo de facilidades extendidas viene con la exigencia de las denominadas “reformas estructurales”, que son, básicamente, dos: la reforma previsional y la reforma laboral.

La primera va mucho más allá del simple robo a los jubilados con el cambio de la fórmula que hemos explicado. El FMI va por el aumento de la edad jubilatoria y por una reducción general de todas las jubilaciones. En la Argentina esto implica la eliminación de los llamados “regímenes especiales”, los únicos que se acercan, así sea un poco, al 82% móvil. Recordemos que el régimen especial más extendido es el de los docentes. Eliminarlo va a ser el objetivo central del Fondo.

La otra reforma es la laboral. Con la excusa de “reducir el costo laboral”, el FMI apunta a destruir toda la legislación del trabajo y los convenios colectivos. El objetivo es que todos los trabajadores de nuestro país terminen como en Vaca Muerta, o como los chicos de las aplicaciones, al estilo Rappi o Glovo.

El apuro de votar el presupuesto

El presupuesto 2021 tuvo un tratamiento “exprés” en la Cámara de Diputados. Con el voto del Frente de Todos y algunos aliados más el “guiño” de Juntos por el Cambio, que se abstuvo para así garantizar su aprobación, pasó velozmente al Senado, donde se espera una rápida aprobación. ¿Por qué tanto apuro? Muy simple, ese es el documento que requiere el FMI para avanzar en las negociaciones. Ahí está escrito el compromiso del gobierno de Fernández para realizar el mega-ajuste y cumplir con los acreedores internacionales. Está puesto, blanco sobre negro, por poner un solo ejemplo, que para el año próximo se destinará a pagos de deuda cuatro veces más que para vivienda, luego de haber visto el drama de Guernica y el violento desalojo.

En síntesis, no hay salida alguna de la mano del FMI. Una vez más tendremos que salir a luchar contra el plan de ajuste que se tratará de imponer. Y, al mismo tiempo, debemos plantear la necesidad de un plan alternativo, que realmente priorice las necesidades populares, lo que exige la ruptura de todos los pactos políticos y económicos con el Fondo y la suspensión inmediata de los pagos de deuda externa.

 

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